domingo, 24 de abril de 2011

Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Abril de 2011


DON  EVARISTO
                                  
                                                                                    A mi único abuelo.


            Evaristo era pastor de ovejas del pueblo de Ayán, de la provincia de Lugo. Como buen gallego andaba a las puteadas y se cagaba en las hostias consagradas, y de vez en cuando mandaba  algún saludo a la Virgen María, y por supuesto desde que la excusa fue la pérdida de la Negrita, la preferida de su rebaño, no  concurría a misa ni los domingos ni las fiestas de guardar. Sabía que algunos almacenaban en el horrio de Carnota, en Pontevedra, el diezmo al que estaban obligados en nombre de la fe, jamones, cereales, quesos …cosa que no sucedía en su pequeño pueblo.
            En ciertas circunstancias, guardaba su tropa y previo paso por el fundo, sacaba del viejo horrio rebanadas de tocino y pan caliente de la casa, y caminaba sus dos kilómetros hasta las orillas del Miño, donde se encontraba con otros amigos y algunas muchachas del lugar.
            Don Francisco, el único cura del pueblo a la redonda y en triángulo, cada vez que lo cruzaba no podía contenerse y le daba tal sermón, que Evaristo escuchaba pero dejaba resbalar por su cabeza, mirándolo a los ojos y sonrojándose sin quererlo. El hombre le recordaba lo piadoso de su madre, santa mujer, madre de cinco hijos, matrona de hogar, trabajadora del campo, amamantadora de retoños de señoras sin leche. De su hermano Bautista, apodado  o Moucho, porque a las noches escondía las lechuzas en el horno de pan, para llevárselas a pasear en su hombro durante las mañanas, ante los santigüeos de las pacatas vecinas. El sí, era un asiduo concurrente todos los domingos a la vieja y raída iglesia, pero entre padre nuestro y ave maría, sus ojos se desviaban para descubrirles los tobillos y un poco más- no importaba si por arriba o por abajo- a cuanta mujer se le transponía.
             No seas como tu padre, honesto pero blasfemo, repetía el sacerdote cincuentón, consejero de viudas en trance y sobador de la entrepierna en momentos de confesión, cuando lo cruzaba a Evaristo.             El Señor no te va a perdonar y te quemarás en las llamas del infierno agregaba Don Francisco. Evaristo seguía  su   camino. Con su poca instrucción, había llegado hasta el cuarto grado, había escuchado algo que lo fascinó como que Dios no  creó a los hombres, sino que los hombres lo crearon a  él. Y lo sentía como cierto, porque su madre cuando sucedía algo imprevisto hacía resonar en todas las paredes “un Dios nos ayude” y no pasaba nada...
            Cierta mañana, mientras llevaba a pastar sus ovejas se cruzó con Elvira, hermosa muchacha celta como él, del vecino pueblo de Lier. Verla y soñar todas las noches fue todo uno. Hasta que se animó a acercársele, y comenzar el juego que terminó como todos ellos, sobre los pastos verdes y con las inmensas polleras al viento. El embarazo apareció al tiempo ante la preocupación de ambos y la mojigatería reinante. De allí, que después de echarle unas buenas a Don Francisco que perseguía a Evaristo y le decía sácate el diablo, hecho que hacía que aquél lo que extraía cada vez con mayor habilidad era su sexo,  y pasar por el Registro Civil de Sarria, hizo que  se subieran al Cap Norte rumbo a la Argentina.
            Hacinados, temblorosos llegaron al Hotel de Inmigrantes y pasaron unas noches allí, hasta que consiguieron una habitación y dos trabajos. Evaristo se fue a levantar bolsas al puerto y Elvira a continuar nutriendo con su poderosa leche a críos, cuyas madres o no tenían secreciones lácteas o las evitaban, porque como decían algunas de ellas, cuando tenés treinta años se te confunden con las rodillas. Cuántos trabajos tuvo Evaristo hasta que a su treintena de  años se compró la fonda, no sé, pero que las noches y los días se le juntaban, sí. Y la empresa familiar, con Elvira de cocinera, Sarita y Angelito, los hijos,  de mozos, más las cuñadas traídas de la madre patria como ayudantes hizo que a los cuarenta años, la familia no tuviera graves apuros. Y empezó a pensar en comprar una casa, y después la otra.
