jueves, 8 de febrero de 2024

Rolando Revagliatti, Entrevista-Argentina/Enero 2024


 


César Bisso: sus respuestas y poemas

 

Entrevista realizada por Rolando Revagliatti

 

 

César Bisso nació el 8 de junio de 1952 en Santa Fe, capital de la provincia homónima, República Argentina, y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeña desde 1993 como Profesor de Sociología Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la citada universidad. Además de recibir la Faja de Honor de la Asociación Santafesina de Escritores, obtuvo, entre otros, en el género poesía, el Premio Regional “José Cibils” y el Premio Provincial “José Pedroni”. Participó en festivales y cónclaves en su país y en el extranjero (Nicaragua, Perú, Chile, Cuba, Uruguay, Venezuela, España). Fue incluido en el volumen colectivo “Poemas del taller” (1975), así como en antologías nacionales e internacionales: “Antología de la poesía argentina” (Tomo III, con selección de Raúl Gustavo Aguirre), “Poetas argentinos de hoy” (con selección de Julio Bepré y Adalberto Polti), “Poetas argentinos contemporáneos” (con selección de Nina Thürler), “Entre la utopía y el compromiso” (con selección de Antonio Aliberti y Amadeo Gravino), “Canto a un prisionero. Homenaje a los presos políticos en Turquía” (con selección de Elías Letelier, Montreal, Canadá), “Poesía Latinoamericana. Argentina-Venezuela” (con selección de Guillermo Ibáñez y Reynaldo Uribe), etc. En carácter de antólogo es el responsable, junto a Graciela Zanini, de “9 de 9”. Como sociólogo participó del volumen colectivo “Discutir el presente, imaginar el futuro. La problemática del mundo actual.” En el género ensayo se editó en 2014 “Cabeza de Medusa”. Publicó los poemarios “La agonía del silencio” (1976), “El límite de los días” (1986), “El otro río” (1990), “A pesar de nosotros” (1991), “Contramuros” (1996), “Isla adentro” (1999), “De lluvias y regresos” (2004), “Permanencia” (2009) y “Un niño en la orilla” (2016). En 2005 fue publicada la antología de su obra poética “Las trazas del agua” (Universidad Nacional del Litoral) y la selección de poemas editados e inéditos “Coronda” (Editorial Arquitrave, Bogotá, Colombia).

 

 

 

          1 — Nacido en la ciudad de Santa Fe, pero…

 

          CB — …a las pocas horas ya estaba disfrutando de los aires de Coronda, ciudad de residencia de mis padres y hermanas. Por tal motivo me defino como un corondino auténtico: allí transcurre mi infancia, hasta diciembre de 1962. Y hasta el día de hoy regreso asiduamente a mi terruño, donde perduran los amigos y las emociones.

 

 

          2 — ¿Cuándo comenzó tu relación con la escritura?

 

          CB Según contaba mi madre, en la escuela primaria siempre elegían mis redacciones para la celebración de los acontecimientos patrios, pero no tengo mucho registro de ello. Sí recuerdo que me gustaba leer y sabía visitar la biblioteca de la escuela para buscar libros y revistas de aventuras. A mis diez años de edad, mis padres eligieron otra ciudad para vivir y desde mi entrañable Coronda partimos hacia Santo Tomé, una población a orillas del río Salado, pegada a la capital santafesina. Y allí comencé a desarrollar mi adolescencia, acompañado de mis hermanas mayores que trabajan en Plaza y Janés, una sucursal santafesina de la antigua editorial española. Solían traer libros a casa y yo trataba de leerlos como pudiera, sobre todo novelas épicas y románticas, que eran las favoritas de la familia.

          Así llegué a la escuela secundaria en el prestigioso Colegio Industrial de Santa Fe, en 1964. Ese año fue muy raro, porque el colegio dependía de la Universidad Nacional del Litoral y los docentes se dedicaron la mayor parte del calendario escolar a realizar paros al gobierno del doctor Arturo Umberto Illia. Nunca terminamos de acomodarnos como alumnos y pasamos de curso a duras penas. Recién al año siguiente arrancamos con más energía y durante ese ciclo sucedió algo inesperado: nuestra profesora de Literatura, Delia Travadello, de reconocida trayectoria como investigadora literaria, me propuso que vaya a reportear junto a Felipe Oliva, un compañero de curso, a un célebre escritor porteño que había llegado a Santa Fe a dar una conferencia. Obviamente que esta señora preparó el cuestionario a los precoces periodistas y partimos rumbo a “Los Dos Chinos”, tradicional confitería del centro. Quien nos esperaba allí era nada menos que Jorge Luis Borges, acompañado de un presbítero que lo había invitado y hacía de anfitrión, por entonces Jorge Bergoglio a secas. Poco recuerdo de aquella entrevista, pero sí tengo presente la respuesta de Borges a una de nuestras preguntas: “Señor, ¿qué hay que tener en cuenta al momento de escribir?” Y Borges respondió algo así: “Tratar siempre con sobriedad el lenguaje. Por ejemplo, decir que el sol es luminoso, pero nunca indecible”. Esa frase me quedó registrada para siempre. Y muy pocas veces la conté a esta anécdota. Hoy, con el tiempo, quizás tenga algo más de color (para el gran público), lo que sería el encuentro entre un estudiante adolescente, el escritor mayor del país y el futuro Papa de la iglesia católica. Para mí, lo esencial sigue siendo internalizar que la sobriedad siempre debe estar presente al momento de escribir.

 

 

          3 — ¿Y después?

 

          CB — Llegó uno de los momentos más tristes de mi vida. En 1966, mi hermana Graciela falleció de leucemia a los veintiún años de edad. Su muerte me despertó una terrible angustia y la única manera de consolarme era escribiendo. Y así, desde el dolor, nacieron los primeros esbozos de poemas, tal vez porque ella fue quien más me alentó a acercarme a la lectura y a la escritura. Se había recibido recién de maestra y si bien nunca llegó a ejercer, siempre estuvo alentándome. Aún la extraño. Un ser pleno de amor, al igual que mi otra hermana mayor, Ana María, quien se dedicó a cuidarme y mimarme como una segunda madre.

          Pero la vida continúa y en ese año trágico suspendí mis estudios para retomarlos al siguiente. Y en 1969, ya en cuarto del colegio industrial, me encontré con una profesora de Literatura Americana, quien nos hizo conocer tres poetas esenciales: Walt Whitman, César Vallejo y Pablo Neruda. Con ellos y con Borges me lancé al río tumultuoso de la poesía y nunca más dejé de nadar, aun sabiendo que cada brazada te lleva más a la deriva de lo desconocido. Incluso aquella profesora me incentivó para que fuera a un taller literario. Tanto me gustó aquel descubrimiento de poetas y palabras que mis estudios comenzaron a flaquear y a fin de año, con notas bajas y desesperanzado, les comenté a mis padres que quería estudiar otra cosa, afín al mundo de las letras. Mi madre fue tajante: sos ingeniero o te meto en el colegio militar. Mi padre se quedó callado, como adivinando el futuro de su hijo. Y en marzo de 1970 estaba parado frente al Colegio de Oficiales de Campo de Mayo. Por suerte, gracias a mi desagrado, fueron sólo dos meses, porque rendí mal los exámenes de ingreso y debí retornar a Santo Tomé.

          Entonces me acerqué al taller literario de la Asociación Santafesina de Escritores, que coordinaban Edgardo Pesante y Miguel Ángel Zanelli, dos talentosos docentes. Y a mitad de año reinicié los estudios en el Colegio Nacional para recibirme de bachiller. A fines de 1970 aparece publicado mi primer poema en el suplemento literario del diario “El Litoral”. Fue entonces que mi madre aceptó mi incierto destino de escritor y se olvidó del ingeniero y del militar. En 1973 seguí concurriendo al taller, a la par que realizaba el curso de guardavidas, porque ese verano había conseguido el puesto de bañero en el balneario del pueblo. Pero en abril me fui a la colimba (me tocó Marina, con destino en el Aeropuerto de Ezeiza, en la base de Aviación Naval). Y como ese año obtuve el Premio Regional “José Cibils” para poetas jóvenes, el Comandante de la Base se interesó en mis condiciones de escritura y me consiguió una especie de corresponsalía en Ezeiza de la “Gaceta Marinera”, el diario de la Armada Argentina. Publiqué notas de viaje y poemas, porque nuestra función era recorrer por el aire los destinos australes del país. Fue una experiencia muy linda conocer aquella Ushuaia de far west, aquel Río Grande ventoso e inhóspito y tantos otros bellos lugares donde aterrizaba el DC 4. Fue una colimba mágica, porque me trataron muy bien y podía viajar a mis pagos todas las veces que me lo proponía. Tanto que, en 1974, mientras seguía bajo bandera, me inscribí en el Instituto del Profesorado con sede en Coronda, para comenzar mi carrera de Letras. Pero antes sucedió otro hecho notable: haciendo dedo en la Avenida General Paz para llegar a Ezeiza, me alcanzó en su auto un señor con el cuál comenzamos una charla insólita, porque cuando me preguntó a qué me iba a dedicar cuando saliera de la conscripción, le dije “a escribir”. Se sonrió y me respondió: “Muy buena idea, mi cuñado es escritor y sería bueno que lo conocieras”. Y me dio una tarjeta que decía: Raúl Gustavo Aguirre, director de la Biblioteca de la Caja Nacional de Ahorro y Seguros. A la semana siguiente estaba frente a quien se convertiría en un verdadero faro literario. A partir de entonces frecuenté la Biblioteca. Aguirre, siempre atento y gentil, dispuesto a aconsejarme alguna lectura o presentarme a otros poetas, como al genial Edgar Bayley, quien también trabajaba en dicha biblioteca, y con el que sólo pude cruzarme aquella única vez. Todo lo que decía Aguirre era almacenado en mi memoria: nombres de poetas y poemas de cualquier registro; reflexiones y conjeturas acerca de la poesía y la vida.

