Vergüenzas que afrontar
Durante
el primer tiempo se las arregló sin trabajar, adaptándose, recién llegada de un
pueblo del Paraguay donde sus familiares, en condición de propietarios, se
dedicaban a tareas de campo, la ganadería, los naranjales. Al nacer había pesado
cuatro kilos, y lloraba mucho, lloraba por nada. La operaron, siendo beba, de
una hernia de ovario, y ella sí que no se privó de padecer todas las enfermedades comunes de la infancia.
Hermanas y hermanos, mayores y menores, la escudaban. La madre, recia y
distante, poco se había ocupado de su crianza. El padre, estrecho.
Olga Griffith tuvo su menarca a los
nueve años. Por entonces contrajo esa disposición irracional: aterrarse ante
gusanos y víboras aun en dibujos o fotografías. La pronunciación de las formas
de Olguita venían anticipándola exuberante.
Hermanas suyas la proveían de prendas para robustas informes. Ella,
alumna mediocre, tenía una compañera que era, además, su amiga. Y la enuresis fue
su condena en la pubertad. No tuvo novio pero tuvo luto, largo, insentido, por
su madre. Tuvo simpatías, mozos de a caballo a los que temía. No iba a los
bailes, iba a los festivales artísticos y a las quermeses. Maestra rural, enseñaba
las primeras letras y manualidades.
Y a la ciudad de Buenos Aires llegó
ávida, y sin embargo cauta y piadosa. Hasta que un hombre, en el Jardín Botánico, se le había
acercado y hablado, tosco, sincero. Y ella se dejó conquistar y besar y aferrar
por esas manos enormes. A pocas semanas de que comenzara a ocuparse de la
facturación de la
Compañía Sureña Sociedad de Hecho, la Venus rebosante, la
marfilina, se encamaba con él. Los siguientes encuentros culminaron con Olguita
abonando las tarifas de los hoteles por hora.
Apareció otro ñato: mejor. Empilchaba
en Olazábal, trataba con gente,
fumaba cigarrillos ingleses. Mejor por la pinta, por los modales. Curraba, sí,
curraba, y vendía terrenos cuando todos vendían terrenos. Un paso adelante,
Olga. Con éste ibas al cine. Inclusive al teatro. Gervasio te pedía préstamos;
y vos prestabas y él te hacía regalos: biyuterí.
Le llegaste a prestar... ¿una vaquita?... La temporada que estuvo haciendo sus
negocios en Uruguay se hizo extensa. Demasiado. Sólo por eso te acostaste con
un croto al que también (y la historia seguiría reiterándose) le solventaste los gastos, y del que te fue complicado deshacerte. A vos, una
treintañera de lujo, caída del cielo, bocado regional, zapatos de tacos altos y
polleras tubo. Te morís de sueño bien temprano y tus galanes, generalmente
reventados dentro de la gama de los fornidos, te dejan a las ocho de la mañana
en la esquina de la oficina. Oficina en la que Amanda colige desde tus ojeras,
la noche de un estilo de jolgorio del que ella se permitió con el novio que
tuvo (Jaime) antes de casarse con Rosendo. Lo hace mientras vos sonreís, al
principio arrebatada; después, como promocionando las liberalidades que de
todos modos no explicitás. Las confidencias más jugosas se las formulás a
Amanda, quien te aconseja mesura, soslayando la envidia; Amanda, quien nos
cuenta a Mercedes y a mí tus andanzas, y vos sabés que nada quedará entre
Amanda y vos, somos tus parientes en la Legión Extranjera.
Convivimos de lunes a viernes y hasta las seis de la tarde en cuatro ambientes:
uno, un jolcito; continúa otro, amplio, dividido por un tabique. En la
habitación más oscura apenas caben las muestras de las arcillas, la bentonita,
el feldespato, el caolín, cubículo del geólogo. En la más interna están el
gerente co-propietario en su escritorio y vos al lado de la ventanita tecleando
veinte toneladas de carbonato a Zapala a tanto la tonelada, la cifra final en
letras y números, subrayado. ¡Ah, con el detalle de la carta de porte! Sin
apuro, sorbiendo el té. Para el señor Klimosky sos como algunos de nosotros, un
personaje, una entidad conspicua; aun con tu atroz falta de creatividad o
empeño o imaginación. Se nota cuando faltás. Yo te sustituyo: en ciento ochenta
minutos facturando y pasando a las fichas, consigo lo que te demandaría la
jornada completa. Cuando no venís tu almohadoncito te extraña, tus carbónicos
sufridos, traspasados, una cinta, horquillas que no te ponés, en tus cajones,
una mariposa violeta de cerámica. En el ambiente dividido nos arreglamos los
demás: la contadora, Mercedes, Josesito, Amanda y yo.
