miércoles, 23 de julio de 2014

Ascensión Reyes-Chile/Julio de 2014

EL ESPANTAPAJAROS CHOCLERO


       Es media tarde de invierno. Un sol generoso en luminosidad, pero de timidez extrema, no logra entibiar los caminos solitarios del camposanto. Solamente cantan a la vida algunos diminutos viajeros del aire, viajando de rama en rama, dialogando entre ellos en su alegre y sibilante lenguaje.
       Una borrosa lápida de mármol oscuro indica nombres y fechas.- El último, es el tuyo.  ¡Amiga!  En una pequeña jardinera, un ramo de flores secas habla de olvido y de pasado.     
                                                                       
       Francisco llegó a vivir en un modesto barrio de la capital que otrora fueran parcelas campesinas. Con el tiempo, éstas las subdividieron tantas veces como a sus  nuevos dueños les crecía la familia. Construían sus viviendas de pesados adobes y en forma totalmente artesanal, convirtiéndose estas fortalezas, en hogar seguro, tanto que muchas de ellas hasta hoy subsisten. Tierra, paja de trigo y agua del canal cercano, eran los elementos. Los pies del fabricante y toda su familia eran los instrumentos. Rudimentarios moldes encuadraban la mezcla y el sol del verano hacía el trabajo final. 
       Este vecino había coincidido muchas veces en el “carro” con José, cuando se dirigían en busca de trabajo. Ambos eran casados y la familia de José crecía apresuradamente. A veces de vuelta, cabizbajos y preocupados por no llevar nada de vuelta al hogar, conversaban de sus desventuras. Como nunca faltaban unas poquitas monedas olvidadas en algún bolsillo, dirigían sus pasos a un pequeño negocio a degustar el oscuro mosto que soltaba su lengua. Por un momento quedaban sus preocupaciones en la puerta del “boliche”, a la espera de su salida; pero ahora con un continente festivo y alegre.
       -¡Ya son las once, compadre! Recuerde que mañana tendremos que levantarnos con las “diucas”. Así que, hagamos el último brindis y cada uno a su casita. ¡A propósito! Esta noche no se ponga muy cariñoso con la comadre. Necesitamos estar bien descansaditos, porque nos espera un día de mucho trabajo, allá en la chacra del compadre Miguel González. Este amigo es tan generoso que alguna cosita nos dará por la ayuda. Siempre lo he tenido en mucha estima por eso.
       -¡Usted manda, compadre; a propósito, no me diga na’. La Virginia otra vez está embarazá. No sé que nos pasa, sacudo los calzoncillos y sale un chiquillo berreando. Primero la María Luisa, luego el Manuel y ahora será lo que el Patrón disponga. Lo único que le pido es que llegue sanito; con esta pobreza y un niño enfermo la “cosa” se pone difícil.
       Francisco se ríe y se estira como gato encogido.- Bueno, compadre, le diré a la señora para que empiece a tejerle al nuevo ahijado- Toma su chaqueta gris bastante deslucida y se cala una gorra oscura, que trata con mucho cariño. Es la protectora de su calva incipiente. Se arreboza con una gruesa bufanda escocesa, desteñida por el uso, y agrega - Hasta mañana, descanse bien- y sonriente le guiña un ojo.          
          
