UN
VIAJE INOLVIDABLE
Todo comenzó con un parte de matrimonio. Nuestra sobrina
nortina nos invitaba a su boda. La casa se revolucionó con los
preparativos del viaje. Asistíamos mi
marido, mi hija, su pololo y yo. Partimos un jueves, a mediados de enero
después de almuerzo, para llegar a Antofagasta al otro día, por la tarde. Salimos
de casa como a las cuatro, con el auto cargado hasta el tope. El equipaje
personal, además de cajones de verduras, donde no faltaban los melones y los tomates.
Habíamos decidido aprovechar la ocasión para irnos de vacaciones hasta Arica.
Tomás, Katy y Arturo estaban de descanso, regresaban a sus trabajos en marzo,
los tres eran profesores. Por mi parte yo me había jubilado anticipadamente. Por
lo tanto no teníamos inconveniente en realizar un viaje largo.
En amena charla
emprendimos el viaje sin atender las quejas de Tomás, mi marido, que alegaba sobre
lo cargado que iba el vehículo. A la altura de Maitencillo me pidió le entregara
los documentos del auto. Yo sorprendida le respondí que no los tenía, pensaba
que estaban en su poder. Nos quedamos mirándonos unos a otros. Katy, turbada y
un tanto cohibida, confesó que había ocupado el auto esa mañana y había dejado
los documentos olvidados en el jeans que se había cambiado antes de partir.
Nadie articuló palabra. Debíamos regresar a buscarlos y eso significaba atrasar
el viaje o simplemente desistir de hacerlo. Pensamos pedir los documentos
telefónicamente y que nos los enviaran en el bus que va por Maitencillo, aunque
era muy riesgoso. Ante esta posibilidad, Tomás aseguró que eso sería una
pérdida de tiempo y resolvió que nos regresáramos hasta Concón. Él iría solo a
buscarlos y regresaría lo antes posible. En Concón permanecimos aguardando su regreso,
por más de dos horas, con frío y hambre, sin atrevernos a movernos del lugar
por miedo de extraviarnos y ello equivalía a perder el viaje definitivamente.
Ya empezaba a oscurecer cuando Tomás regresó con los preciados documentos.
Acordamos conducir toda la noche, sin
detenernos y turnándonos para manejar. Hicimos una sola y breve parada para
alimentarnos. La noche en el desierto era maravillosa. El cielo límpido y las
estrellas brillaban fulgurantes. Arturo conducía en esos momentos. Manifestó
que le agradaría ver un ovni. Yo compartí su deseo con alegría. En cambio Katy,
que iba en el asiento trasero junto a su padre, manifestó su disgusto. A ella,
el tema la atemorizaba. Como iba de copiloto, desvié la conversación y me
dediqué a admirar la belleza del paisaje nocturno. Seguimos el viaje sin
grandes variantes hasta arribar a las 19,30 PM a Antofagasta. Para colmo nos
extraviamos del atajo que nos llevaría directo a la casa de nuestros
familiares. Sin embargo, ello sirvió para que Katy y Arturo conocieran el
centro de la ciudad, pues era la primera vez que visitaban la llamada Perla del
Norte.
Llegamos a un caluroso recibimiento por
parte de toda la familia, hasta el perro salió a darnos la bienvenida. La casa
se encontraba atestada de parientes que colaboraban en la preparación del
matrimonio. Lo terrible aconteció cuando quisimos darnos una ducha y nos
enteramos que el agua escaseaba en la ciudad y en ese sector llegaba por la noche, después de las 22 horas. Debimos
esperar pacientemente su llegada. Solucionado nuestro problema de aseo, nos
retiramos a descansar bastante tarde. Al día siguiente todo fue un caos.
Preparativos iban y venían. El que deseaba alimentarse debía ir a la cocina y
hacerlo por su cuenta. Con Katy preparamos nuestras tenidas que usaríamos para
la boda. Tomás y Arturo, hacían lo
propio en su habitación. Como la casa estaba repleta de gente decidimos que nos
iríamos a acicalar a casa de otra sobrina, Mirta, quien vivía en el centro de
la ciudad, con su esposo y dos hijos pequeños.
Llegamos a nuestro destino y después de
los saludos, inmediatamente hicimos turno para ocupar el baño y luego arreglarnos.
