El
escritorio de Ignacio
Ignacio, antiguo director de orquesta, ingeniero y profesor, ha descubierto que aquello que pugnó toda su
vida por salir a la luz, su deseo de
escribir, se ha hecho presente en la edad
jubilatoria, haciendo pasar a segundo plano sus otras actividades.
Pero no todo se desliza en su escritorio
con la tranquilidad que necesita para
concretar su deseo.
Nuevamente, como cada vez que se sienta a escribir, se oye el sonido burlón,
muy desafinado y en doble cuerda,
del acorde más grave del violín que cuelga en la pared frente a él.
Un negro y brillante clarinete, colgado al
lado del violín, también para molestarlo deja oír, rápido como un rayo,
las doce notas de su escala cromática más
aguda.
Ignacio
ya no se sobresalta, como lo hacía al principio, por las pullas de estos antiguos
amigos, ahora despechados porque los
dejó a ellos y a la Música por la Literatura , y que tratan de distraerlo de su elección definitiva como si fueran niños
caprichosos.
Cuando
parece que los protestones se hubieran
llamado a silencio, el violoncello, que descansa en una esquina de la
habitación, detrás del escritorio, con un acorde
muy grave y atrevido de sus
cuerdas flojas, hace temblar la hoja de papel recién comenzada.
Ahora sí se enoja un poco nuestro amigo,
mira hacia atrás con expresión severa y
con un índice perpendicular a sus labios pide silencio y respeto.
Los
instrumentos se callan, pero solo por un momento. Esperan que ordene a su mano escribir una frase, para comenzar nuevamente con su secuencia de
ruidos molestos.
Así se repite varias veces la misma
escena hasta que el antiguo director de orquesta devenido escritor, hace algo
que hubiera querido evitar, para no mezclar el presente con el pasado:
toma de un portalápices su ya amarillenta batuta de marfil y empuñándola con decisión, con un solo
movimiento vertical de arriba abajo, impone silencio a los díscolos.
Y
ahora sí consigue Ignacio la tranquilidad necesaria para completar el trabajo al que le dedica ahora sus afanes.
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