miércoles, 23 de julio de 2014

Rita Graciela Quinteros-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2014

Ayer, treinta y seis años después, miré tus ojos. El mismo resplandor de aquellos  días apareció en tu mirada. Y el mismo rubor pudoroso se apoderó de mis mejillas.
Despertar…
- Dale tía, dejalo que venga a pasar unos días con nosotros.
- Pero no m’ija.  ¿Dónde va a dormir? ¿Cómo se van a arreglar?
- Eso no es problema tía. Él puede dormir a mis pies total estamos durmiendo todos en la misma pieza con mi hermana. Además somos primos. Dale, tía, dejalo. Dejalo…
- Mmmmmmm... Y vos, ¿qué decís? ¿Estás de acuerdo?
- Yo… sí. Acá me aburro solo. Allá, con ella, por lo menos vamos a ser dos para divertirnos un poco.

Esa noche llegamos a lo  del tío que nos estaba albergando. Por fin esas vacaciones comenzaban a ponerse lindas. Sin tener con quien hablar, reír, jugar, no tenían  gracia.
La casa no era muy grande, un cuarto para él y su mujer y, otro, no muy grande, donde dormíamos todos nosotros, juntitos y de a montón. Apenas lugar para una cama de dos plazas y una mesa de luz; a un lado un gran ventanal y del otro lado, contra la pared, un colchón que tirábamos en el piso a la noche. Es cierto que estábamos un poco incómodos pero eso no importaba. Eran las primeras vacaciones sin mamá y papá y eso valía cualquier incomodidad.
Fueron días maravillosos. Durante el día no parábamos un rato. El río, las piedras, los cerros… Siempre había un lugar nuevo para ir a ver, dónde estar. Minuciosamente lo recorríamos todo. A veces en grupo y otras veces solos, nosotros dos. Y, por la tardecita - noche, la salida obligada era la plaza, la calle techada y los espectáculos callejeros que se presentaban por ahí… bicicletas de ésas que son para montarse de a tres…¡¡¡¡ qué chiquilines!!!!  Y así pasábamos los días y sus atardeceres y, finalmente, por la noche hacinaditos, a dormir. Y ahí aparecían las bromas de Santiago, mi cuñado, que nos hacía reír hasta que el cansancio nos vencía y nos quedábamos dormidos.
Durante el día andábamos con poca ropa ya que el calor era bastante intenso. Así que las visitas cotidianas al río y al balneario nos mantenían en traje de baño la mayor parte del tiempo.
Una vez intentamos cruzar el Calabalumba que bajaba con mucho caudal de agua. Perdí las ojotas que Santiago tuvo que correr  río abajo. Y cuando intentamos sacarnos las fotos  justo donde hacía la cascadita que formaban las piedras más grandes por poco y quedamos en traje de Adán.  Nos reímos mucho ese día. El río estaba embravecido… y nosotros jugábamos con su furia.
Esa noche al acostarnos estábamos muy cansados. El agua nos había agotado. Nos reímos recordando lo vivido. Las risas fueron cesando de a poco y el silencio de la noche propició al sueño que se presentó rápidamente. Arropaditos nos quedamos dormidos a la luz de la luna llena y de las estrellas que se veían desde el ventanal. El calor que el sol había dejado en mi piel bajo la frazada se sentía reconfortante.
Cuando la luz del nuevo día estaba ya casi llegando a la mitad de la mañana me desperté.  Intenté desesperezarme pero una tibieza inusual frenó mis movimientos. Me quedé muy quieta intentando sentir, adivinar. Permanecí inmutable fingiendo seguir durmiendo. Luego, insinué apenas un pequeño movimiento con mis piernas delgadas y largas y… otra vez, otra vez sentí. ¡Eran sus manos sobre mi piel!
Sus caricias tibias iban y venían por la  piel dormida de mis piernas. En un acto de frenético pudor quedé inmóvil. El terror me paralizó. No sabía qué hacer, cómo actuar. Si me movía, sus manos se movían también y no quería imaginarme hasta dónde llegarían. Fingí dormir. Analizaba la situación. Me analizaba. Intentaba entenderme. Esa caricia púdica me obligaba a descubrirme. Me avergoncé de mí…
Mi cuerpo se humedeció y el calor se hizo algo intenso. Ya no sabía si quería seguir tapada o destaparme. Si quería seguir inmóvil como estaba o moverme y que sus manos…
Mi cabeza era un torbellino de emociones que se ahogaban, se ahogaban en el silencio, en la quietud, en la hipocresía. Tenía miedo. Un par de días antes yo había notado cierto grado de perturbación en él al verme en mi diminuto traje de baño. Pero no le había dado importancia, él también tenía doce años y  aunque su figura ya se perfilaba hermosa, varonil, todavía seguía siendo un niño, un niño como yo. Y, sin embargo, él me había mirado. Me había mirado de una forma diferente, como se mira a una mujer…
Y ahí, así estuvimos. Los minutos se transformaron en siglos. El tiempo parecía haberse detenido en aquel instante. Sus manos, mi piel, el silencio, el día, el calor, el sol, moverse,  quedarse,  gritar, callar, seguir, aceptar, gritar,  desear…  pero,  qué desear.
De  repente mi hermana se despertó. Haciendo como si recién nos despertáramos él y yo nos movimos en ese colchón que yacía sobre el piso frío.
El resto de las vacaciones siguieron igual que antes de ese suceso. Jamás hablamos sobre el tema y, aunque todo seguía igual, todo había cambiado…
Fluíamos sin remordimientos y aunque guardábamos las formas y nos comportábamos como los primos que éramos, en la intimidad de nuestras almas sabíamos que todo era distinto. Que ya no éramos los mismos y que una fuerza distinta, amorosa, sexualmente prodigiosa nos unía.
Algún día quizá. Quizás, algún día…

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