BUGANVILLA
-¡Mamá! ¡Compré una Santa Rita de flores rojas!
Voy a buscar la pala – gritó Elena esa
tarde de otoño al llegar a su casa.
Frente al ventanal de la cocina, la pared,
blanca y descascarada mostraba una enorme mancha de humedad que se había colado
desde la casa lindera.
Exhausta y sudorosa, decidió colocar la planta
en ese lugar, después de haber cargado con cuatro kilos de tierra, más el peso
de la enredadera de tallos largos y espinosos atados a una caña para mantener
sus ramas erguidas.
Cambió su ropa por un overol, se calzó los
guantes y empuñando la pala comenzó a cavar.
La madre, sentada en la mecedora, abusando de su asma crónica, vigilaba, dando
órdenes y contraórdenes, haciendo honor a su actitud de jefa suprema del hogar,
descalificándola e hiriéndola con sus palabras.
-No era una Santa Rita lo que yo quería,
rezongó. Era un rosal trepador de rosas blancas. Siempre hacés lo que se te da
la gana. ¡No me tenés en cuenta para nada! – dijo la anciana, respirando con
dificultad.
Elena, como tantas veces, trató de ignorar sus palabras y mirando el
recipiente que contenía la planta,
calculó que debía ahondar no menos de cincuenta centímetros para echar
abono y después el mazacote de tierra, teniendo cuidado que no se separaran las
raíces.
Por fin, la Buganvilla
quedó emplazada contra la pared que daba al frente del ventanal de la cocina,
escondiendo en parte la verdosa mancha de humedad.
Esa primavera no dio flores. Tendría que
esperar a la siguiente para comenzar a disfrutar de los inmensos ramilletes
rojos que reventarían en las puntas de todas sus ramas llenando de color la
cocina y el jardín.
- Te dije que era de crecimiento lento. Que no
íbamos a poder disfrutar este verano de sus flores.
- Lo sé mamá.
- Y si lo sabías, ¿por qué no compraste una de
crecimiento más rápido?
- Porque siempre habías querido una que diera
muchas flores. Tan solo hay que esperar, respondió Elena sumisa, tratando como
siempre de conformar a su madre.
La buganvilla no defraudó la esperanza de
Elena. Los tallos comenzaron a engancharse a los alambres que había colocado
sobre la pared y treparon llenos de vitalidad, traspasando los límites hasta
llegar al jardín del vecino. Las ramas que decidían tomar otro rumbo y no
quedar enganchadas, crecían tanto que llegaban a los bordes de la ventana de la cocina.
El siguiente otoño pasó varias semanas
barriendo hojas, bajo la atenta mirada de su madre, que no desaprovechaba
ocasión para echarle en cara que el rosal trepador hubiera sido mejor que esa
planta sucia y rebelde.
Cuando terminó
el verano podó sus ramas y se
propuso guiar los tallos.
Pero, los tallos fueron más vitales que antes y
más rebeldes. Algunos llegaron a alcanzar cuatro metros, creciendo para arriba,
por el centro, desplazándose hacia los costados, llegando a ocupar gran parte
del jardín y pinchando con sus voluminosas espinas a cuanto cristiano pasara a
su lado.
Varias primaveras transcurrieron hasta que
llegó el día en que Elena quedó sola.
Mansamente, como había hecho siempre, se entregó a la ley del más fuerte.
La planta
siguió creciendo en forma agresiva. Algunas ramas entraban por la
ventana de la cocina como entrometiéndose
en su intimidad.
Se sentía vigilada, amenazada.
Cada vez que se acercaba, las espinas se
enganchaban a su ropa atrapándola.
Debía tironear
para poder soltarse.
Un día, al pasar a su lado casi de costado para
no rozarla, creyó ver como una rama enorme se estiró en forma repentina.
Le pareció que alguien respiraba
con dificultad muy cerca suyo.
Final inesperado de un relato que parece bien descriptivo. La omnipresencia de la madre y la soledad de la protagonista. Muy bien logrado, como una pintura. Impecable, Martita.Como nos tenés acostumbrados. Marcos
ResponderEliminarEn un principio me faltó el mate, luego me llené de emoción.
ResponderEliminarte felicito, te admiro
Un beso Rita