Ella, esa, aquella
La mujer sigue allí, en la misma
esquina donde algún día incierto naufragaran sus años que con seguridad fueron
más vegetados que vividos. Nadie la reconoce por su nombre o apellido, para
todos ella es simplemente ella, esa, aquella, cuando no, la rotosa, la
mugrienta, la vieja loca, según la percepción de quienes la observen. Sobre
todo para los afortunados de la vida, esos que suelen sonreír de costadito en
tanto van buscando deficiencias ajenas.
Es comparable a un despojo,
sobreviviente herrumbrado de un tiempo tal vez vivido a tropezones,
imposibilitada para salir de su botella añeja donde los años taponaron su
existencia. Transcurren sus horas entre la monotonía que envuelve
lo repetitivo, circundada por el chasquido agudo de frenadas
bruscas y bocinazos propios de alienados habitantes de una jungla de
cemento, que pasan a su lado ignorando la imagen que refleja tanto patetismo.
Ella tararea el Bolero de Ravel mientras sus huesos se desparraman sobre
un escalón de mármol con el que comparte decrepitud.
Algún alma piadosa, conmovida
por lo armonioso de su voz, deja caer algunas monedas junto a los pies donde
cohabitan callos y durezas como gemas engarzadas en los herrajes de sus dedos
huesudos.
Palomas que anidan en gárgolas de
cemento bajan a picotear las miguitas que se escapan de su boca
desdentada. La mujer, por momentos dormita un sueño estéril, recurrente, como
esperando alguna respuesta que nunca llegó.
Lejos del lugar, muy lejos, en una
dimensión inexplorada donde la sinrazón convive armoniosamente con la
mística, dan la bienvenida a nuevos santos recién ascendidos que treparon
por peldaños de oro con incrustaciones de diamantes, extraídos de las entrañas
de una tierra marginada que no parecería existir si no fuera por los mapas.
Siguiendo la teoría científica que
afirma que el peso de las almas es muy inferior al de los cuerpos vivos y
prosiguiendo con la lógica no metafísica que indica que en la bóveda celeste no
hace falta riqueza, uno se pregunta por qué esa escalera apunta hacia arriba y
no al contrario como para evitar la existencia de esa gente en situación de
súplica constante.
Los nuevos bienaventurados,
profesionales expertos en ejercicios de abstracción del mundo real donde han
estado, habiendo sido ni más ni menos que eslabones de una cadena larguísima de
responsabilidades no asumidas, por ahí, con suerte, en algún tiempo dirijan sus
miradas hacia abajo. Ojalá pudieran hacerlo antes de que termine el
proceso de putrefacción de las almas insensibles que aglutinaron en su paso por
la vida.
Pienso en ella, esa, aquella,
la rotosa, la mugrienta, la vieja loca, mientras espero mi turno en la cola del
banco. Siento como si estuviera padeciendo un brote alucinatorio.
Comienzo a juntar palotes, círculos y semicírculos, tildes,
puntos y comas, los acomodo, los pongo aquí, los saco, vuelvo a ponerlos
allá, los rompo, los dibujo nuevamente, los tacho y los rehago hasta que al fin
logro unirlos como piezas de un rompecabezas del absurdo. Si logro formar la
masa como pretendo, irá a parar al horno donde se cuecen las palabras
junto a las horas de los días desperdiciados.
Mientras tanto la mujer, como una
cosa que dura en el núcleo de la selva cementada, seguirá esperando como
siempre, nada.
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