El matrimonio tendría lugar a las 7 de la tarde, así es que dispondríamos del
algún tiempo para prepararnos. Como a las seis y media estábamos listos, menos
Mirta quien se había atrasado vistiendo a los niños. Nosotros debimos cuidarlos
a fin de que no ensuciaran sus ropas mientras ella se arreglaba. La hora pasaba
y ya estábamos angustiados porque nuestra sobrina demoraba más de la cuenta.
Cuando finalmente todos estuvimos listos
subimos al auto y partimos a toda prisa hacia la iglesia. Al llegar
vimos que estaba cerrada y no había nadie en los alrededores. Por ello
dedujimos que la comitiva ya se había marchado. Nos miramos unos a otros
consternados, la ceremonia había concluido mucho antes de lo que nos demoramos
en llegar. En ese momento nos cuidamos de hacer comentarios, por temor a que
los niños se dieran cuenta de la situación y lo repitieran después al resto de
la familia. Tácitamente cada uno se comprometió a no contar nada acerca del
atraso. Aunque estábamos avergonzados de habernos perdido la ceremonia, nos
reímos y nos fuimos a la recepción. Nadie había notado nuestra ausencia, porque
ninguna persona hizo alusión al tema. Los novios aún no llegaban y nosotros nos
integramos al grupo de parientes sin mayor problema. De vez en cuando nuestras miradas
se cruzaban con signos de complicidad.
Había transcurrido bastante tiempo y la
fiesta había avanzado. Yo me sentía muy cansada y me instalé en nuestro auto que
estaba estacionado a la entrada. Me acomodé en el asiento posterior sin que
nadie se diera cuenta de que estaba allí, y así me pude enterar de los pormenores
del día anterior a la boda. Esa noche, los jóvenes de la familia habían decidido
hacer al novio una despedida de soltero. Se les pasó la mano en la alegría del
festejo y terminaron en unos topless,
para aquellos tiempos, algo totalmente indebido. Al comentarse en casa, este
hecho indignó a la novia y a su prima Irene cuyo marido también había sido de
la partida. Según escuché, daban a esta situación numerosas versiones. Supe que
hasta Tomás había intervenido para lograr reconciliar a los novios. Aconsejando
al muchacho le escribiera una romántica carta a María Angélica, la novia, y se
la enviara con un hermoso ramo de rosas. Al parecer la solución había
resultado.
Tomás acudió al auto para ir a dejar a su
tía Ormidez y yo lo acompañé, no podía hacer otra cosa, en casa, nuestro
dormitorio estaba convertido en sala cuna. Al otro día entes del medio día nos
marchamos a Calama, a casa de otra de nuestras sobrinas. Rosita, hermana de la
novia quien vivía en esa localidad con su familia, esposo y tres hijos. Como
nuestros parientes nos contaron que en Calama hacía mucho frío, por la llegada
del invierno boliviano, elegimos gruesas ropas de vestir, más chales y
frazadas. Parecíamos verdaderos gitanos. Llegamos a la ciudad poco después de
mediodía con un calor abrumador. El invierno boliviano se había retirado y el
calor era agobiante, todos reímos de este percance tratando de acomodarnos lo
mejor posible a las circunstancias. Calama es una ciudad chica. Fuera de la
plaza, donde por las tardes se reunían los mineros que bajaban de Chuquicamata,
calzando sus botas de trabajo y sus coloridos pañuelos al cuello, no había
mucho que visitar.
Eso sí, era visita obligada ir a
Chuquicamata. Allí nos encontramos con un pueblo muy limpio, pero casi sin
gente en las calles. Parecía un pueblo fantasma. Al día siguiente visitamos San
Pedro de Atacama, pueblito pequeño y pintoresco, con perales en su plaza. Amarilleaban
en los árboles las peritas de la
Virgen y otras que caían
de los árboles, tapizaban el suelo. También visitamos el Museo del
lugar, que nos pareció bastante interesante. También la centenaria iglesia y la casa en que vivió
don Pedro de Valdivia. A Katy la aburrió tanta historia y prácticamente nos
obligó a devolvernos a Calama. De vuelta, nos detuvimos en los Pozos, Uno y
Dos, ubicados en medio del desierto. Unas especies de oasis regentados por bolivianos, quienes ofrecían servicio para picnics. El lugar
estaba acondicionado con mesas y una
piscina que me pareció insalubre. No había agua corriente y además el inmenso
mosquerío era espantoso, sumado a los abultados precios que cobraban.