           Y un buen día, instalados en una de ellas, dejó su trabajo y se dedicó a hacer lo que quería. Caminar, bailar la jota con su compañera, jugar a la brisca con los gallegos que ayudaba a que vivieran mejor en este suelo, lejos del franquismo asesino mientras los ojos se le llenaban de lágrimas escuchando el Himno de Riego. Cuidaba de su nieta, a la que llevaba a todas partes, recorridos por el barrio, a veces hasta la  Iglesia de San Patricio, donde aquélla estiraba la mano para sacarle algún huevo a los pavos que criaban los curas palotinos a través del cercado de alambre.  Al zoológico, a las manifestaciones...
            Y disfrutaba de la vida con las cosas simples, sencillas de la mañana temprana, cuando a las 5 y media, asomando el día, al grito de Pelusa solo, llegaba don García , el lechero. Esperando a su hija que se asomaba por la calle Martínez todos los medio días para un rápido almuerzo y después a la tardecita, para tenerle un mate calentito con gusto a naranja. Elvira lo dejaba hacer. Había sido feliz con ese compañero que la arrastró desde su lugar, trabajando a su lado como buena gallega tanto o más que él. Eso sí, cuando su equipo de fútbol perdía, le entraba una furia indomable y los carajos se escuchaban hasta las Barrancas de Belgrano, ante el silencio sepulcral de las mujeres de la casa. Como los partidos en esos tiempos se jugaban las tardes domingueras, el lunes aparecía  con las cejas juntas, a lo Satán pero por la tarde ya le volvía el humor, conversando con los vecinos del barrio. O por qué no, con el llamado de la alemana del chalet de al lado que le pedía el arreglo de algún artefacto de su casa, cuando en realidad el que no le funcionaba seguido era el que llevaba entre las piernas. Ahí, entonces Elvira era la que unía los bordes de los entrecejos, sus ojos se entristecían pero la música salvaba sus pensamientos al ritmo de una buena muñeira. Y era capaz de bailar la semana entera, hasta que Evaristo profería un basta, coño. Ella no bajaba los ojos, le mantenía la mirada con la que le transmitía su intuición y su bronca.
Ello servía para que él no atendiera por meses reclamos de vecinas en estado de necesidad,  y no quitara el ojo de su mujer bebiendo sus palabras y siendo el más considerado, discurrente, obsequioso, solícito, y buen amante.
            Y fue pasando el tiempo. Y llegaron las primeras dolencias que no podía creer, ya que nunca había tenido una gripe, sólo simples resfríos que los curaba llenando un jarro de aluminio con vino tinto, al que le sumaba abundante azúcar y un buen sueño para despertarse al día siguiente con todas las fuerzas repuestas.
            Lo entristeció la enfermedad, las idas al hospital del barrio, el sometimiento a una operación y el entregarse a una recuperación que como buen gallego no la veía clara. Por eso, una madrugada, todavía internado detuvo su marcha, habiendo en la tarde anterior en el horario de visitas, desde la ventana, movido su mano izquierda en señal de adiós a su familia.
            Evaristo partió hacia un hoyo en la tierra, con una cruz que le impusieron sin quererlo, pero siempre sigue andando suelto en el corazón de su gente.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Alba, que emocionante el relato
de tu abuelo,del lugar,sus costumbres, me llega tan cerca porque yo nací en una aldea de Asturias que está rayando con Lugo.
Hermoso tu cuento Alba,
me encantó!!!!!!!

un abrazo Josefina