lunes, 19 de marzo de 2012

Rosa Esther Moro-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2012


LAGRIMAS  

Dejé el lecho donde las tibiezas nocturnas me tironeaban con dedos escabrosos. El sueño no me abandona, y yo  no quiero despertar.. No sé que hora es, ni cuanto había dormido.
 La habitación carece de ventanas y esta apenas iluminada por una pequeña lámpara al costado de la cama; nunca me había detenido a pensar que para ver el día tenía que atravesar un pasillo largo y oscuro, bajar y subir escaleras. Un espejo en la pared  en lugar de ventana. Espejo, pensé, que me mira insistentemente para devolverme las imágenes que debo representar.
El olor a desgano se desparrama por la habitación poblada de sombrías mutaciones que emergen del pobre foco de la lámpara. Presentí que algo horrible me devolvería ese espejo que tantas veces había presenciado mi cuerpo enredado en esos otros perfectos de jóvenes mujeres.
 Sentí nauseas.  Sin querer lo enfrenté. No me devolvió nada. Asustado ajusté el ritmo respiratorio, me dije que yo debía estar allí. Con un movimiento de cabeza volví  a enfrentarlo. No me devolvió ninguna imagen. Encendí un cigarrillo. Recorrí mi cuerpo, el rostro, la barba crecida, los ojos huecos, abiertos a la nada.
El temor de una amenaza me envolvió,  Leticia, pensé. El dinero que ella me había prestado de buena fe y que no pude devolver. ¿Dónde había perdido ese dinero? En esas mujeres que cobraban cada gesto de sus cuerpos móviles entrenados para el placer, en esas húmedas orgías que suplementaron el amor. Ahora estaba solo, náufrago en esta habitación sin ventanas. ¿Leticia había estado allí, cuándo? ¿Hacía dos días o hacía más tiempo? El miedo se redobló, se hizo más persistente, tangible. Una masa sólida que me aprisionaba en sus fauces. La voz de Leticia resonó en mi mente con el mismo vigor con que fueron pronunciadas. Devolvéme el dinero que no es mío, es de mis hijas, del techo de mis hijas, me quedo en la calle y vos lo sabes, estafador, hijo de puta. ¡Como pude confiar en vos!  ¡Canalla!

Busqué en el espejo el rostro que solo reflejaba turbulencias huracanadas, donde solo centelleaban quietos los ojos de Leticia. La  chaman,  recordé con un escalofrío. Recordé también ese día perdido, cuando había cambiado su aspecto de mujer alegre, andariega, que con sus manos sanaba a los doloridos, de danzarina transformadora de lo inservible en útil, de lo feo en bello. Esa mujer había desaparecido para ser otra, con movimientos de un guerrero acuñando sus armas, sus manos curadoras transformadas en garras, el pelo negro relumbrando como el acero .Un animal dispuesto a la lucha, con la palabra brotando de  sus entrañas; oscura, gutural, espada flamígera que dictó la sentencia “entregarás tu alma, no tu vida, tu alma”.
Parado en medio de la habitación sentí que me encogía, me achicaba, el pijama me holgaba por todas partes. Debo tomar un analgésico, no me encuentro bien. Abrí el cajón de la mesita. Encontré fotos desparramadas, tomé una, estaba con mi madre, muy reina ella, con su sonrisa altanera. ¿Por qué siempre busqué  sacarles a las mujeres buenas para darles a las putas? Recordé a mi esposa y a las otras, a las que dejé desposeídas, material y sentimentalmente. Otra foto con mi hermano, y la última, de mi primera comunión, esto me extraño, porque creía haber  destruido  todas las que tuvieran algún sesgo religioso, pues me definía como agnóstico.
 Miré por largo tiempo a ese niño de mirada profunda y buena,  estudioso, ese niño músico que aún me divertía cuando me sentaba con él al piano. Seguí mirándolo hasta que su mirada me devolvió un brillo intenso, brillo que se transformó en lágrimas que devinieron torrentes que poco a poco inundaron el cuarto, mientras me achicaba hasta ser algo cada vez más diminuto, arrastrado por ese torrente líquido hacia las escaleras, hacia los pasillos de la casa, hasta llegar a la puerta de entrada.
 Una garra  detuvo mi caída a la canaleta. Sin desesperación levanté la mirada hacia unos enormes ojos, luminosos como soles  que me observaban atentos.
 Apenas pude reconocer en ese paisaje desconocido, la vereda de mi casa y el gato del vecino que tantas veces espanté. Intenté zafar de esa garra pero el animal comenzó a jugar hasta dejarme atontado. Una parte importante e inútil de mí, desapareció en sus entrañas.
En algún lugar, un niño dejó de llorar.                                   

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