COTILLÓN
Caminaba
despacio, arrastrando los pies. Desaliñado, hasta sucio, con barba de semanas,
quizás meses. Delgado de hambre, callado de angustia, triste de incomprensión,
millonario de lástima. Apretaba los timbres de cada casa de aquella calle
concordiense, donde el sol entrerriano de diciembre quemaba como el infierno. A
veces, qué casualidad, no había nadie. Otras, no abrían la puerta y le
contestaban una incongruencia: "no queremos nada", sin darse cuenta
que " él no ofrecía nada".
Así
una y cien veces, mientras llegaba la noche y nacían las luces. Cuando
imaginaba ya acostarse en la céntrica Plaza 25 de Mayo a escuchar los ruidos de
la cena insatisfecha - acurrucado por el Monumento a la Madre del famoso escultor
porteño Luis Perlotti - se abrió una puerta que ni siquiera había rozado y una
voz con más alcohol que sonido le dijo: "
Pasá, toma la bolsita con el bonete, los pitos y las matracas. No te ubico con
el disfraz pero supongo que sos amigo de Susana. A ésta la conocen todos desde
el Yuquerí Chico hasta la represa de Salto Grande y ninguno se quiere perder el
festejo de sus 40 años. Servíte lo que quieras".
Entró
empujado por el asombro y animado por la necesidad. En su cabeza, con tanta
melena, el sombrerito de cartón se ubicó como un bote en tormenta de alta mar.
El asma no le daba aire para soplar la corneta, pero igual se la puso en la
boca para no romper la magia de la fiesta que se desarrollaba entre la
oscuridad , música a rabiar y el clericó, con mucho vino y poca fruta, eso sí,
fundamentalmente naranja, para honrar a la Capital del Citrus.
Se
miró el dedo gordo que asomaba por la puntera de su zapato izquierdo - que
había transformado su vestimenta en una mascarada - y le agradeció su
existencia , mientras se acercaba sigiloso a la mesa de los triples. Ya habría
tiempo de saludar a la desconocida Susana y entregarle algún regalo imaginario.
Con la panza llena se le ocurriría algo que justificara su presencia allí,
independientemente de que él no había "entrado" sino que "lo
entraron".
Pasaron
las empanadas, las salchichitas con mostaza, las canciones de los que no saben
cantar pero que divierten a los demás porque el ridículo tiene más marketing
que la cara de culo. Era el momento del happy birthday, la torta y el champange.
Hora
de emprender la retirada. Por las dudas y también por las certezas del día
después, se metió en el bolsillo del saco raído tres cañones con dulce de leche
para el desayuno del domingo al despertarse en el banco placero con las
campanas de la misa de diez de la Catedral de San Antonio de Padua de la
Concordia.
Antes
que se apagara el ruido y se prendieran las luces, retornó a la vereda. Era
madrugada y los faroles de la calle estaban off, cumpliendo con la ordenanza
municipal de ahorro de energía. Si hubiera habido alguna claridad proveniente
de una luna que no vino a la reunión, habría alcanzado a ver el cartel que no
vió cuando su inesperado amigo le abrió la puerta.
Decía:
" Hoy Gran Fiesta de Cotillón Gran. La Su entra en Cuarentena.".
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