lunes, 19 de marzo de 2012

Alicia Orlando/Marzo de 2012


UN CUENTO DE ESTACION

                      
                   El sol calienta los techos de zinc, serán las doce o acaso no sean aún. El tren aparecerá por la curva, dejará atrás la estación de modo rápido, pasará el puente y se perderá detrás de la arboleda.
No siempre pasa de largo, los miércoles detiene la marcha algunos minutos, aunque no sería necesario,  aquí no desciende nadie.
 El último miércoles, casi un milagro, bajó un pasajero.  Lo hizo como si temiera arrugarse la ropa o desviar la línea de la corbata, pero cuando puso un pie en el andén, fue inevitable, se hundió en el polvo grueso.
 El viento es el que trae el polvo, lo deposita en los andenes entre papeles, cagadas de perros, latas de gaseosas, cartones de vinos y  tachos de basura  por donde revolotean las torcazas, sin miedo de los perros que ladran y  les largan tarascones.
Al marcharse el tren, el hombre quedó solo, es decir, quedó él y las dos chicas que vienen todos los miércoles. Ellas aparecen por detrás del galpón que tiene pintadas las iniciales F. C., las letras restantes desaparecieron junto con los revoques.
A las doce menos diez, o acaso antes, las chicas se instalan a la espera del tren, como atornilladas a las tablas de madera, debajo de la pizarra con el indicador Plataforma 1.
La más pequeña lleva una pañoleta cruzada sobre el pecho.
 La otra carga una canasta con higos, los ofrece a viajeros que asoman por las ventanillas. Lo  hace con urgencia, sabe que en pocos minutos el tren partirá.
 El hombre  bajó por el terraplén, en diagonal a la calle principal, con la mirada  atenta hacia el hotel. Alguien, nadie recuerda quién, dijo en cierta ocasión, que la ochava del centenario Hotel Ferroviario,  visto desde arriba del terraplén, parece una pintura de un tal Sisley, quizás sí o quizás no, quién puede saberlo.
 En la actualidad el  edificio está en venta, se habla de quiebra, no es seguro, se oyen   tantas cosas.
 Las chicas dejaron canasta y pañoleta en el banco de la plataforma 1 y fueron detrás del hombre.¡ Por qué lo hicieron! Posiblemente picadas por la curiosidad.
El desconocido se sentó en el bar, debajo del toldito.
 Antes, el local pertenecía al Ferroviario, ahora, el último dueño le puso un cartel de chapa con la inscripción: HEMINGWAY, que se pronuncia algo así como Jemingüei.
 A esa hora en el  Jemingüei, la única comunicación con el afuera es el televisor encendido, como si la vida estuviera en otra parte. Por eso, nadie se dio por enterado de la presencia del forastero.
Él, pensativo,  miraba  sus zapatos. 
Las chicas, ocultas en la alcantarilla seca, sin hacer caso del viento que todo lo impregna con su lienzo fino, pudieron haber creído que dormía y al instante cambiar de opinión, porque  le vieron sacar el celular, marcar e incrustar la boca en el aparato,  aflojar el nudo de su corbata, caminar hacia la esquina ochavada del hotel, volver y sentarse, no en la misma silla, sino en otra. Después  guardó el aparato.
Hervía la quietud de la siesta.
 Serían las dos, las dos y minutos, más o menos, cuando se dejó ver la cuatro
por cuatro del hijo del puestero de Las Margaritas, Roccaforte de apellido, apodado Malajunta. Un sujeto que no se trata con nadie, ni siquiera con la familia, un individuo que anda siempre armado, según comentarios.







