Buenos Aires
Los sucesos que se relatan en esta historia tuvieron
lugar en Buenos Aires en el verano del año 2015. Para la mayoría de la gente
fueron el resultado de la sumatoria de acontecimientos que, al modo del fluir
de agua sobre un cuenco, en un momento, lo rebalsa.
A primera vista, Buenos Aires es una ciudad como
tantas otras del mundo occidental. Mira a un río. El Río de la Plata refleja en sus aguas
una arquitectura de estilos y calidades variados.
La ciudad en sí es bonita. Su aspecto es de una urbe
en constante movimiento, de actividad imparable, vertiginosa y fría. Al menos
es así en ese mundo estrecho, eléctrico e hiperhabitado que se conoce como la City porteña.
Los edificios de alturas incalculables, las calles
densamente pobladas por vehículos y personas apuradas contribuyen al
ensañamiento que el clima ejerce sobre Buenos Aires. Así es como en verano, el
asfalto acoge al sol para devolver su calor con lengüetazos que castigan a los
caminantes. En invierno, la altura y el ancho de los edificios, su
proliferación en el cielo y en la tierra, promueven un juego de escondidas en
el que el sol pocas veces es descubierto.
Desde hace algún tiempo, Buenos Aires está triste, con
nostalgia. Extraña los viejos tiempos en que las gentes se sentaban en las
plazas a mirar el cielo, a escuchar los pájaros mientras se contaban la vida.
Llora aguaceros furiosos que inundan las calles que los presupuestos de
sucesivos gobiernos olvidaron.
Una vez, hace unos años, Buenos Aires lloró hielo. Fue
el día siguiente al que murió mi padre. Odié esa nieve, la odié porque él, que
nunca había visto nevar, ya no estaba.
Pero eso es tema de otra historia, volvamos a Buenos
Aires, sin nieve.
Para conocer una ciudad hay que subirse a las
manecitas del reloj y ver qué pasa.
Cuando marca las siete, la ciudad se sacude la noche instalada en todos sus rincones.
Lentamente se pone en movimiento, colectivos de colores, con recorridos muchas
veces delirantes empiezan a competir con trenes y subtes. Las estaciones del
subterráneo, y las de los trenes forman la boca de un nido de insectos ávidos
de llegar a mil lugares diferentes para trabajar, estudiar o simplemente
encontrarse con otros o con su propia soledad.
Los bancos, los negocios, las casas de cambio, de estudios,
albergan a todos esos seres que, más o menos frustrados o satisfechos, gastan las mañanas de su
existencia.
Al mediodía la pausa no siempre llega, A veces las
manecillas detenidas en las doce indican un cambio de trabajo, un destino
diferente para seguir haciendo, para continuar con el trajín de un vivir con
poca vida.
La siesta es un dinosaurio extinto, sólo queda de él
su espíritu fantasma que sin pedir permiso se instala en la cabeza de la gente para sumirla en una
modorra que no se resiste a la aspirina, porque si de algo también sabe Buenos
Aires, es de aspirinas.
Lo bueno de todo esto es que la ciudad ha encontrado
una forma de burlar la tiranía del reloj. Un café, aunque sea de pie frente a
un austero mostrador, siempre invita a la charla.
También los turistas
escapan de los dictados de las horas. De las más variadas procedencias,
edades, poder adquisitivo y credos deambulan por las calles de la City. Sin horarios, sin
prisa, demandan la multifacética oferta de la calle Florida en sus tantos
formatos: negocios, galerías y manteros. Compran, consumen, caminan. De tanto
en tanto, alguno se detiene frente a un edificio para apreciar su bella
arquitectura.
El atardecer vuelve a encender Buenos Aires. Otra vez
la horda se desplaza con urgencia ante la promesa de la vuelta, el regreso a
los suburbios donde todavía queda barrio, cielo, familia.
Cuando las manecillas siguen su viaje y van marcando
la hora en que el sol hace la posta con la luna, Buenos Aires empieza a arder.
No lo saben los que ya no son tan jóvenes, mucho menos los que temen la bohemia
del noctámbulo.
Buenos Aires se despereza, se despierta ofreciendo
innumerables opciones para divertirse y recrear el espíritu.
Es de noche, es posible entonces, darle una tregua al
celular para tomar un trago entre amigos. Resulta paradojal que los fines de
semana muchos de los anónimos esclavos del reloj vuelvan a la City. Eligen un cine
de la calle Corrientes y disfrutan como extranjeros sin prisa. Eclipsados por
la magia de Buenos Aires, se permiten amarla deteniéndose en una esquina para
mirar el cielo escondido entre el brillo de los carteles luminosos.
Excelente es la observación de nuestra amada Bs. As. en distintas etapas de su vida.Más aún la escritora se anima y nos ofrece algunos formas de nuestro ser . En conclusión lo recomiendo como lectura para los jóvenes que van creciendo en tan hermosa ciudad.
ResponderEliminarAbel Espil