          Pero la colimba terminó y a principios de junio ya estaba de vuelta, dispuesto a proseguir los estudios, trabajar y continuar mi noviazgo con Analía, la mujer que hasta el día de hoy sigue a mi lado. Lo primero que hice fue acudir a los consejos de Francisco Mian, un distinguido profesor de literatura y crítico literario santafesino. Quería profundizar mis conocimientos acerca de la poesía y él era la persona indicada para orientarme. Por eso decidí estudiar Letras y aquel regreso a mi ciudad natal me trasladó a la infancia y al reencuentro con los primeros amigos de la vida, como así también al reconocimiento del paisaje y del hábitat de un pueblo con el que siempre me sentí identificado y gozoso de pertenecer.

 

 

          4 — 1974. Así que Aguirre, de pleno, y Bayley, de refilón.

 

          CB — Así es, sobre todo Aguirre, porque Bayley sólo fueron los segundos que duró un saludo. Con el tiempo registré la dimensión de aquel fugaz encuentro. Pero en 1974 también se produjo otro hecho trascendente en mi vida. En el mes de septiembre, un poeta que integraba el grupo Tupambaé me invitó a viajar a la ciudad de Paraná a visitar al maestro Juan L. Ortiz. Confieso que aquella invitación me sorprendió, porque poco conocía del poeta entrerriano, pero Horacio Rossi —el poeta en cuestión— ya había viajado varias veces. Así que cruzamos con la balsa del otro lado del río Paraná y nos fuimos a la casa de Juanele, donde la calle Buenos Aires culmina en la alta barranca frente al río. Allí vi por primera y única vez a ese hombre alto, flaco, silencioso, rodeado de incienso y de gatos: sentado en el patio, sobre un sillón, con su pipa de bambú, su pelo blanco y revuelto, su ropa y alpargatas andrajosas. Desde ese lugar gozaba la vida Juanele. La contemplación sobre el río padre, el pequeño islote y más allá la gran isla Curupí. Ya tenía 78 años y se lo veía complacido, relajado, inmerso en el ritmo de los poemas. Poco supe decir esa tarde, porque había varios visitantes de distintos rincones del país. Y Horacio, un ser locuaz y muy agradable —que ya nos abandonó, lamentablemente [1953-2008]— era quien más preguntaba y repetía versos de memoria. Nuestro poeta mayor sólo miraba, a veces sonreía y de pronto disparaba desde su voz pequeña algún breve comentario. También le dejé, con mucha vergüenza, un cuadernillo con algunos de mis primeros poemas. Nunca sé si alcanzó a leerlos, espero que los haya omitido, aunque me hubiese gustado una mínima opinión.

          En verdad, la poesía me había atrapado. Fue así que al poco tiempo (1975) organicé el primer encuentro de escritores amigos de Coronda (entre otros convocados: Leopoldo Chizzini Melo, José Francisco Cagnín, Amalia Aldao, Alfonso Acosta y Sara Zapara Valeije), que aún desperdigados por el interior del país acudieron a la cita. No olvidemos que mi pueblo cobijó a Alfonsina Storni, quien se recibió de maestra en la prestigiosa Escuela Normal, que tenía como maestro de música a Zenón Ramírez, el padre de Ariel, el autor de la “Misa Criolla”. Tras aquel encuentro de escritores apareció un volumen colectivo con poemas y cuentos de ocho integrantes del taller literario de la ASDE. Aquella publicación resultó la motivación más notoria para sentirme cerca de mi sueño de poeta. Fue la prueba cabal de que algo raro había hecho con un montón de palabras y que la sociedad literaria lo aceptaba. “Para Bisso llegó el momento de soltar amarras”, sentenció el escritor Carlos Roberto Román, en una crítica del libro que realizó para el “Nuevo Diario” de Santa Fe.

          Pero en 1976 llegó la dictadura militar y se acabó la carrera del profesorado, por razones obvias. Como ya estaba en imprenta mi primer poemario de autor, “La agonía del silencio”, faltaba saber qué pasaría con él, porque incluía poemas celebratorios dedicados a Pablo Neruda, a Salvador Allende y a Raúl González Tuñón. El reconocimiento más importante que tuve en ese momento fue el comentario que hizo en el diario “El Litoral”, el escritor Lermo Rafael Balbi, cuando el libro fue presentado en público. Saber que una de las mayores voces de la literatura nacional me alentaba a seguir adelante significaba un gran aliciente para mí: “Bisso es un poeta que recoge mucho del estímulo de la naturaleza para desembocar en maduras reflexiones filosóficas que no son, sin embargo, austeras disquisiciones filosóficas... Ella (la naturaleza) le hace decir cosas que tiene conexión inmediata con su medida humana, su estadio terrenal, su interrogante íntimo”. Aunque también recibí la otra noticia: me llamó el secretario de Información Pública de la Provincia, quien me conocía bien, porque además era gerente de noticias de Radio LT 9, donde yo colaboraba como libretista. Me recomendó, con sutileza, que no hiciera mucho ruido con ese libro. Comprendí la situación y acaté el consejo. Entonces nacieron los años de soledad, donde decidimos con Analía contraer matrimonio y refugiarnos en el trabajo de cada uno (ella en una empresa constructora y yo en una editorial y librería santafesina, además de escribir libretos radiales). Aquella oscuridad se contrapuso con la iluminación de la lectura, porque en ese lugar de trabajo pude leer todo lo que llegaba a mis manos y también conformar en mi casa una amplia biblioteca, accediendo a libros de poetas y narradores de todos los rincones del mundo.

 

 

          5 — ¿Mantenías, Cesar, correspondencia con escritores?

 

          CB — Entre 1975 y 1977 establecí un animado diálogo epistolar con José Francisco Cagnín, radicado en Villa Ballester y director del Museo Ceferino Carnacini, quien fuera un pintor nacido en el barrio porteño de La Boca y fallecido en 1964 en la mencionada ciudad del Conurbano. Cagnín, más allá de haber vivido en Coronda y transformarse en el escritor del pueblo a través de su libro “Caramelos de naranja”, con narraciones, leyendas, anécdotas y poemas sobre célebres personajes lugareños, fue muy buen amigo de Raúl González Tuñón. En sus cartas me contaba aspectos de esa relación amical, como así también expresaba los consejos que un escritor de experiencia podía ofrecer a un novel poeta. Precisamente al museo Carnacini llegamos en la primavera de 1978 con Lermo Rafael Balbi, Susana Valenti y Julio Luis Gómez, para dar a conocer nuestra poesía. El salón estaba repleto, porque Cagnín, que era un notable relacionista público, había invitado a media ciudad. Nosotros, acostumbrados a leer para veinte o treinta personas, no lo podíamos creer…

          Otra animada relación epistolar mantuve con el maravilloso Mario Vecchioli, poeta de la gesta gringa, quien radicado en Rafaela se transformó en un maestro a distancia hasta que una enfermedad lo fue alejando hasta su muerte, acaecida en 1978. También con Federico Peltzer, el autor de la novela “La razón del topo”, quien me escribía desde su entrañable Adrogué. Y con una joven de Quilmes, en su primera etapa literaria, la que muchos años después alcanzó reconocimiento como periodista y escritora. Me refiero a Sandra Russo, una mujer admirable.

 

 

          6 — Te desempeñaste como periodista deportivo.

