BLOODY MARY
Esperé el micro
en medio de la carretera oscura.
La noche
anterior había comenzado a llover y aún no paraba.
Los
relámpagos partían en dos los negros nubarrones y los truenos estremecían mi corazón.
Los tacos
altos se habían hundido en el barro que llegaba hasta los tobillos.
Cuando subí al ómnibus, con la débil luz del techo,
los pasajeros me dieron la sensación de ser cadáveres.
Creí ver
esqueletos con calaveras de cuencas vacías y dentaduras brillantes acomodados
en los asientos.
Tenía
terror: sola, sin familia, rodeada de desconocidos en la noche.
Recordé lo
que era volver a temblar de miedo.
Quedaba un
solo lugar.
Al fondo.
Izquierda, del lado del pasillo. Lo atravesé con mi bolso arrastrándolo como
podía. Golpeé en los hombros de los que
dormitaban llegando a sentir el crujir de sus huesos.
Se me había
instalado en el pensamiento que eran zombies viajantes de caminos sin final.
Por fin llegué
a mi lugar.
Pedí
permiso y me acomodé al lado de un hombre delgado, de unos cincuenta años, con cabellos enrulados
que le llegaban a los hombros y una nariz muy prominente. Me hizo buena
impresión.
Sus piernas
eran demasiado largas para caber en el pequeño espacio.
Comencé a
mirarlo disimuladamente.
Sus ojos
brillantes, casi blancos, me hicieron
desconfiar.
Sentía su
respiración acompasada muy fuerte.
Intrigada,
inicié una conversación.
-Voy a
retomar mi trabajo. Estuve unos días de vacaciones.
-¿Es empleado?
- No. Funcionario en una empresa fúnebre.
Me explicó
que era soltero. Que no tenía familia y que nadie lo esperaba al llegar.
Sonriendo,
le contesté que yo estaba en la misma situación.
Comencé a
ponerme nerviosa. Algo empezó a insinuarse en mí. Un malestar que creía superado,
vencido, dejado atrás en mi juventud se hizo presente nuevamente dentro de mí.
Me
incorporé lentamente de costado, como para mirar por su ventanilla la
intensidad de la lluvia que caía sobre la carretera iluminada por los
relámpagos y, amorosamente, le clavé mis colmillos afilados en su largo cuello.
Un perfume
varonil emanaba de su cuerpo y sentí otra vez esa especie de borrachera.
Él se dejó
estar. Parecía dormido. Al abrir sus ojos brillantes, sentí que, suavemente,
aspiraba la sangre de mi complaciente yugular.
Llegando a
la terminal, juramos no separarnos
jamás.
Ni en esta
ni en las vidas porvenir.
Por los
siglos de los siglos.
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