Quince años tenía cuando empecé en la oficina: atendía a los clientes,
archivaba, iba a los bancos, despachaba la correspondencia urgente en el vagón
correo del Ferrocarril Roca, comía el superlativo chipá con el que nos convidabas y hablaba por teléfono con las
sirvientitas que ya empezaban a fijarse en mí. Y vos me llamaste a algunas, por
si atendían patronas restrictivas. Supe que cuando cumplí diecisiete me
evaluaste delante de Mercedes, luego de enterarte de que yo estaba saliendo con
una casada. Sé que para vos, yo, a contramano, siempre existí, aunque no
correspondiese a tu tipología favorita.
Trajiste la expresión “hacerse unos
tiritos”, aludiendo al haber fifado más de una vez en una misma noche o hasta por
haber dejado babeando a algún perdulario por la recova del barrio del Once. Te
envanecés de sólo pensar en tu éxito caminando por esa recova o el que podrías
tener si aceptaras proposiciones de prostitución. “Tiritos”, “tirarse unos
tiritos”, “parece que hubo tiroteo” te espetan Amanda o Mercedes y a vos se te
forman hoyuelos... Falsa, burlona, declarás que es agradable lo que en verdad
te horripila: por ejemplo, aquel traje de saco cruzado, a cuadros, marrón con
líneas rojas, que me compré entusiasmado hasta que advertí que me amariconaba.
Oírte apoyar a los militares en pleno golpe del sesenta y seis me apuran las
ganas de estrangularte. Pero es de otras ganas de las que me demoro en hablar.
Ganas cuantiosas de oprimir esos fabulosos melones agresivos. Cuántas veces
estuvimos solos al mediodía, comiendo yo mi huevo duro en la cocina o mi barra
de chocolate de taza en el jolcito
mientras leía a Henry Miller que me instigaba desde sus trópicos a arremeter contra esa jactanciosa estantería. ¿Qué podía
pasar?... Estuve cerca, me ponía detrás tuyo, vos sentada. Y ahítas mis manos,
acechando tu escote. ¿Cómo invitarte a que nos encontráramos en la calle? Y
ver, darnos una chance de crear onda fuera de allí. Hubiera podido escribirte
un acróstico erótico con todas las letras de Olga Petrona Griffith, no como el
estúpido que te hice con Olguita, que me salió defectuoso aunque divertido.
Puesto que a la instancia de sorprenderte con mi manual ataque no me atrevía,
llegó el día en que me traje tres lombrices en una pequeña caja de cartón. Ya
Amanda te había mostrado ilustraciones de serpientes en una edición de
“Anaconda y otros cuentos” y vos habías reaccionado atravesada por el pánico y
reclamaste llorando que yo o Mercedes o el pergeño de Josesito, que también
estaba, le decomisáramos el libro a Amanda. ¡Inextricable Olga sojuzgada por
unas figuras en un libro de Horacio Quiroga! Cuánto más por aquellas lombrices
con las que transpirando amenacé. Peor que puñales, ellas, una en mi palma, las
tuve que ocultar porque tu espanto no daba lugar a la audición de mi solicitud.
Vos con tus ursos, yo con las pibas nos encamábamos. Pero vos y yo, ¿eh?, ¿qué
te costaba?: unos tiritos conmigo te remozarían, y no lo habría de bocinar,
mientras avanzaba hacia vos, arrinconada como Isabel Sarli en sus películas, a
quien dicho sea de paso, habías asegurado, holgadamente, Olga, superabas. Me
fui afirmando mientras vos, entrecortada, suplicabas que dejara por allí,
mejor, que arrojara por el inodoro a esos bichos infames, vianda de pez, y
comunicabas que “tocar lo dejo”, “tocar lo dejo” autorizabas, invitabas “tocar
lo dejo”. Me dí a entender pero temblaba. Me puse amoroso. Estrábico. Se oiría
cuando tragaba, como se oía el silencio, como se oía cuando te desabrochaste y
desencorpiñaste y levantaste el pulóver y aparecieron. “Siga”, pensé que ordené.
Seguiste, ladina, estuporoso me quedé, humillado, un fuego me subió, hasta que
así como estabas de estupenda me los incrustaste en los intercostales, y me
desmoroné, fusilado.
Volví en mí en la guardia del
hospital Ramos Mejía: tuve espasmos cuando lograron reanimarme. Me había
golpeado fuerte la cabeza contra la Olivetti. Hay vergüenzas que afrontar. Regresaré
a la oficina la semana que viene.
Rolo querido que formidable lectura de tu relato que atrapa desde la primera letra. Tu genio como siempre presente en cada línea, qué estilo, que bueno leerte. un abrazo. Vic
ResponderEliminarGracias, amiga Victoria -de Magdalena, provincia de Buenos Aires-, por tu comentario. Un abrazo, sí, para vos, a trescientos metros de la iglesia San José de Flores, en el barrio del nuevo Papa.
ResponderEliminarRolando
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Todo tu genio expuesto en este filme ágil, colorido. Abrazo
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