 

          CB — Desde 1977 a 1981: un oficio que pude disfrutar y al que siempre quiero volver. Fui el redactor oficial de la revista “Unión de Santa Fe”, una gran institución social y deportiva que tenía su equipo compitiendo en la primera división del fútbol argentino, y que en esos años realizó excelentes campañas profesionales, obteniendo el subcampeonato nacional de 1979. Fue una impresionante aventura recorrer el país y conocer a los jugadores más famosos, como Diego Armando Maradona (a quien le hice un largo reportaje para un diario santafesino), y casi todos los estadios. En esa época prácticamente me olvidé de la poesía, ya que vivía atento a los acontecimientos deportivos. También seguí con mis tareas de libretista en LT 9, radio Brigadier López y en LT 10, radio Universidad. Me gustaban ambos oficios, pero representaban poco dinero, entonces fundé un periódico en Santo Tomé, que se llamó “La Voz” y salió a la calle en abril de 1980. Aventura a la que me lancé junto a otros amigos que ejercían el periodismo a pura voluntad. Y como libretista de ambas radios fui alimentando el arte de escribir, porque había que preparar glosas todos los días para diferentes programas y los temas había que buscarlos en la realidad cotidiana, en la historia, en la vida de personajes célebres, en anécdotas de cualquier naturaleza, en el paisaje, en los acontecimientos sociales, culturales, políticos, deportivos. Y también había que llenar el periódico de noticias. Todo un desafío. Pero lo más emocionante ocurría en los meses de febrero de esos años, cuando se desarrollaba el famoso maratón acuático Santa Fe-Coronda, que representa casi sesenta kilómetros de recorrido, donde los mejores nadadores y nadadoras del mundo se arrojan a las aguas y tras ocho horas o más de brazadas sin pausa llegan a la meta. Una competencia extraordinaria, que hasta el día de hoy se sigue realizando. Yo me subía al yate de una de las radios y con mi máquina de escribir construía semblanzas al paso de la carrera por cada paraje que asomaba a orillas del río. Y el relator las leía con ese espíritu pasional que tienen los periodistas deportivos, porque ese maratón se transmite como un partido de fútbol que dura más de diez horas; realmente increíble cómo disfruta la gente ese día domingo. Pocos argentinos saben que es la gesta de aguas abiertas más bella del mundo. En ella no hay mares fríos, olas picantes, vientos adversos, sólo el río manso y el vértigo del verde que invade las orillas, sólo la solemnidad de islas imperturbables, sólo la brisa estival de cada febrero. Y cientos de canoas raudas que acompañan a los briosos competidores, adornadas de estandartes de diversos colores: rojo y negro; blanco y rojo (los colores que representan a los dos clubes santafesinos); celeste y blanco nacional; azul, blanco y rojo de la provincia invencible… Y el nadador que va en busca de la gloria, rodeado del bullicio de las cumbias y chamamés que suenan desde las embarcaciones, al compás de cada brazada. Y yo, acompañándolo desde la escritura, imaginando ese esfuerzo inconmensurable, como quien busca un tesoro en el río dorado.

 

 

          7 — Periodismo, pero supongo que manteniendo vínculos con escritores.

 

          CB — Continué mi diálogo epistolar con Raúl Gustavo Aguirre, quien a fines de los setenta ya había culminado los tres tomos de la “Antología de la poesía argentina”, de Ediciones Fausto. Incluyó dos poemas míos, no lo podía creer. Y tiempo más tarde acepté una invitación del Instituto Hispanoamericano de Cultura para leer en Buenos Aires, junto a otros poetas santafesinos. Aguirre ofició de presentador, ya que estaba entusiasmado en dar a conocer la poesía del país profundo. Aquella noche, con su habitual modestia, negó diferencias entre la literatura capitalina y la del interior, enfatizando que “la auténtica poesía, por caminos misteriosos, de alguna manera ayuda a que el mundo sea más habitable, la vida más valiosa y el hombre más humano”. Gesto noble de un hombre que supo orientar literariamente a muchos jóvenes de mi generación. Aquella delegación de escritores, si mal no recuerdo, fue a fines del ‘81; la integré junto a Juan Manuel Inchauspe, César Actis Brú, Arturo Lomello y Julio Luis Gómez. Y seguí escribiendo, aunque sólo publiqué algunos poemas en suplementos literarios y revistas. En ese viaje a Buenos Aires me relacioné con José Carlos Gallardo, un poeta español radicado en Buenos Aires. Lo evoco con su barba roja y su capa negra, seduciendo con su verborragia andaluza. Aquel granadino estaba a cargo del Aula “Antonio Machado” de la Embajada de España, y desde allá impulsaba encuentros, lecturas, diálogos y cursos con poetas porteños y del interior. Un trabajo encomiable. Y otro amigo que cultivé en ese viaje fue Rubén Vela, reconocido escritor santafesino que fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y quien también impulsó aquel convite. Establecimos un vínculo que dura hasta hoy. Él se transformó en mi segundo padrino, o, mejor dicho, en un faro del mundo de las letras. Siempre ha estado aconsejándome e invitándome a las reuniones de escritores que organizaba en su departamento, sobre todo en la época que vine a vivir a Buenos Aires y él se jubilaba en Cancillería como embajador.

          Mi vida de periodista se amplió aún más, porque el 1º de abril de 1982 salió a las calles santafesinas el diario “El Federal”, y allí fui como jefe de Interiores, a cargo de noticias provenientes de toda la provincia. Pero al otro día, el 2 de abril, estalló la guerra de Malvinas y pasamos a tener una actividad inesperada. Ese momento se vivió con un frenesí especial, trabajábamos prácticamente todo el día, nadie pensaba en horas extras, sólo cubrir los avatares de la guerra con la poca información que llegaba. Así que empezamos a buscar familiares de soldados de la región para hacer notas emotivas, viajes a Reconquista y Paraná, donde se encontraban las bases aéreas de los emblemáticos aviones Pucará, para entrevistar pilotos que salían hacia el lejano sur. A mitad de la guerra, una compañera y yo nos ofrecimos como corresponsales, porque queríamos estar lo más cerca posible de las islas, incluso llegar hasta allá. Pero no pudimos acceder a esa posibilidad, a pesar de nuestro entusiasmo y nuestro exceso de utopía, que tenía que ver más con la inconciencia que con el coraje. La dirección del diario nos convenció de que era una verdadera locura. Y nos quedamos vacíos y angustiados, aún más cuando comenzaron a llegar al aeropuerto local los aviones que traían los primeros ataúdes con los cuerpos de nuestros soldados ultimados. Todo se transformó en zozobra, bronca, impotencia. En fin, el triste legado de una guerra absurda.

          Fue en septiembre de aquel año cuando conocí en Santa Fe, en la casa de un amigo, a un hombre muy especial, pocos meses antes de su muerte. Aún conservo vívida aquella tarde, tomando mate con nosotros, analizando el fin de la guerra y el futuro incierto del país. Sus palabras sonaban justas y cada pensamiento era un aliciente para mí. Ese hombre sabio, ya anciano, había llegado por la mañana, solo y en micro, desde la ciudad de Córdoba y al otro día regresaba de la misma manera, sin rendir cuentas a nadie. Ese hombre me permitió creer en la democracia que aún desconocía y en un país posible, lejos de todo tipo de autoritarismo. Se llamaba Arturo Umberto Illia, el mismo que vapuleaban con huelgas interminables en los años que fue presidente de los argentinos, y entonces yo ingresaba al colegio secundario y como cualquier adolescente que no entendía mucho lo que sucedía, sólo disfrutaba del hecho de no ir a clase. Lo increíble es que Illia muere el mismo día que fallece Raúl Gustavo Aguirre: 18 de enero de 1983. Dos golpes duros: uno, por tardío respeto; el otro, por lejana y hermosa amistad.

 

 

          8 — Es a fines de ese año…

 

          CB — …que retornó la bendita democracia. Entonces partimos a principios del siguiente hacia Buenos Aires, junto a mi señora, dejando el periódico “La Voz” en manos de mi hermana menor, María Luisa. En la gran ciudad capital comencé a trabajar en el diario “Tiempo Argentino”, en Radio Splendid y en prensa de la Cámara de Diputados, donde me había convocado el periodista Ernesto Omar Patrono. Había que rearmar el país, eso pensábamos todos, de cualquier sector partidario, organización social e ideología. Había que tirar del mismo carro, dejar de lado los errores, los arrebatos de la intolerancia. Y poco a poco la vida recobró sentido y volví a frecuentar la poesía. Los viejos y nuevos poemas se fueron integrando en un texto bastante coherente con la realidad, y en 1986 publiqué mi segundo poemario, “El límite de los días”. Rememoro las palabras de Edgardo Pesante en el prólogo: “Diez años han pasado desde aquel primer libro, tiempo en el cual César ha seguido nutriéndose de experiencias, de buenas lecturas, en que quizás pasó meses sin escribir una línea. Sin embargo, veíamos un poema suyo en una página literaria, sabíamos de su participación en una sesión de lectura” … Una perfecta síntesis de mi derrotero literario desde 1976 a 1986. “Volver a empezar”, como dice la canción.