       Esa mañana se levantaron muy temprano, les esperaba un largo camino al otro extremo de la ciudad. Debían alcanzar el primer carro que partía a las seis de la mañana. Sus narices y mejillas sufrían la temperatura bajísima de aquel frío despertar, sin embargo, era un día que auguraba cambiar radicalmente con la salida del sol. Sus rayos ya se insinuaban detrás de los cercanos cerros. Conversaron durante todo el camino de los múltiples proyectos que ambos tenían con respecto al futuro. A esa hora del día, la perspectiva se hacía tan diáfana como la mañana misma.
Llegaron a la terminal, al otro extremo de la ciudad. Ahí debían ubicar una carreta que los llevaría hacia las parcelas agrícolas que surtían la ciudad. No faltó el buen amigo del compadre Miguel González, que invocando su nombre, los invitó a subir a su vehículo caballar.
       Ya en la chacra, después de los saludos de rigor y las preguntas y respuestas por sus respectivas familias, ambos hombres, premunidos de dos enormes sacos de “arpillera”, se dirigieron al encuentro del bosque que esperaba por ellos. Los tallos verdes tenían la estatura de un hombre mediano y otros más, y en ellos resaltaban tres o cuatro mazorcas enormes, coronadas por dorados pelillos brillando con el sol que se había hecho presente. Un cielo azul y despejado  presagiaba un día de gran calor.
       Durante la mañana, todo fue perderse entre ese sembradío y sacar de sus tallos los choclos maduros y fragantes. Sin duda, auguraban ricas “humitas”, suculentos “pasteles” o, por último, modestas “pasteleras”. Con este pensamiento, sus manos cobraban vigor y destreza. Pronto habían llenado ambos sacos. Luego siguieron otro y otros, hasta la hora del almuerzo.
       La merienda consistía en una sustanciosa cazuela de gallina de campo, con todos los ingredientes a saber: una buena “presa”, dos sabrosas papas grandes, un trozo de zapallo “camote”, que sólo de mirarlo abría el apetito, varios porotitos al hilo matizaban con su verdor el conjunto, unos tímidos granos de arroz adornaban la superficie y para hacer honor a la cosecha, un trozo de un rollizo choclo. Completaba este suculento almuerzo una abundante ensalada a la chilena, tomate con cebolla de pluma. Un oloroso cilantro picado finamente ponía la nota de color.
        Cuando en los platos sólo se advertían los huesos de la presa y la coronta, ya nadie hablaba. La hilaridad había dado paso al sopor y cada uno de los recolectores buscó acomodo a la sombra de algún arbolito. Se imponía dormir una pequeña siestecita, para digerir dignamente el rico menú. Al filo de las tres de la tarde, nuevamente se reanudó la faena. Los ya repuestos trabajadores, saco en manos, se dirigieron de nuevo a su trabajo, con un buen saborcillo en su boca.
       Ya al atardecer, se advertía claridad en el bosque impenetrable de la mañana. En el camino que dimidia los sitios, se amontonaban sacos y sacos llenos, esperando ser cargados. Al día siguiente los llevarían en carreta a los centros de consumo. La jornada había terminado y los hombres lucían cansados, pero satisfechos de un día de laborioso trabajo. Los compadres no eran parte del equipo a sueldo, por ello su paga fue un gran saco apretado de fragantes choclos. Felices agradecieron el regalo, después de una calurosa despedida del compadre y de los otros trabajadores.
       La vuelta la hicieron en la misma carreta de la mañana. Pero ahí empezaron sus problemas. El saco no se lo admitieron en el vehículo público. ¿Qué hacer ahora?
       - Compadre José. ¿Para qué Dios nos puso cabeza sobre los hombros, si no es para pensar?, Por favor, saque de su bolso el “mameluco” que ocupó  para trabajar…
       -Yo por mi parte voy a buscar unos cordelitos. ¡A ver, déjeme buscar por aquí!
       José observó con curiosidad el quehacer de Francisco. Amarró cuidadosamente el extremo de las mangas y piernas de la prenda. Aplaudiendo  su propia idea, dijo: -Listo, compadre, ahora vamos a darle vida a este ciudadano, abra el saco y a colocar en orden a estos “muchachos”. Le aseguro que llegaremos sin problemas a casa.
       En el terminal subieron tres personajes, los compadres y un espantapájaros choclero, y cada uno de ellos ocupó el asiento cancelado.  Desde el conductor hasta el último pasajero que subió y bajó del vehículo, celebraron con una sonrisa la genial ocurrencia. Ya en casa las risas familiares se dejaron escuchar, cada vez que consumieron choclos.

       María Luisa, amiga, he traído para ti, en la dimensión en que te encuentres, esta historia que te transmitieron tus padres. Tú me la referiste, al calor de una taza de té. Pienso que mi mail, ha llegado a destino, un largo gorjeo me lo asegura.

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