El largo día del poncho de hilo amarillo
Eso que algunos poetas llaman jornada y otros días,
no es más que una débil tregua o cese imaginario
del fuego en la batalla, la pausa descarada de la vigilia.
Abrirá la puerta de la casa, traspasará el límite oscuro
como quien sale del sofoco del agua o del lejano
e inenarrable útero, y dejará inerte sobre la silla el saco
gastado por el rayo del sol o por la caricia de la lluvia.
Se dirá que los aspectos frívolos de su vida han alcanzado
ya un punto intolerable, un punto sin retorno, y cerrará
y abrirá instintivamente la mano como un corazón abierto
y anhelante de sacarse un peso de encima.
En el patio cuadrado y de reflejos presentirá el perfume
dulzón y esperanzado de los brotes nuevos, y cuando
el pájaro cante en la antena, como es costumbre,
el perro del vecino ladrará su encierro de todo el día.
Pensará en el paso del tiempo, y lo verá en los lunares
de los brazos, y en la humedad que sube decidida
por la pared del sur, la más angosta del patio cerrado.
Se sentará finalmente a la mesa y dejará caer unos pocos
y balbuceantes versos que reprobará con una mueca.
En ese momento, como un gesto indeclinable
del destino, sonará el timbre: una, dos y tres veces.
Abrirá y verá que está empezando a llover, y que la gente
corre a sus casas con las últimas y perentorias compras,
como quien busca refugio y sosiego, después de un
largo y tedioso día, apenas antes de la indolencia fatal
y socarrona del próximo, disciplinado, e inminente minuto.
Me gustan las imágenes que se potenciarían con menos adjetivos, me parece, tal vez me equivoque.
ResponderEliminar