          Una vez adaptado al ritmo de Buenos Aires comencé a frecuentar el ámbito cultural. Habíamos alquilado un departamento en el barrio de San Telmo. Me relacioné con el grupo XUL, integrado por Jorge Santiago Perednik, Emeterio Cerro, Fernando (Bubi) Kofman, Jorge Lépore y Esteban Moore. Nos juntábamos en la pizzería “Guerrín”, y entre grandes de mozzarella y cervezas leíamos poemas y charlábamos sobre literatura. Era gente muy amena, divertida, cáustica. Cada uno con su estilo. Mi referente era Jorge Lépore, a quien conocía desde años atrás a través de Carlos, su hermano menor, quien trabajaba conmigo en aquella editorial santafesina. Después sucedió algo terrible, porque su hermano murió siendo muy joven. A partir de aquella circunstancia nos hicimos muy amigos con Jorge, sobre todo cuando él también se radicó con su esposa e hijo en el barrio de San Telmo. El grupo tenía un sello editor, Calle Abajo, y en 1990 socializaron mi tercer poemario, “El otro río”. Rescato una frase del prólogo que escribió Perednik: “César Bisso escribe acerca del mismo río que Mastronardi y Ortiz y una vez más de su pluma sale otro río, lo que aparte de necesario por ser un diferente escritor, esta vez es una elección poética: la propuesta es hacer vertiginosamente del río, como lo indica el título, un río distinto. El río cambia, es siempre otro. El del indio no es el del conquistador, ni el del frutillero es el del vecino del pueblo; ni el exterior es el río interior” … Este párrafo me abrió la idea de tener siempre al río como un parámetro de lo que hay, de lo que somos, de lo que perdura más allá de los avatares, las convulsiones, las diferencias. Y también de la memoria, pero una memoria viva, en tiempo presente, como las propias aguas del Río Coronda. Con aquel poemario tan demorado recorrí el país, pero sin ninguna duda el lugar donde fui mejor recibido ha sido en la ciudad de Mendoza. En esa oportunidad las palabras de presentación estuvieron a cargo de la escritora local Elda Boldrini y luego actuó el prestigioso Coro Polifónico de la Universidad. Una gran movida cultural, organizada por mi amigo José Fara.

          Del ámbito literario que frecuentaba surgieron otros compañeros de ruta, como Alberto Vanasco, Marta Cwielong, Rafael A. Vásquez, Enrique Puccia, Alicia Grinbank, Norberto Covarrubias... Pero no me aparté jamás de mi pago chico. Seguí viajando constantemente a Santa Fe, porque mantenía una relación periodística con el diario “El Litoral” (colaboraba con notas de opinión), con el periódico “La Voz” (en manos de mi hermana) y con la comunidad de Coronda. Incluso no hice el cambio de domicilio, porque me gustaba votar allá, a los candidatos comprovincianos. Recién en el nuevo siglo cambié el domicilio por razones profesionales y laborales. Y también me hacía tiempo para contactarme con los escritores lugareños (Roberto Aguirre Molina, Carlos O. Antognazzi, Osvaldo Raúl Valli, Enrique Butti, Nora Didier, Estrella Quinteros, Marta Rodil, Roberto D. Malatesta, y los ya nombrados Morán y Gómez) y visitar en Rincón [ciudad de San José del Rincón] a la adorable y luminosa poeta Beatriz Vallejos. No obstante, ello, el meridiano cultural estaba en el centro porteño, donde pululaban los cafés literarios. Volví a creer que era capaz de escribir poesía. Más aún cuando conozco al cantante Alberto Cortez, con quien iniciamos una cálida amistad. Alberto me invita a que lo acompañe al Festival de Varadero, Cuba, en 1987. Allí conocí a grandes talentos de la música y poesía de esa fascinante isla caribeña: los precursores de la vieja trova, como Pablo Milanés, Silvio Rodríguez y Vicente Feliú; más los pertenecientes a la nueva trova, como Santiago Feliú, Donato y Roberto Poveda, Frank Delgado, Amaury Pérez y Carlos Varela, sin olvidar al trompetista Arturo Sandoval. También quiero mencionar a Marilyn Bobes, Reina María Rodríguez, José Pérez Olivares, Víctor Rodríguez Núñez y Rogerio Moya, entre los poetas y narradores. Incluso, con los primeros de ellos participé de una mesa de lectura en la Casa de la Trova, en La Habana Vieja. Al año siguiente regresé a la isla, invitado por el Instituto de Turismo, y pude recorrer muchos rincones y ciudades, escribir notas para el diario “Tiempo Argentino” y cubrir el Festival Internacional de la Guitarra, donde conocí al músico, compositor y director Leo Brouwer. A partir de allí y durante dos años, fui corresponsal en Buenos Aires de un programa cultural sabatino que emitía Radio Rebelde, conducido por Albertico Fernández, un periodista de Prensa Latina. Es imposible imaginar con la tecnología de ahora las peripecias que hacíamos para salir al aire en esa época, todo muy desprolijo, pero servía para contarles a los cubanos lo que acontecía acá, en nuestro ámbito cultural. Y también me dediqué con otro compañero, Carlos García Puente, a tramitar la posibilidad de que nuevos cantantes cubanos se dieran a conocer en la Argentina. Fue así que trajimos a Santiago Feliú, para actuar en el primer Chateau Rock que se organizó en la ciudad de Córdoba y en otros lugares del país (Santa Fe, Rosario y Buenos Aires). Incluso, con Santiago realizamos un dueto de canciones suyas y poemas míos, en la ciudad cordobesa de San Francisco. Una improvisación a pedido del escritor local Fernando López, que por suerte nos salió bien… Aquella tarea de pseudo productor musical se agigantó, porque junto al músico Fernando Porta nos encargamos de organizar festivales en todo el país para el Ministerio de Salud y Desarrollo Social de la Nación, promocionando la donación de órganos para el INCUCAI [Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante]. Destacados artistas como León Gieco, Mercedes Sosa, Juan Carlos Baglietto, Alejandro Lerner, Teresa Parodi, César Isella, Nito Mestre, Raúl Porchetto, José Ángel Trelles, Patricia Sosa y Luis Alberto Spinetta, entre otros, participaron de aquellas convocatorias libres y gratuitas.

 

 

          9 — ¿Y “A pesar de nosotros”?...

 

          CB — Ese nuevo poemario que venía organizando lo publiqué en 1991 en el sello Correo Latino, con un prólogo de Luis Benítez: “Lo adecuado para Bisso es salir al encuentro de su poética y expresarla en sus libros con total economía de rincones y recovecos, con tendencia a la tierra abierta y llana, a la expresión directa porque también directo y fuerte es cuanto tiene para decirnos a nosotros, sus lectores”. Oportunas palabras las de Luis, porque aquel libro abarcaba la temática del amor, pero no era un libro romántico ni amoroso. Sólo quería trasmitir que “a pesar de nosotros” el amor sigue vigente…: “herido de muerte por la soberbia, / ultrajado por la vileza del engaño, / aturdido por la algarada del recelo, / rasgado por las púas de la impotencia. / Y no obstante íntegro, extravagante…” Lo presenté en La Gran Aldea, acompañado por Fernando Porta y su guitarra, las voces de Cantoral y de un montón de compañeros de ruta.

          Ese año también me brindó dos reconocimientos literarios: la Faja de Honor de la Asociación Santafesina de Escritores por un texto inédito y el Corindio, un galardón otorgado por la comunidad de Coronda, que significa un premio al mérito que distingue a aquellos ciudadanos que más hacen por el bien común, y donde el jurado está integrado por veinte personas que se conocen como participantes del mismo y que en un acto celebratorio dan a conocer su veredicto. La estatuilla del indio chaná, con su lanza alzada, aún brilla en uno de los anaqueles de mi biblioteca. Lo más trascendente de aquella noche de mayo en que recibí el premio, es que la poesía se había transformado en un bien común para mi pueblo. Mi madre estaba allí, feliz con el reconocimiento al hijo poeta. Pero mi padre ya no estaba, el cigarrillo le había ganado la última batalla en marzo de 1985.

          A comienzos de los noventa también me acerqué a Rosario, mi segunda casa literaria. Encontré allí a poetas, algunos ya conocidos de antes, como Guillermo Ibáñez y Jorge Isaías, y otros con los que comenzaba a alternar: Eduardo D’Anna, Concepción Bertone, Reynaldo Uribe, Hugo Diz, Malena Cirasa, Raúl García Barbra y Carlos Piccioni, por ejemplo. Mientras tanto, en Buenos Aires, continuaban surgiendo nuevas relaciones entre los frecuentes encuentros en cafés literarios y otros lugares de lectura: Rodolfo Godino, Leonardo Martínez, Paulina Vinderman, Leopoldo Castilla, Julio Salgado, Inés Manzano, Santiago Sylvester, Víctor Redondo, Ana Emilia Lahitte, José Luis Mangieri, Graciela Zanini, Francisco Madariaga, Joaquín Giannuzzi, Amelia Biagioni, Antonio Requeni, Hugo Padeletti, María del Carmen Colombo, Jorge Boccanera, Jorge Ricardo Aulicino, Daniel Grad, Graciela Aráoz, Rafael Felipe Oteriño, Horacio Castillo, Manuel Bendersky, Cristina Domenech; en fin, difícil nombrar a todos. Por aquella época estuve participando en el Encuentro de Escritores del Cono Sur, organizado por la Legislatura santafesina (1991), como así también en una mesa con poetas uruguayos (Álvaro Ojeda, Silvia Guerra y otros) en Montevideo (1992) y en un encuentro de poetas regionales realizado por el municipio de Puerto Varas, Chile, a orillas del lago Llanquihue (1993). Más tarde partí a Venezuela (1994), a participar en un encuentro de sociólogos en la Universidad Central de Caracas, donde tuve la oportunidad de dialogar con el destacado poeta y catedrático Rafael Cadenas, y de integrar una mesa de lectura con jóvenes poetas locales que organizó la misma Universidad entre las diversas actividades colaterales. En 1995, el gentil Mangieri me dio la oportunidad de publicar en su editorial Libros de Tierra Firme, incluyendo mi poemario “Contramuros” en la colección Todos Bailan. Lo presenté junto al querido Rubén Chihade y su poemario “Cuerpo de olvido”, en Liberarte. Aquella vez nos acompañaron los maestros Walter Ríos y Ricardo Domínguez, en bandoneón y guitarra respectivamente. Creo que con semejantes músicos nuestra poesía pasó desapercibida. Evidente era la alegría que tenía Mangieri por aquella conjunción de tango y poesía. Otra noche de fantasía. Y “Contramuros” tuvo su estímulo en las palabras que Rafael Felipe Oteriño expresaba en una carta: “Obra madura que, como pocas, explora esa zona de lo indecible que sólo parece ceder ante la poesía: lo íntimo, el otro lado, lo paradojal que tanto inquietaba a los órficos. Aunque en tu poesía hay una mirada contemporánea, con la hechura de nuestro tiempo y de nuestros paisajes, urbanos o naturales, que proporcionan el sabor de la auténtico”

 

 

          10 — ¿Y tu carrera de sociólogo?

