EL
ESPANTAPAJAROS CHOCLERO
Es media
tarde de invierno. Un sol generoso en luminosidad, pero de timidez extrema, no
logra entibiar los caminos solitarios del camposanto. Solamente cantan a la
vida algunos diminutos viajeros del aire, viajando de rama en rama, dialogando
entre ellos en su alegre y sibilante lenguaje.
Una
borrosa lápida de mármol oscuro indica nombres y fechas.- El último, es el
tuyo. ¡Amiga! En una pequeña jardinera, un ramo de flores
secas habla de olvido y de pasado.
Francisco
llegó a vivir en un modesto barrio de la capital que otrora fueran parcelas
campesinas. Con el tiempo, éstas las subdividieron tantas veces como a sus nuevos dueños les crecía la familia.
Construían sus viviendas de pesados adobes y en forma totalmente artesanal, convirtiéndose
estas fortalezas, en hogar seguro, tanto que muchas de ellas hasta hoy
subsisten. Tierra, paja de trigo y agua del canal cercano, eran los elementos.
Los pies del fabricante y toda su familia eran los instrumentos. Rudimentarios
moldes encuadraban la mezcla y el sol del verano hacía el trabajo final.
Este vecino había coincidido muchas veces en el “carro” con
José, cuando se dirigían en busca de trabajo. Ambos eran casados y la familia
de José crecía apresuradamente. A veces de vuelta, cabizbajos y preocupados por
no llevar nada de vuelta al hogar, conversaban de sus desventuras. Como nunca
faltaban unas poquitas monedas olvidadas en algún bolsillo, dirigían sus pasos
a un pequeño negocio a degustar el oscuro mosto que soltaba su lengua. Por un
momento quedaban sus preocupaciones en la puerta del “boliche”, a la espera de
su salida; pero ahora con un continente festivo y alegre.
-¡Ya son las once, compadre! Recuerde que mañana tendremos que
levantarnos con las “diucas”. Así que, hagamos el último brindis y cada uno a
su casita. ¡A propósito! Esta noche no se ponga muy cariñoso con la comadre. Necesitamos
estar bien descansaditos, porque nos espera un día de mucho trabajo, allá en la
chacra del compadre Miguel González. Este amigo es tan generoso que alguna
cosita nos dará por la ayuda. Siempre lo he tenido en mucha estima por eso.
-¡Usted manda, compadre; a propósito, no me diga na’. La Virginia otra vez está
embarazá. No sé que nos pasa, sacudo los calzoncillos y sale un chiquillo
berreando. Primero la María
Luisa, luego el Manuel y ahora será lo que el Patrón
disponga. Lo único que le pido es que llegue sanito; con esta pobreza y un niño
enfermo la “cosa” se pone difícil.
Francisco se ríe y se estira como gato encogido.- Bueno,
compadre, le diré a la señora para que empiece a tejerle al nuevo ahijado- Toma
su chaqueta gris bastante deslucida y se cala una gorra oscura, que trata con
mucho cariño. Es la protectora de su calva incipiente. Se arreboza con una
gruesa bufanda escocesa, desteñida por el uso, y agrega - Hasta mañana,
descanse bien- y sonriente le guiña un ojo.
Esa mañana se levantaron muy temprano, les esperaba un largo
camino al otro extremo de la ciudad. Debían alcanzar el primer carro que partía
a las seis de la mañana. Sus narices y mejillas sufrían la temperatura bajísima
de aquel frío despertar, sin embargo, era un día que auguraba cambiar radicalmente
con la salida del sol. Sus rayos ya se insinuaban detrás de los cercanos
cerros. Conversaron durante todo el camino de los múltiples proyectos que ambos
tenían con respecto al futuro. A esa hora del día, la perspectiva se hacía tan
diáfana como la mañana misma.
Llegaron
a la terminal, al otro extremo de la ciudad. Ahí debían ubicar una carreta que
los llevaría hacia las parcelas agrícolas que surtían la ciudad. No faltó el
buen amigo del compadre Miguel González, que invocando su nombre, los invitó a
subir a su vehículo caballar.