El tipo estacionó a unos metros de la alcantarilla, bajó el vidrio y cabeceo.
 El  forastero estuvo a punto de subir a la picá, hizo el amague, pero Malajunta ya había bajado y su sombra se espesó sobre la del otro, como si ésta le perteneciese sin pertenecerle.
El Malajunta es peso pesado, y pesado habrá sido el golpe, de puño con costurones, que le dio al forastero.  Debió ser bravo aclarar o justificar algo con una mano cubriéndose la boca ensangrentada. Se  advertía el esfuerzo porque se ayudaba con  ademanes.
No hay evidencia, si las chicas, desde su escondite, oyeron las palabras de uno y otro, lo cierto es que vieron todo: cuando el forastero se apoyó en la picá,  cuando  metió  la cabeza entre los brazos apoyados sobre el vehículo, cuando el  Malajunta subió, liberó el embriague y aceleró, provocando un intenso olor a goma chamuscada que a ellas dejó sin respiración.
 A la vez,  el forastero retrocedió de un salto.  Después corrió y corrió detrás del vehículo, hasta perderse de vista. Y no es extraño, porque a 90 metros, la ruta al igual que las vías del ferrocarril se adentran en una curva orillada  de árboles muy, pero muy tupidos.
 Ya la campana de la iglesia, daba las cuatro,  posiblemente fueran algo más,  las siestas del sacristán  son largas y es necesario despertarlo para hacerlas sonar. Cosa que  hace el señor cura,  despertarlo, no tocar la campana. Ya es costumbre en el pueblo el asunto de las campanadas, que doblen, pero jamás de doce a dieciséis.
Al cuarto repique, las chicas se miraron y sin decir una palabra  regresaron a la estación.
Una cargó la canasta, la otra levantó la pañoleta, envolvió sus hombros, no la  cerró  sobre el pecho, capricho o coqueteo de niña.
 Cruzaron las vías, se sentaron, como atornilladas al banco  debajo del cartel que dice Plataforma 2 y fijaron la mirada en la calle principal, allá, bajando la pendiente.    
Los perros les daban vueltas alrededor, saben que ellas, traen comida,  es sólo cuestión de esperar.
Y así fue,  la de la canasta,  sacó  un envoltorio de estraza, lo abrió con mucha parcimonia, como si de un vendaje se tratara y dio una parte a la pequeña. Las sobras las tiró a  los perros, las torcazas aprovecharon los restos.

                        En invierno, a las cinco y media o tal vez un poco antes, rayos de sol se filtran por las chapas y  hacen un reflejón en los vidrios mugrosos de la boletería, dando la impresión de que hubiera alguien adentro, pero en realidad no hay nadie. Desde que el jefe de la estación tomó licencia, la boletería está cerrada. También está  cerrada la oficina de empaque y el teléfono público no  funciona.
 A eso de las seis, las chicas vuelven a su casa, por aquel lado del galpón que sólo conserva las letras F. C., las demás desaparecieron durante la famosa tormenta del 2009, que  arrancó carteles y revoques.
Iban caminando, cuando una  miró hacia atrás y codeó a la otra. El forastero subía por la pendiente. Traía  la corbata y el abrigo en el brazo, la camisa manchada con sangre, el pelo revuelto. De lejos y después de cerca, se le  notaba  la agitación.
 Cruzó  la plataforma 1, derecho a la  boletería, ahí nomás, en la plataforma 2, y “suerte perra”, pisó mierda  de perro.
Qué se podría esperar, dijo ¡mierda! y golpeó con bronca el vidrio mugroso, lo hizo varias veces, al no tener respuesta caminó a un lado y a otro, seguramente con  








intención de limpiar sus zapatos. Al fin, recogió el papel de estraza y se sentó en la punta del banco debajo del letrero: Plataforma 2.
 ¡El olor!, hasta los animales se apartaron.
Llevó el papel al basurero, que más parece un cesto de básquet, por el agujero que tiene abajo.  Volvió al banco, encendió un cigarrillo, aspiró, dejó vagar la mirada y vio a las chicas allí, observándolo.
Con exigencia  preguntó: -A que hora pasa el tren para Buenos Aires.
La de la pañoleta, apretó la prenda contra el pecho y en un murmullo contestó: - A las seis y cuarto, o un poquito después.
El, miró su reloj  y dijo: - Las seis  y diez.
La misma chica agregó:- Desde que vendieron los ferrocarriles, el tren no para en esta estación.
-Cuando va para Buenos Aires- aclaró con tono conspirador la otra.

                      Oscurecía. Al oscurecer, la estación es una boca de lobo. Los muchachotes se entretienen en tirar piedras a los faroles y nadie reemplaza las lámparas rotas o quemadas, tampoco han arreglado el reloj que cuelga de cables pelados y  algún día nos darán un disgusto.
A las seis  y cuarto en punto,  o a las seis y catorce, o dieciséis, minuto más minuto menos, la chica de la canasta  sacudió el brazo del forastero, la otra  hizo una seña con la cabeza.
  Malajunta subía por el terraplén, semejante a una locomotora,  cruzaba de la plataforma 1 a la plataforma 2 y en la puerta de la boletería, suerte perra, pisó la mierda blanda. Movió los brazos como si intentara despejar el camino, no pudo frenar, estaba  resbaladizo el asunto, y para peor, el tren apareció sobre el puente, dejó atrás la estación, alertando su paso con un pitar de los que ponen nervioso a cualquiera.

3 comentarios:

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