 

          CB — Por entonces la había concluido y me había convertido en ayudante de cátedra del doctor Aldo Isuani, que dictaba la materia Sociología Política en la Carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires. A la experiencia de escritor, periodista, productor, publicista y asesor de prensa institucional, le agregaba ahora una profesión. Por eso me animé a hacer un posgrado en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), de Comunicación y Opinión Pública y otro en la UBA para obtener el título de profesor universitario. Y en 1996 ingresé a UNICEF y al Gobierno de la Ciudad, a cumplir tareas en el área de prensa de ambos organismos. Era una actividad que me encantaba, porque me permitía estar en contacto con todos los medios de comunicación. Hasta me llegué a fotografiar junto al famoso lingüista norteamericano Noam Chomsky, cuando visitó Buenos Aires y pasó a saludar al Jefe de Gobierno de la Ciudad. La prensa te brinda esas oportunidades “cholulistas” (lo destaco como una anécdota de color).

          Pero la vida literaria siempre tiraba del carro y me incorporé en esos años y por un tiempo breve a la Fundación Argentina para la Poesía, un cenáculo de compañeros que se reunía todos los miércoles en la casa del doctor Nicolás Dodero: Julio Bepré, Alfredo De Cicco, Manuel Serrano Pérez, Julio Carabelli, Leonardo Martínez, Adalberto Polti, Horacio Preler y Rubén Balseiro (seguramente había otros). Quizás uno de los logros más significativos de la Fundación ha sido la publicación de periódicas antologías de autores argentinos, que comenzó a plasmarse en la década del setenta, llega a la actualidad y abarca los nombres de la mayoría de nuestros poetas.

          Otro proyecto que surgió en esa época fue la organización, junto a la periodista Mona Moncalvillo, de una serie de reportajes públicos, auspiciados por la Fundación de Estudios Políticos y Sociales Sergio Karakachoff. Los encuentros eran mensuales y entre las diversas personalidades que invitamos nos dimos el gusto de contar con Héctor Tizón, el notable escritor jujeño, a quien tuve el placer de recibir en mi casa junto a su esposa y discurrir un largo rato sobre literatura y también sobre los avatares de la realidad argentina, un tema que a Tizón le preocupaba mucho y que hizo trascender con dignidad en aquel largo reportaje que le realizó Mona.

          Y queda en la memoria otra aventura. Junto a Omar Addad, cantautor corondino, compusimos una veintena de canciones de diversos géneros musicales. Mi parte era la letra. Realizamos el registro correspondiente de las mismas, pero mi amigo se fue a vivir a Puerto Rico, enamorado de una muchacha boricua. Al tiempo regresó a Santa Fe, con un nombre artístico, Juan Baena, y se dedicó a la cumbia. Compuso el famoso “Bombón asesino” y le sonrió el éxito. Todo aquel proyecto a dúo duerme en los archivos de SADAIC, pero estamos con ganas de reflotarlo.

          Mientras tanto seguía escribiendo poemas. Mi departamento porteño, y no la orilla del río, fue el recóndito lugar que elegí para elaborar un texto desde una cosmovisión situada entre el panteísmo y la metafísica (“escribo porque me alza la naturaleza”, dijo Francisco Madariaga alguna vez), que al tiempo me dio satisfacciones literarias. Fue así que en 1997 obtuve el Premio Provincial “José Pedroni”, el galardón más importante que otorga la provincia de Santa Fe en poesía. En esos días me estaba mudando de San Telmo al barrio de Palermo, y mientras acomodaba libros en cajas suena el teléfono. Del otro lado, Julio Luis Gómez me daba la buena nueva. Pero ya ni me acordaba que había presentado un poemario y aquella noticia prácticamente pasó inadvertida en el fragor de la mudanza. A la semana, ya instalado en el flamante domicilio, lo llamé a Julio para agradecer y averiguar un poco más del tema. Aquel texto inédito se tituló “Isla adentro” y la editorial provincial lo publicó en 1999. Me solicitaron un prólogo, que generosamente escribió Madariaga: “No se puede olvidar lo que es donación permanente, como el caso de este excelente libro, donde César Bisso demuestra estar muy lejos de los bajos plafones de los impostores redactores de poesía”. Una amenaza crucial para Coco [Madariaga] respecto al uso del arte de decir.

 

 

          11 — Década la del ‘90 en la que coordinabas, organizabas, viajabas…

 

          CB — Coordiné las actividades literarias de la Segunda Bienal de Arte Joven de Buenos Aires, un festival de cultura organizado por la Federación Universitaria de Buenos Aires y dedicado a los estudiantes universitarios del país. Era el año 1996. Impulsamos mesas de lectura, conferencias y tres premios literarios (poesía, cuento y ensayo). Al año siguiente me animé a organizar en el Centro Cultural General San Martín las “Jornadas de Poetas Santafesinos”, donde llegué a nuclear en tres noches diferentes a Hugo Padeletti, Amelia Biagioni, Rubén Vela, Diana Bellessi, Jorge Isaías, Sara Zapata Valeije, Concepción Bertone, Daniel García Helder, Patricia Severín y varios poetas más. Me gustaría repetir esa experiencia, porque fue un verdadero muestrario de la obra de poetas que se identificaban por una única referencia: ser santafesinos.

          Y si bien ya había participado por primera vez en 1996 en el Festival de Poesía de Rosario, donde el público rosarino acompañó cada noche con mucho fervor, sobre todo cuando Juan Gelman cerró el festival, fui nuevamente invitado en 1998 como ganador del Premio “José Pedroni”. Fue uno de los festivales más convocantes, con la presencia del peruano Antonio Cisneros, el colombiano Juan Manuel Roca, la uruguaya Circe Maia y el chileno Gonzalo Rojas. Fue muy conmovedor, porque más allá de la poesía, hubo interrelación entre los participantes. Noches de anécdotas increíbles y mucho alcohol, hasta después del alba. Y la presencia afectiva de jóvenes poetas: Lisandro González, Cintia Samperi, Sergio Gioacchini, Pablo Ascierto, Fabricio Simeoni, Andrea Ocampo, Sebastián Riestra, entre otros. Y, además, reencontrarme con la poeta corondina y amiga de la vida: María Paula Alzugaray. También surgieron nuevos compañeros de otras generaciones literarias, como Ana María Russo, Reynaldo Sietecase, Roberto Retamoso, Jorgelina Paladini, Enrique Diego Gallego, Héctor Berenguer, etc. En fin, “Isla adentro” fue el caballo de batalla de esos años. Significó una bisagra en mi obra poética, no por el premio, sino porque abarcaba una temática que reforzaba un estilo y, a la vez, me situaba con una miraba abierta a la naturaleza, donde el pasado se vuelve devenir y lo inmutable se vuelve travesía. “Recrear la naturaleza, comprenderla, dotarla de un sentido. El mundo está allí y no necesita de nosotros. Somos nosotros quienes, para perdurar, debemos resignificarlo. Exiliado en la naturaleza, el hombre tiene el lenguaje; éste parece ajeno al cielo, al agua, a la tierra. Y, sin embargo, sólo el hombre es capaz de nombrarlos, de recuperarlos para sí, recuperándose: ahí está su salvación” … Estas palabras pertenecen a Delia Pasini, quien presentó el libro junto a Marcelo di Marco en el Centro Cultural Ricardo Rojas, en la primavera de 1999.

