martes, 21 de abril de 2015

Saúl Buk-Argentina/Abril de 2015



                                                   
Anita y la fontana
                                                                                        La necesidad del mito, estará presente allí donde
                                                                                        haya personas que se llamen a sí mismas humanas.

                                                                                                                                    Rollo May 
                                                                                                                                                                                                                      Mi amigo y yo, decidimos premiarnos con un viaje al verano europeo. Ambos habíamos egresado ese año, de la Universidad de Buenos Aires, invictos en nuestra carrera profesional
Trámites y pago de por medio, llegamos a Roma en un vuelo directo.
 Transportados al hotel, sólo tuvimos un rato de descanso y salimos para encontrarnos con el resto de la gente que había contratado el mismo circuito turístico que nosotros.
Sabíamos, por haber leído y escuchado, que una de las excursiones que más nos iba a conmover sería la visita por la noche a la Fontana di Trevi, que era el horario en el que concurrían principalmente los solteros.
 El guía nos informó que además de llamarse así por haber sido el lugar de encuentro de tres vías o sea tres desembocaduras de calles de Roma, este lugar era antiguamente el punto final de un acueducto, el Acqua Vérgine.
Era costumbre que los visitantes, ubicándose de espaldas a la misma, arrojaran con la mano derecha tres monedas al interior de la fuente.
 Se procedía a este ritual, haciéndolo por sobre el hombro izquierdo, y de esa manera se cumplía el mito que se había originado en la filmación de la película La dolce Vita. Consistía simplemente en que la primera moneda hacía cumplir el deseo de  volver a visitar Roma. La segunda era conocer a una mujer italiana. La tercera era que uno se casaba con ella.
Estando al borde de la fuente, descubrí  que sólo tenía una moneda, por lo que me sentía algo apenado, a pesar de no creer mucho en los mitos.
 Mi amigo no tenía dinero metálico.
Yo tenía los ojos  fijos en los pequeños círculos que se producían en el agua, cada vez que una moneda chocaba con la superficie de la misma.
De pronto  apareció una imagen, casi fantasmal, de Anita Ekberg, en el medio de la fuente.
Ella flexionaba y extendía su dedo índice derecho, con la palma de la mano mirando al cielo y me decía en italiano:
-Qui, Marcello.
Entender, le entendí, pero…
Me di vuelta para ver quién era Marcello, pero parecía que para ella, Marcello era yo.
 La escultural belleza, de sugerentes carnes y estrecho corsé, se agachó e introdujo su otra mano en el fondo de la fuente, levantó dos monedas del piso y me las mostraba con mucha gracia para que yo fuera a buscarlas.
- Qui Marcello, me dijo acentuando cada  una de las letras ele.
Me introduje en el agua, que me llegaba a las rodillas, mientras mi amigo me decía que estaba loco. Me acerqué a la diva y tomé de su mano las dos monedas.
Salí de la fuente, busqué en el bolsillo del pantalón mojado mi moneda, me ubiqué de espaldas al lugar en el que se encontraba Anita y arrojé de a una por vez las tres monedas, pidiendo los correspondientes deseos.
Cuando me di vuelta para ver si había ocurrido algo, observé un espacio vacío, ella había desaparecido. Todavía no entiendo, pero me acongojé. Yo también me sentía vacío...
Lo más curioso, es que mi amigo (mientras ocurrían estos sucesos), no la vio. No me extrañaba, sólo confirmaba que era un atolondrado.
¿Hacia dónde estaría mirando?
Se lo pregunté varias veces y él, no sé por qué, me observaba con desconfianza.
El haber utilizado monedas arrojadas anteriormente por otro, me tenía mortificado.
 Luego nos fuimos y me quedé pensando si no le habría quitado la suerte a alguna otra persona,
 Pero el hecho ya no tenía reparación posible.
Por suerte esa noche tuve un sueño en el cual se me apareció Anita Ekberg, donde me confesaba que me estuvo esperando y que ella era la mujer predestinada.
Agregó que, seguramente, si ella hubiera sido italiana, se habría convertido en mi esposa.
Me desperté sobresaltado.
No lograba coordinar mis ideas lógicamente, lo sacudí a mi amigo que dormía en la cama vecina.
Se despertó asustado, miró el reloj, eran las tres de la mañana.
-¿Los sueños serán mitos y la vida será un sueño?, le pregunté.
Me miró muy fríamente, giró su cabeza (como lo hacen los muñecos de los ventrílocuos), se abrazó a la almohada y comenzó a roncar una dulce melodía.






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