Ya
en la chacra, después de los saludos de rigor y las preguntas y respuestas por
sus respectivas familias, ambos hombres, premunidos de dos enormes sacos de
“arpillera”, se dirigieron al encuentro del bosque que esperaba por ellos. Los
tallos verdes tenían la estatura de un hombre mediano y otros más, y en ellos
resaltaban tres o cuatro mazorcas enormes, coronadas por dorados pelillos
brillando con el sol que se había hecho presente. Un cielo azul y despejado presagiaba un día de gran calor.
Durante la mañana, todo fue perderse entre ese sembradío y
sacar de sus tallos los choclos maduros y fragantes. Sin duda, auguraban ricas
“humitas”, suculentos “pasteles” o, por último, modestas “pasteleras”. Con este
pensamiento, sus manos cobraban vigor y destreza. Pronto habían llenado ambos
sacos. Luego siguieron otro y otros, hasta la hora del almuerzo.
La merienda consistía en una sustanciosa cazuela de gallina de
campo, con todos los ingredientes a saber: una buena “presa”, dos sabrosas
papas grandes, un trozo de zapallo “camote”, que sólo de mirarlo abría el
apetito, varios porotitos al hilo matizaban con su verdor el conjunto, unos
tímidos granos de arroz adornaban la superficie y para hacer honor a la
cosecha, un trozo de un rollizo choclo. Completaba este suculento almuerzo una abundante
ensalada a la chilena, tomate con cebolla de pluma. Un oloroso cilantro picado
finamente ponía la nota de color.
Cuando en los platos
sólo se advertían los huesos de la presa y la coronta, ya nadie hablaba. La
hilaridad había dado paso al sopor y cada uno de los recolectores buscó acomodo
a la sombra de algún arbolito. Se imponía dormir una pequeña siestecita, para
digerir dignamente el rico menú. Al filo de las tres de la tarde, nuevamente se
reanudó la faena. Los ya repuestos trabajadores, saco en manos, se dirigieron
de nuevo a su trabajo, con un buen saborcillo en su boca.
Ya al atardecer, se advertía claridad en el bosque
impenetrable de la mañana. En el camino que dimidia los sitios, se amontonaban
sacos y sacos llenos, esperando ser cargados. Al día siguiente los llevarían en
carreta a los centros de consumo. La jornada había terminado y los hombres
lucían cansados, pero satisfechos de un día de laborioso trabajo. Los compadres
no eran parte del equipo a sueldo, por ello su paga fue un gran saco apretado
de fragantes choclos. Felices agradecieron el regalo, después de una calurosa
despedida del compadre y de los otros trabajadores.
La vuelta la hicieron en la misma carreta de la mañana. Pero
ahí empezaron sus problemas. El saco no se lo admitieron en el vehículo
público. ¿Qué hacer ahora?
- Compadre José. ¿Para qué Dios nos puso cabeza sobre los
hombros, si no es para pensar?, Por favor, saque de su bolso el “mameluco” que
ocupó para trabajar…
-Yo por mi parte voy a buscar unos cordelitos. ¡A ver, déjeme
buscar por aquí!
José observó con curiosidad el quehacer de Francisco. Amarró
cuidadosamente el extremo de las mangas y piernas de la prenda. Aplaudiendo su propia idea, dijo: -Listo, compadre, ahora
vamos a darle vida a este ciudadano, abra el saco y a colocar en orden a estos
“muchachos”. Le aseguro que llegaremos sin problemas a casa.
En el terminal subieron tres personajes, los compadres y un
espantapájaros choclero, y cada uno de ellos ocupó el asiento cancelado. Desde el conductor hasta el último pasajero
que subió y bajó del vehículo, celebraron con una sonrisa la genial ocurrencia.
Ya en casa las risas familiares se dejaron escuchar, cada vez que consumieron choclos.
María Luisa, amiga,
he traído para ti, en la dimensión en que te encuentres, esta historia que te transmitieron
tus padres. Tú me la referiste, al calor de una taza de té. Pienso que mi mail,
ha llegado a destino, un largo gorjeo me lo asegura.
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