          Pero ese año no sólo presenté un libro de poemas: me había embarcado junto a Susana Villalba y Fabián San Miguel a organizar el Primer Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires, auspiciado y respaldado económicamente por el Gobierno de la Ciudad. Presentamos aquella idea a los funcionarios de Cultura y al poco tiempo se transformó en un gran proyecto: desde el exterior trajimos poetas de reconocimiento internacional, como José Emilio Pacheco, de México, la portuguesa Ana Luisa Amaral, el español Juan Carlos Suñén, el francés Dominique Sampiero, el brasileño Ferreira Gullar, el peruano Arturo Corcuera, el ecuatoriano José Adoum y el paraguayo Elvio Romero, entre tantos. Incluso enviamos invitación oficial a los premios nobeles Dereck Walcott (Islas Vírgenes) y Seamus Heaney (Irlanda), quienes se excusaron por haber asumido compromisos previos en su agenda, al igual que Edoardo Sanguinetti (Italia), Ives Bonnefoy (Francia) y José Hierro (España). ¿Se imaginan la magnitud que hubiese adquirido aquel festival con todos ellos presentes, más los argentinos que fueron convocados, más todos los que hicimos fuerza desde afuera como público? Porque nuestra premisa fue invitar a reconocidos poetas foráneos, así como a argentinos residentes en nuestras provincias: Néstor Groppa, Juan Carlos Moisés, Miguel de la Cruz... Sólo nos permitimos una mesa de los notables, integrada por Leónidas Lamborghini, Madariaga, Giannuzzi, Rodolfo Alonso y Antonio Requeni. Queríamos que los poetas porteños y los residentes escucharan a aquellos visitantes lejanos, o los nuestros, los más silenciosos, que rara vez acudían a Buenos Aires. Lamentablemente no se pudo organizar otro festival con un fuerte apoyo oficial. Un festival que me dejó una amistosa relación con José Emilio Pacheco. En esos días me transformé en su lazarillo. Lo recuerdo el último día de su estadía llegando a mi casa, con un gran muñeco para mi pequeña hija Guillermina. Y después, sentado a la mesa del comedor, saboreando un bife de chorizo a la parrilla, algo que para él era el manjar más exquisito. Creo que todos los días pidió en el hotel el mismo plato, acompañado de un buen vino tinto. Al final de esa tarde lo acompañé hasta el aeropuerto de Ezeiza. Fue la última vez que lo vi. Conservo su cordialidad, su grandeza de poeta y los bellos libros que me obsequió. Y mi hija guarda aún aquel “bananas en pijamas” que le trajo de regalo. Me causó mucha pena su absurda muerte.

          El nuevo siglo nació con un acontecimiento inesperado. Resulta que en el año 2000 fui invitado a un festival de poesía en la ciudad de Santa Rosa, La Pampa. Acudimos poetas de distintos rincones del país (vos, Rolando, y yo, regresamos a Buenos Aires en el mismo avión), y allí surgió el grupo Bar a Bar, como consecuencia de transitar de un bar a otro cada noche pampeana en que duró el festival. Sólo eran dos lugares, pero para no aburrirnos, estábamos un rato en cada uno. Lo integramos cuatro poetas: Eduardo D’Anna, de Rosario; Rogelio Ramos Signes, de Tucumán (aunque de origen sanjuanino); Rodolfo Álvarez, de Junín, provincia de Buenos Aires; y yo. Aquella aventura nocturna se transformó luego en un entrecruzamiento de risueños dislates que empezamos a escribir en la revista “Maldoror”, que Álvarez dirigía. Durante más de dos años intercambiamos en sus páginas poemas y cartas, para luego plasmar la amistad en lecturas del grupo que realizamos en Rosario y Buenos Aires. Pero hasta allí llegamos, disfrutando de una experiencia encantadora.

          A mitad de ese año viajé a París por razones profesionales. Fue un viaje que incluyó las ciudades belgas de Brujas y Bruselas. En esta última ciudad me pude involucrar en un festival de jazz y poesía, donde descubrí muy buenos artistas de la talla de Pierre Viana, Pierre Van Dormael, Jean Louis Rasinfosse y Fabien Degryse. Todo aquello que proviene de lo imprevisto adquiere una rara sensación de identidad y pertenencia. En la legendaria Plaza Mayor la emoción me atravesó el alma y no importaba conocer el idioma o la historia, sólo alcanzaba con estar, compartir, ser uno más en esa maravillosa tribu de artistas paganos. Aquellas dos tardes/noches en Bruselas fueron increíblemente bellas, imposible de olvidar.

 

 

          12 — Concluyendo estamos un milenio en tu rememoración y comenzando el actual.

 

          CB — A fines del 2000 perdí a una amiga: Amelia Biagioni. Una hermosa mujer y extraordinaria poeta, oriunda de Gálvez, provincia de Santa Fe. Me llamaba por teléfono y el saludo comenzaba con un “hola, negro chupa naranja”. Así le saben decir los galvenses a los corondinos, en una batalla dialéctica entre “gringos” y “negros”. Siendo pueblos vecinos, ellos se identifican con la tierra arada en una región de inmensos sembradíos y cuantiosos ganados. Nosotros con el río y la pesca, en una vasta región arenosa donde abundan las frutillas y las naranjas.

          En 2002 concurrí con Rubén Vela, Liliana Heer y Willy Bouillón a la Feria del Libro de Santa Fe para dar una charla sobre “la escritura del exilio”, por la razón de que éramos cuatro escritores que habíamos abandonado la provincia, aunque no por razones políticas. Para los organizadores el concepto se relacionaba más con el hecho de conocer la vida de aquellos escritores que fueron a buscar otros horizontes y testimoniar si la distancia va enfriando a través del tiempo la relación con el lugar de origen. No era mi caso en especial, porque siempre estuve ligado de alguna manera al quehacer literario santafesino, pero mis acompañantes habían perdido la brújula. Para ellos fue un “dejavu” aquella experiencia.

          Quizás por esa razón participé en el 2004 en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, representando a mi provincia. Antes había sido convocado varias veces por la Fundación El Libro, pero como un poeta más asignado a mesas de lecturas o presentación de libros. Pero esa vez el gobierno provincial se acordó que había escritores santafesinos residentes en otras partes del país y les dio la oportunidad de agregarse a la delegación. A partir de allí mantuve una relación más estrecha con mis pagos. Sobre todo, cuando al año siguiente la Universidad Nacional del Litoral publica una antología con poemas reunidos de todos mis libros. “Las trazas del agua” llegó a las librerías de las ciudades principales gracias al empuje de la editorial universitaria. Para un poeta era algo insólito. Además, conté con el respaldo institucional, porque en cada presentación estuvo presente el Rector junto a sus colaboradores, ya sea en Santa Fe, como en Coronda, Rosario y Buenos Aires. Aquí nos animamos a presentar el libro en la sala mayor de la Biblioteca Nacional, junto a su director, Horacio González, y Rubén Vela. Los amigos acompañaron a pleno. Además, el poeta Hugo Diz me invitó en esos días a presentar la antología dentro de las actividades del Festival de Poesía de Rosario.

          Antes, en el 2004 también participé en el “Mayo de las Letras”, que organiza la Provincia de Tucumán, con la presencia de poetas nacionales y extranjeros. Primero leímos en San Miguel de Tucumán, la capital, luego nos dividimos en duetos por distintas ciudades del interior. Junto al poeta español Pedro Enríquez viajé a Monteros. No parecíamos poetas, porque nos nombraron oficialmente visitantes ilustres. Para nosotros era una situación inusual (en mi caso, sólo había sucedido en 1998 en Rosario, cuando la Intendencia me concedió el mismo halago), que recibimos con sumo placer y agradecimos con una fervorosa lectura de poemas. Al día siguiente terminamos, y los poetas nos volvimos a reunir en Aguilares, para el cierre de aquellas jornadas. Allí descubrí al poeta platense Gustavo Caso Rosendi, una grata revelación literaria.

          En 2005, la editorial Prometeo publicó un volumen de ensayos sociológicos donde me hizo partícipe, sobre la problemática del mundo actual y bajo el título de “Discutir el presente, imaginar el futuro”. Fue mi primera incursión en una edición no poética, ya que desde mi profesión de sociólogo sólo había publicado notas de opinión en diversos diarios y revistas. En 2006 aparecieron dos nuevos poemarios: “De lluvias y regresos”, un texto que “intenso y bello como todo lo genuino, por doloroso que fuere, hace un espacio a la esperanza; este sentimiento que nacido del deseo y la obstinación, responde a lo más intrépido y amoroso de la condición humana y respira y se expande cada vez con más decisión”, consideró Graciela Zanini. Y desde Bogotá, Colombia, me informaban desde la Editorial Arquitrave acerca de la publicación de “Coronda”, una especie de antología que reunía poemas ya editados e inéditos. Aquel bello producto sólo se distribuyó en las universidades colombianas, según el estilo de Harold Alvarado Tenorio, a quien agradeceré por siempre su buen gesto y su generosidad como editor. Por suerte recibí una decena de ejemplares para conservar como testimonio.

