miércoles, 18 de octubre de 2023

Ernesto Baldi-Argentina/Octubre 2023


 

La vitrina de la soledad®


 

                             El restaurante se hallaba casi completo. Un sutil bullicio y tintinear de cubiertos y cristales invadía el ambiente, acompañado por una suave música de fondo. Un camarero tomó la reservación y gentilmente me acompañó hasta mi mesa. La ubicación me agradó de inmediato; en un ángulo del local, muy cerca de las amplias ventanas que lo circundaban casi por completo.

                             Luego de ordenar, ya solo en mi mundo, comencé a escribir y redactar las notas en mi agenda. Solamente levantaba la cabeza para tomar un sorbo de vino blanco, y observar por el ventanal como discurría plácidamente el otoño. El vocerío de los comensales me llegaba, pero sin distinguir ni dar importancia a los sonidos. Mi mente se hallaba lo suficientemente ocupada llena de ecos y miedos, angustias y llanto contenido como para darme por enterado de las preocupaciones de los demás.

                             La ensalada y el pescado solicitado se hicieron presentes; comía frugalmente en tanto continuaba con mis anotaciones. El bocado no llegó a mi boca; un grito estruendoso así como lastimero me heló la sangre y todo movimiento. El silencio duró apenas segundos; lo bastante como para que los presentes se dieran cuenta de lo sucedido, y continuaran despreocupadamente cada cual en lo suyo.

                             El berrinche de un niño pasa muy deprisa desapercibido; máxime cuando le es llamada la atención por sus padres.  En mi caso sucedió lo contrario. Me encontraba a escasos cinco metros de la mesa ocupada por la pareja y el niño; y nos hallábamos en posición tal que podía observarlos atentamente.

                             El enojo del niño, de unos ocho años, se debió a que el padre le quitó de las manos una pequeña grúa para que tomara su alimento. El disgusto del pequeño, más que su alarido, fue lo que llamó mi atención. Parecía estremecerse, y el temblor invadió su cuerpo; pero fueron sus ojos el centro de mi curiosidad. Un niño enojado, caprichoso o sencillamente dolido, deja traslucir límpidamente sus emociones a través de su mirada; no era este el caso, su expresión era ausente, dilatada, llegué a creer que se trataba de un no vidente.

                             El padre ignoró el suceso, la madre le acercó nuevamente el juguete y continuaron hablando de sus cosas; así, sin más. Un carraspeo a mi lado me llamó a la realidad, el mozo ofrecía servirme más vino, al tiempo que me interrogaba si deseaba algo más; le hice saber que aún no había finalizado cuando éste, viendo que mi vista continuaba clavada en la mesa del niño, cortésmente intentó tranquilizarme y clarificar la situación.

                             Luego de que el mozo se marchara, tenía un panorama mucho más claro de la situación; se trataba de clientes habituales del local, el jovencito era autista, su padre fiscal general y su madre abogada penalista. El conocer un poco más de la situación no me ayudó un gran qué, salvo a dejar de almorzar y acrecentar mis angustias interiores. Todo mi cuerpo fue invadido por unas enormes ansias de ponerme a jugar con ese niño; lo que un resto de cordura no permitió.

                             Por más que lo intentara, ya no lograba concentrarme en mis escritos. Llegó nuevamente el mozo con una taza de café solicitada previamente. Al alzar el humeante líquido hacia mi boca, mis ojos notaron nuevamente al niño. Algo había cambiado; era la posición de su rostro, la orientación de su vista extraviada. Seguí la alineación de sus ojos; enfocaban la ventana que se hallaba a su izquierda, a menos de tres metros. Tras esta, bajo el otoño, en la vereda, otro niño, de escasos seis años. Carita sucia al igual que sus manitas apoyadas en el vidrio, poco y mal vestido.

                             El cuadro que se presentaba ante mis ojos fue toda una experiencia de vida. Es insignificante lo que sé sobre el autismo; también es muy poco lo que se conoce a nivel científico sobre esta enfermedad. Pero en mi ignorancia, en mi total desconocimiento sobre el tema, pude ser testigo de una comunicación, me animaría a decir de una amistosa charla entre chicos; con sus códigos y picardías, secretos y similitudes.

                             El niño de la calle, sonreía tímidamente y gesticulaba con sus deditos sucios; un sacudón de pupilas y observé detenidamente la mesa frente a mí. Los padres se encontraban demasiado absortos en sus temas, mientras que el hijo, dejó su juguete en el borde de la mesa, casi en equilibrio; apoyada la palma de su mano derecha en su mejilla, sus dedos repetían los gestos de su ocasional amiguito. Sus labios, apenas entreabiertos, gesticulaban mudamente, como si estuviera en oración. Su carita ladeada, su mirada fija en el niño otoñal.

                             Minutos de precioso éxtasis para mi interior, que me resultaron largas horas, años de vivencias erróneas o sencillamente equivocadas. El mozo, de nuevo ocultó mi atención; en esta oportunidad para dejar delante del niño, una porción de tarta de frutillas, y a sus padres sendos cafés.

                             Respondí al dolor de mis codos, y al entumecimiento de mis manos apretando la taza de café; llena aún, pero absolutamente frío. Encendí un cigarrillo mientras notaba como el padre del niño abonaba la cuenta, la madre ayudaba a que se colocase un abrigo y abandonaban la mesa. Quise salir tras ellos pero quedé inmóvil. Solo miré por la ventana.

                             La pareja caminaba lentamente, hacia un automóvil estacionado sobre la vereda a mi izquierda; el niño autista venía detrás, con sus dos manos ocupadas. El pequeño amigo fue a su encuentro; pude notar que se hallaba descalzo. Al llamado de su madre, se alejó de su desconocido compañero; llevaba ambas manos vacías y libres. Ya dentro del auto, en el asiento trasero, colocó su mano sobre el vidrio y movió sus dedos, gesticulando animosamente. El chiquilín en la vereda, amplió una sonrisa y sacudió su cabeza. Tenía ambas manos ocupadas.

                             La intriga me invadió, ya que aparentemente nadie más se percató de lo sucedido entre ambos niños. Pagué de manera apurada; tomé mis pertenencias y salí del lugar. Media cuadra delante, el pequeño cruzaba la calle hacia la plaza. Lo seguí disimuladamente. Se hallaba sentado en uno de los bancos, entre un animoso revolotear de palomas. Me acerqué como si nada, y tomé asiento en el extremo opuesto del mismo banco. El pequeñín, con una radiante sonrisa y los ojitos brillantes de alegría, jugaba con la pequeña grúa sobre sus piernas, en tanto con su manito derecha, compartía una porción de tarta de frutillas con las palomas.

                             Cuando se marchó, saltando y cantando, con su flamante juguete y sus múltiples y plumíferos amigos a su alrededor, quedé solo. Todo se diluyó como una moraleja de fábula inexistente, como moraleja basta reconocer la realidad; y mi realidad quizá no se encontraba tan sola como creía. Tres seres compartían una similar y dilatada soledad; en diferentes mundos, bajo un mismo cielo.

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