martes, 22 de julio de 2014

Nechi Dorado/Julio de 2014


Ilustración gentileza de Beatriz Palmieri: “Mujer frente al espejo”

Eliana frente al espejo

Abrió la ventana de su cuarto, una capa blanca esparcida sobre el verde del césped confirmaba lo que sintió al salir de la cama tibia para comenzar el día. El jardín helado demostraba que el frío no era una sensación sino una cruda realidad. Preparó su desayuno mirando  un sol todavía débil, los junquillos en flor parecían estacas, la blancura de las camelias clandestinizaba el color de la escarcha sobre las flores que asomaban tímidamente y de a dos como vanguardia de la explosión de vida que anunciaba el período de floración.
Hacía días que Eliana se sentía como un papel al viento, le parecía girar enredada en una telaraña de brisa caprichosa, autoritaria, despótica, que le impedía sentirse libre, dueña de sus propias decisiones equivocadas o no, pero suyas. Hacía días, también, que no sabía si era ella o eran otros los que habitaban su cuerpo menudo del que la masa muscular fuera exiliándose lentamente cuando las hojas del calendario se desprendían sumisas sobre el escritorio de madera oscura.
Afuera de la casa comenzaba a despertar la calle; en el interior, la cafetera cumplía obediente su tarea. Eliana tendió la mesa y se paró frente al espejo para poner orden a la rebeldía de sus cabellos lacios que en las noches, mientras ella dormía, daban rienda suelta a sus antojos despatarrándose sobre su cabeza. De pronto se sintió invadida por una oleada de sorpresa que hizo lugar también para la aparición de un cierto temor. ¡No podía creer qué cosa estaba viendo, allí, donde esperó encontrarse ella, como siempre!
El espejo no le devolvió su rostro, solo reflejaba un papel escrito que bailoteaba desplazándose por la habitación. La hoja amarillenta se movía  dentro del perímetro que delimitaba la frontera entre la realidad y una fantasía no visibilizada hasta ese momento. Algo, como una brisa extraña,  hacía girar la cuartilla como si estuviera buscando una posición determinada donde detener su anárquico desplazamiento. De pronto se ubicó hacia la parte izquierda del marco donde aparecieron imágenes de un pasado lejano y otro que no lo era tanto.
Emergieron,  del otro lado del cristal, rostros queridos y otros intimidantes lo que le produjo un escozor que la alejó  por un momento del lugar, pero era tal la curiosidad despierta que la empujó hacia adelante dando su nariz contra el vidrio como si quisiera analizar cada cosa que iba apareciendo.
 Lo primero que vio fue a una niña muy rubia jugando entre signos de interrogación cuyas puntas pinchaban sus deditos pequeños.
¿Será que los interrogantes no tienen respuesta para la niña? Pensó Eliana sin dejar de observar con la misma extrañeza,  lo que parecía pertenecer a un mundo extraño del que no formaba parte o al menos eso creía.
A unos centímetros de la niña  una mujer muy bella, joven,  hacía señas dulcemente  a la pequeña. La niña que sostenía uno de los signos  preguntaba por su padre al que no veía desde hacía muchos días. Al fondo de la habitación una anciana con cabellos canos que parecían ríos de plata, abrió sus brazos queriendo acurrucar a la criatura que corrió a refugiarse allí. Eliana sonrió con tristeza como si intuyera quién era esa niña.
El papel dentro del espejo volvió a desplazarse,  lo hizo hacia la derecha dejando estática a la imagen anterior. Ella seguía sin encontrarse, como si el cristal se resistiera a reproducirla. Como si alguna situación extraña estuviera devorando su presente.
Fijó la vista tratando de descubrir qué apariencia se asomaba desde la luneta enmarcada entre varillas de bronce lustrado y fue cuando divisó tres picos montañosos de roca sólida erguidos sobre un hermoso prado. Flores de colores brillantes bordeaban la serranía como empuntillando las laderas de las montañas. Una luz tenue iluminaba los picos descendiendo de las redondeces de una luna ausente y de un sol también invisible.
Otra luna, mucho más cercana  aportaba su resplandor envolviendo las elevaciones y acariciando la pradera. Creyó ver su rostro difuso en ese planeta estático pero la visión no demoró nada en esfumarse.
Dos capullos celestes descansaban  sobre la hierba entre las flores, al pie de los montículos  y a lo lejos dos arco iris parecían custodiar su sueño plácido resaltando la belleza de la alegoría. Atrás de la imagen un grupo de mariposas blancas entonaba una canción de cuna que a Eliana le recordaba algo, pero no pudo saber qué.
Eliana estiró su mano como queriendo introducirla para acariciar el paisaje, quería ser parte viva de esa visión, tomar entre sus manos los capullos que seguían descansando como si estuvieran protegidos dentro de un sueño de amor.
Fijó su mirada en el centro del espejo esperando que el papel se detuviera allí, sin embargo seguía sin encontrar su rostro, su cuerpo, su mirada. Algo que le permitiera sentirse viva, humana, quería recuperar a  la mujer que fuera y que últimamente parecía estar escapando de su propia realidad.
No logró verse, las imágenes anteriores se fueron borrando despacito. El papel se acercó lentamente al marco hasta quedar en un primer plano absoluto. Solo, completamente vacío,  sin signos gráficos enlazados formando algún extraño mensaje no legible, pero mensaje al fin.
Afuera la helada se iba derritiendo, adentro de la casa, en la base del espejo, una arrugada hoja de papel escrito que parecía haber andado mucho por los vericuetos del tiempo, se acurrucó entre los pies de la mujer que lo pisó sin querer,  dejándolo aplastado sobre el mármol.
Eliana lo recogió, pasó sus dedos sobre la superficie ajada llevándola hacia su pecho, como la abuela a la niña dentro de la escena impactante ya dormida. Las lágrimas brotaron de los ojos de la mujer que derramaron lágrimas que parecían perlas de nácar y ausencias.

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