          En 2007 concurrí al Festival Internacional de Granada, Nicaragua. Una ciudad de ensueño, con poetas de todo el mundo y con el acompañamiento de la música folclórica nacional (por ejemplo, la del célebre Carlos Mejía Godoy entonando su “Nicaragua, Nicaragüita”) y de una comunidad afectuosa. Fue una semana plena de emociones, de sensaciones irrepetibles. Más allá de las lecturas y reuniones en distintas sedes y en todos los horarios (mañana, tarde y noche), en el último día se celebra el entierro simbólico de algún mal o de algo que afecte a la humanidad. Esa vez, estoy casi seguro, le tocó a la intolerancia. Entonces concurren delegaciones de todo el país, con sus reinas y comparsas, formándose un gran desfile carnavalesco que recorre las calles de Granada hasta el borde del lago de Nicaragua. Al principio del desfile va una carroza donde en cada esquina se sube un poeta y lee su poema por los altoparlantes para todo el público que acompaña desde las veredas. Al final del desfile viene la carroza fúnebre con su respectivo ataúd y la intolerancia dentro. Cuando se llega a orillas del lago, comienza la ceremonia de despedida, arrojando el féretro a las aguas junto a una lluvia de flores. La idea del festival, año tras año, es despojar del mundo terrenal todos los males que nos afectan. Y la poesía es la mejor herramienta para expulsarlos. Una hermosa idea que todos los poetas presentes compartimos: Ernesto Cardenal, Thiago de Mello, Carlos Germán Belli, Ida Vitale, Waldo Leyva, Norberto Salinas, Paolo Ruffilli, Luis Antonio de Villena, Gioconda Belli, Omar Lara, Amir Or, Marco Antonio Campos… Pero lo más bello lo experimenté en la pequeña localidad de Masaya, donde se gestó la revolución sandinista. Allí fuimos con el peruano Renato Sandoval y otros poetas a leer frente a más de quinientos alumnos primarios y secundarios de las escuelas de la zona. Ellos nos recibieron con sus bailes típicos y canciones al compás de la marimba, el instrumento de percusión más tradicional de la música nicaragüense.

          En 2008 cambié mi lugar de trabajo, dejando atrás tres años como coordinador de prensa del Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad, donde se llevó a cabo una ardua gestión de mucho esfuerzo, sudor y lágrimas: desde la restauración del Teatro Colón y el Centro Cultural General San Martín hasta aquel encuentro entre dos ciudades, Praga y Buenos Aires, a través de dos grandes escritores: Kafka y Borges. Vinieron escritores checos a dar conferencias sobre Franz Kafka y desde aquí invitamos a reconocidos escritores y periodistas locales a participar de animadas charlas sobre el gran escritor argentino y sus innumerables anécdotas. Pero mi nuevo trabajo me alejó de una vida cultural activa, porque me involucré con mi profesión de sociólogo y comencé a viajar por todo el país participando de operativos relacionados con la seguridad social. No obstante ello, me hice un tiempo para seleccionar —junto a la escritora Graciela Zanini— a nueve poetas jóvenes argentinos de diferentes regiones geográficas y registros poéticos (Andrés Cursaro, Claudia Masin, Silvio Mattoni, Paula Jiménez, Javier Foguet, Alicia Salinas, Rodrigo Galarza, María Julia Magistratti y Adrián Campillay) para una edición de Arquitrave en Bogotá, Colombia.

          Aunque, esporádicamente, continuaba regresando al ruedo: en 2009 participé en la Alianza Francesa de la presentación de una antología de ocho poetas argentinos pertenecientes a la provincia de Santa Fe, que publicó la editorial Abra Pampa en París. Y ese mismo año apareció un nuevo poemario, “Permanencia”, editado por el sello Juglaría, de la ciudad de Rosario, o, mejor dicho, por mi entrañable amigo Reynaldo Uribe [1951-2014], a quien extraño mucho. “Este libro encarna el azaroso decurso y hallazgo de lo maravilloso como culminación de la travesía”, expresó el poeta catamarqueño Leonardo Martínez [1937-2016], otro ser querido que la muerte se llevó. Al año siguiente participé del Simposio Internacional de Literatura que organizó en Buenos Aires el Instituto Literario y Cultural Hispánico, con sede en California, Estados Unidos. Y en 2011 comenzaron las “travesías poéticas virtuales” entre Paris y Buenos Aires, con poetas franceses que leían nuestros poemas y poetas locales que hacían lo mismo con los vates galos. Aquel año culminó con la edición bilingüe de un libro, con poemas de todos los participantes, también realizado en París. Y en 2012 viajé a Perú, para participar del Primer Festival Internacional de Poesía de Lima, organizado por Renato Sandoval y con más de medio centenar de poetas convocados: el inolvidable Lêdo Ivo, Carlos Germán Belli, Ana Guillot, Arturo Corcuera, Carlo Bordin, Jacobo Lausín, Graciela Zanini, Antonio Cisneros, Omar Lara, Leonardo Martínez, Julio Salgado, Manead Cobo, Marco Antonio Campos, Verónica Sonde, Juan Carlos Mestre, Homero Carvalho, José Ángel Leyva, Ramón Cote, Francis Catalana, Susana Swir y Edwin Madrid, entre los que ahora recuerdo.

 

 

          13 — Nos acercamos a tu libro de ensayo y a tu último poemario y a tu 2018.

 

          CB — En el año 2014 la Editorial Ciudad Gótica, de Rosario, publica mi primer libro de ensayo —o un intento de llegar a ese género literario—, “Cabeza de Medusa”, el que trata sobre la creación poética y el entorno social del creador. El profesor Roberto Retamoso se refiere al mismo indicando que “desde la mirada de Bisso, va de suyo que el poeta crea a partir de un entorno social. Pero ese vínculo que funciona como un a priori o supuesto en toda su enunciación, nunca se concibe de manera determinista y causal, al modo de las antiguas historias y sociologías de la literatura. Por el contrario, para Bisso hay siempre un hiato, una hendidura, que separa taxativamente el espacio de la poesía del espacio social en general”. En fin, estimo, humildemente, que es un volumen para debatir entre colegas y docentes. Por tal motivo Sergio Gioacchini, el editor, se inclinó por acercarlo a las librerías que funcionan dentro de las facultades de Letras.

          Mi último poemario data del 2016 y lleva el nombre de “Un niño en la orilla”. Es un homenaje a Coronda, a mi infancia, a los amigos, emociones y vivencias de entonces. Pero también dedicado a las dolorosas ausencias y los grandes amores. Transcribo las palabras del joven poeta corondino León Komoroski, en el prólogo del libro: “Me permito llamar a César Bisso el poeta de la memoria, porque no encarcela a la infancia con viejos almanaques, sino que la echa a volar para que siga viva. Estos poemas son aquellas bandadas de pájaros que cruzaban el cielo rumbo a las islas. Imágenes y paisajes, que son también nuestros, y en ellos se vivencia fecundo, constante, el río. Y ese niño que aún permanece en la orilla”

          Y recientemente, en enero, participé del XVII Encuentro Nacional de Poetas con la Gente, que se realiza en la provincia de Córdoba, dentro del Festival Nacional de Folklore de Cosquín. Los organizadores reunieron a poetas y cantautores de diferentes provincias, para que el público que convoca el festival pueda acceder a otras voces, más allá de los grupos y cantantes conocidos. Durante nueve lunas —como ellos dicen— suben al escenario (ubicado a dos cuadras de la Plaza Próspero Molina y del escenario llamado “Atahualpa Yupanqui”) tres poetas y tres cantautores por noche, para ser escuchados por quienes no ingresan al festival y se quedan deambulando por las cercanías. Y como es libre y gratuito, el público nos acompañaba hasta después de la medianoche, cuando la otra fiesta comienza a tomar color. Una interesante propuesta y una buena oportunidad para reencontrarme con más compañeros de ruta, como Fernando López, Claudio Suárez, Hugo Rivella, Gerardo Burton, César Vargas, Leandro Calle, Carlos Aprea, Patricio Torne, Bruno Di Benedetto y Jorge Felippa.

 

 

          14 — ¿Por qué la poesía…?

 

          CB La poesía siempre ha sido para mí una vocación de fe y fidelidad. La fe consiste en dejarme arrastrar por la pasión. La fidelidad radica en no pensar para quien escribo. La poesía sólo acontece inesperadamente, por eso brinda emociones increíbles, difíciles de explicar. Suelo encontrarme con ella inmerso en el don misterioso de aquellas palabras que sugieren más de lo que dicen. Desde ese lugar intento la búsqueda de lo inasible, de la verdad que se encuentra alojada en la profundidad del lenguaje. No me interesa la verdad que proviene de lo absoluto, de lo instituido, del poder de los mesías; sólo adhiero al espacio más puro y profundo que ofrece el universo de las palabras, de los sentimientos, de las imágenes y de las emociones. Al poema hay que hallarlo sobre un papel en blanco —advierte Maurice Blanchot— si lo que uno busca es la armonía del lenguaje y sus diferentes acepciones, la posibilidad de viajar por todos los sentidos y temas, abarcando de diferentes maneras la idea de crear algo nuevo. Esa es la misión del poeta, su mayor compromiso como creador. Porque desde la palabra puede transformar el mundo, como pregonaba Gabriel Celaya; puede hacer llover, como deseaba Paul Valéry; hacer florecer la rosa, como soñaba Vicente Huidobro. Quiero decir que de la misma manera que una mariposa puede ocasionar un terremoto, una sombrilla puede sostener al planeta Tierra. No importa si es cierto. En la escritura poética no habita la certeza, sino la permanente sensación de duda, de incertidumbre. Y desde allí trato de comprender el sentido estético y ético de la poesía. En mi libro “Permanencia” figura un poema titulado “La faena” y representa, para mí, el derrotero de un poeta en el momento de la creación, donde todo se transforma en una gran tormenta y frente a ella aparecen todas las angustias, todos los temores, hasta que algo o nada se nos revela. Siempre estoy tratando de encontrar desde la escritura nuevas sendas. No quiero recurrir al oficio de escribir, acostumbrarme a una manera cómoda de expresar las cosas. Prefiero mirar al mundo desde el borde del poema mientras espero una epifanía.