Retornamos a Calama pensando regresar al día siguiente a
Antofagasta. Pero más adelante decidimos dejar nuestro equipaje, para que
nuestros sobrinos los transportaran posteriormente a esa ciudad. Partimos muy
temprano con dirección al norte, a Iquique, tomando un camino fuera de uso que nos
permitiría llegar más rápido a la carretera. El viaje fue maravilloso, admirando
el paisaje, con sus geoglifos y petroglifos por doquier. Al llegar a Iquique
fue hermoso admirar desde la altura del caserío, el Cerro el Dragón y el centro
de la ciudad. Como era cerca de la medianoche
nos dirigimos hacia el retén de carabineros más cercano. Necesitábamos que
alguien nos indicara alguna residencial o lugar donde pasar el resto de la
noche. Nos indicaron un lugar a una cuadra de distancia. Allí debimos despertar
a los dueños de casa, un matrimonio joven quienes nos recibieron en forma muy
cordial y nos ayudaron a bajar el equipaje. El auto quedó en la puerta de la
comisaría. Ocupamos dos piezas, en una mi hija y yo y en la otra Tomás y
Arturo. Sin embargo, tenía que ocurrir algún percance algunas horas después. Ya
nos habíamos acostado cuando de pronto mi cama se cayó en medio de un ruido
tremendo. Tal estruendo hizo que todos los habitantes de la casa llegaran
corriendo a nuestra pieza. Fue gracioso y a la vez trágico para mí, porque
debieron arreglar la cama para poder descansar esa noche entre las risas de
todos. Algo en el lugar me continuaba desagradando, de pronto comprendí, era un
olor a pescado que impregnaba el ambiente; de tal manera que debí hacerme una
mascarilla con el pañuelo para poder conciliar el sueño.
Pasamos una semana en esa ciudad,
recorriendo museos, iglesias, ferias y a la Sofri, en donde me di un gusto al comprar un
exquisito perfume francés. Esa misma tarde, casualmente, mientras admiraban
todas nuestras compras, Arturo derramo el contenido de mi caro perfume sobre la
almohada. Así es que esa noche y las siguientes, en vez de olor a pescado, casi me ahogué en
aroma francés.
Cuando nos embarcamos para Arica dejamos parte
del equipaje en la residencial y sólo llevamos la ropa más liviana adquirida en
esa ciudad. En Arica recorrimos todas las ferias. Fuimos al Morro a conocer más
de nuestra historia. Increíble todo lo que aprendimos. El personal a cargo del
lugar nos dio una instructiva charla sobre la toma por parte de las fuerzas
chilenas. Una vez que recibimos nuestros dineros solicitados a Valparaíso,
comenzamos el regreso a casa, no sin antes ir a dar una vuelta a Tacna. Después
de todo este largo itinerario consideré que nuestras ciudades y nuestra policía
lucían mejor que la de nuestros vecinos inmediatos. Me pregunté si sería el
exceso de patriotismo lo que me impulsaba a pensarlo así. Posiblemente así era.
El viaje de regreso fue rápido. Nos
detuvimos un día en Iquique, en la residencial, donde nos hicieron una linda
celebración de despedida con música pascuense. Los primos de la dueña de casa
pertenecían a un conjunto musical que cultivaba esos ritmos. Ella se había
criado en la Isla
de Pascua y en esa oportunidad hasta participó en la danza. La comida también
fue especial, como plato de fondo nos sirvieron “papas a la luai caena”… En
Antofagasta nos quedamos otro día más. Aprovechamos de retirar nuestras
pertenencias y acordamos regresar a casa, no sin antes pasar a la Serena a visitar el
Convento de las Carmelitas Descalzas. Allí Tomás, mi marido, tenía una anciana
tía paterna, Sor Margarita del Corazón de Jesús, a quien todos queríamos mucho y con un afecto
recíproco por parte de ella.
A pesar de todos los contratiempos,
olvidos y otros detalles, nuestro viaje fue hermoso y entretenido. Hace mucho
que no visitamos Antofagasta pero los recuerdos de este viaje serán únicos e
inolvidables.
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