 

 

          15 — “Misión del poeta”, nos decís.

 

          CB — El poeta debe estar atento a los aconteceres de la realidad social. Simplemente porque el poeta es un hombre cualquiera, como afirmaba Raúl González Tuñón, y no debe resignar su condición social, su dialéctica o sus ideales. Pero cualquier hombre no es un poeta, agregaba don Raúl, y allí es donde prima la voluntad de escribir acerca de lo que transcurre a nuestro alrededor, sin perder de objetivo el lugar de la poesía. Fuera de ella todo es posible. Y dentro de ella también. Pero son caminos diferentes. Eso nos enseña César Vallejo cada vez que lo leemos, más allá del extraordinario compromiso social y humano que prodigó a lo largo de su vida. Asimismo, el deseo de vivir poéticamente nos lleva a rozar siempre lo prohibido, ya sea desde lo instituido o desde lo que queremos hacer y no nos animamos. Vivimos en ese límite. Es un límite que queremos cruzar. Necesitamos encontrar la senda y, mientras estemos en ella, seguramente tendremos posibilidades de seguir adelante, de descubrir algo nuevo. Porque si nos quedamos en el límite, lo más probable es que el mundo se nos cierre en el primer intento.

 

          16 — El río. Frente al río. El poeta frente al río.

 

          CB — Allí es donde puedo dialogar conmigo mismo. Es el lugar que tiene que ver con mi historia personal y con la naturaleza vista como un espejo. Siento el paisaje de mi pueblo como un lugar alejado del mundo, pero no desde el aspecto físico, sino desde lo más profundo de mis emociones. Estar frente al río de mi infancia es como vivir un autoexilio interior vinculado con la memoria, con las pérdidas, el devenir y el silencio. Pero al igual que sus aguas, todo fluye. Y la memoria es la herramienta necesaria para escribir mi presente y el río es la mejor metáfora para plasmar esa sensación, cuando todo se transforma en poesía. Porque desde una concepción netamente metafísica creo que la naturaleza cumple la función simbólica de ser el eje del mundo, el tránsito hacia todos los lugares posibles. Nada se puede hacer sin ella, tampoco sin el río. La relación río/naturaleza como producto de la mirada, no de la pertenencia.

 

          17 — Amigos, compañeros de ruta te han ido surgiendo y con nosotros compartiste sus nombres. Circunstanciales unos, entrañables otros y, hasta diría, algunos, imprescindibles.

 

          CB — Los antiguos griegos llamaban pharus a los fanales que iluminaban la entrada a los puertos. Desde mi perspectiva literaria me gustó llamar faros a quienes supieron alumbrar el sinuoso camino de mi poesía. Sin lugar a dudas esa primera torre que iluminó al bajel de las ilusiones, como antes te contaba, fue Francisco Mian, un profesor de Literatura, en mi juventud santafesina. Luego siguieron otros, como Raúl Gustavo Aguirre y Rubén Vela, en el derrotero de mis primeros años por la gran urbe porteña. Y después vienen los que remaron (y aún reman) a la par en la vida, muchos de los cuales ya fui nombrando. Agrego los de algunos extranjeros con los que alterné en festivales, de entre los más cercanos al corazón: Zingonia Zingone (Italia), David Castillo (España), Ales Steger (Eslovenia), Gary Daher Canedo (Bolivia), Luis Bravo (Uruguay),  Carlos Enrique Ruiz (Colombia), Gloria Gabuardi (Nicaragua), Lucy Chau (Panamá), Rogerio Mora (Cuba), Etnairis Rivera (Puerto Rico), Roberto Arismendi (México), Waldina Mejía (Honduras), Thomas Boberg (Dinamarca), Adnan Ozer (Turquía), Solange Rebuzzi (Brasil) y José Muchnik (argentino radicado en Francia).

 

 

*

 

César Bisso selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

 

 

No saber

 

 

El río persigue lo que no fue dado.

¿Bastarían credo, diálogo, letanía,

ascender al espacio de inmortal verdor?

De haber diluvio, sacramento, caos

en el cielo y en la tierra ¿tendría

la eternidad rumbo de aguas estancadas?

 

Brotan incontables ojos en medio de la isla.

Alrededores de espuma. La serpiente ignora

y desliza fuego de cometa terrenal. El destino

no acaba en su veneno ni en mi resistencia.

Miro el río. Estremece no saber lo que da.

 

 

                                           (de “Isla adentro”)

 

 

*

 

Contra viento y marea

 

 

I

 

La palabra desgarra,

grita, alumbra.

 

 

II

 

Desesperar. Seguir siendo.

Quebrarme. Mirar más allá,

a pesar de mí.

 

Para que pese menos

el silencio.

 

 

III

 

Tiembla el poema

ante quien lo desea.

 

Espejo abolido

la impaciencia del fuego.

Marejada y hambre

donde crepita el cuerpo

de la palabra.

 

 

IV

 

Perdida al fondo de una página,

no advierte que los párpados

se vuelven muros.

 

Y el poeta resplandece en el infierno.

 

 

                                      (de “Lluvias y regresos”)

 

*

 

 

Pescador del Carancho Triste

 

 

El pescador huele a silencio.

Al alba tiende las redes en el anchuroso cauce.

Mansamente rema hacia la otra orilla,

inclina el torso a un costado de la canoa

y recoge desde la hondura los frutos sagrados.

El filo del cuchillo apresura la muerte,   

dedos carcomidos hurgan entre anzuelos. 

Al mediodía, del aro de metal descuelga la carne

y una olla con grasa caliente la vuelve fritura.

La siesta traspasa la marisma y venera al sauce.

En el rancho el hombre friega la oscura corteza,

dispersa escamas por encima de su compañera.

Fornica como si alzara con regocijo un dorado.

Después regresa al oficio de tallar en el agua.

 

El pescador nada pide y poco tiene.

En la pobreza reside su donación a la vida.

Atizado por el vino, alardea con el nombre del paraje:

“aquí la gente come hasta las tripas de lo ganado”.

 

El carancho vigila, tristísimo, sobre la rama.

 

 

                                                     (de “Un niño en la orilla”)

 

*

 

 

Criaturas de la orilla

 

 

Quien se desliza por la orilla es el hombre, no el agua.

Ella está quieta, enlutada de invierno.

Abriga lívidas criaturas deseadas por el cazador.

El párpado no se cansa, intuye lo que vendrá.

Sombras montaraces ondulan el crepúsculo.

El disparo es silbo de viento perezoso.

Un ruido expira entre alas de siriríes que se alzan tras los juncos.

El paisaje transforma el gesto del hombre, no el canto enfurecido.

¿Adónde va la sangre, dónde cae el plumaje sin cuerpo?

El cazador alza la presa sobre el hombro y retorna a la guarida.

Los patos orbitan la orilla. La calma surca el barro.   

Sólo el silencio espera la muerte futura.

El agua es la última fortaleza.

 

 

                                            (de “Un niño en la orilla”)

 

 

*

 

 

El viaje

 

 

                                          A Lédo Ivo

 

 

El duende se desliza por las escaleras del morro

bajo el sordo desamparo de la noche.

De pronto encuentra la estación de autobuses

y rodeado de murciélagos aguarda la hora

cuando la lluvia vomita sobre la tierra.

Antes, lo vieron vaciar bolsos malolientes

en busca de un poema extraviado, alguna vez,

entre la ropa pegajosa de los pobres.

Aquí no hay nada —le dicen— sólo dolor disperso

en alcantarillas. ¿Sólo dolor? pregunta, moroso de frío.

¿Y cómo regreso a casa? ¿Cuál es la boletería?

El autobús, a punto de partir al país más profundo,

demora la marcha hasta que leven sus pequeños pasos.

Llega a sentarse en la última fila, donde el mar

ya no escucha a las gaviotas

y la tierra se transforma en un cielo azul, inefable.

                                 

 

                              (“Inédito”)

 

 

*

 

 

Caballo de Vivoratá

 

 

Solo

en medio del pajonal

envuelto en bruma,

anclado como un álamo.

 

Solo

sin jinete en el lomo.

Ojos abiertos al horizonte,

centinelas de su propia sombra.

 

Solo

entre fango y vizcacheras, 

hunde sus patas en el bañado

a la espera de una lluvia lerda.

 

Solo

en medio de la soledad

apaga el sol con un relincho.

 

Y hace desaparecer la tarde.

 

 

                                        (Inédito)

 

 

*

 

Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, César Bisso y Rolando Revagliatti.

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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