El TRÍPODE
A sus diez años, Hipólito
Buonocuore jugaba con sus amigos y no
faltaban en el pueblo, las chicas que lo rodeaban, necesitando compartir aunque
sólo fuera con los ojos, la diversión. Él, junto a los otros, parecía que lo
izaban como una bandera por las ramas de las viejas araucarias, mientras los
pantalones cortos se inflaban con las ráfagas del aire fresco que llegaba desde
el Pacífico. Cuando sucedía, las muchachitas, casi de la misma edad o con algún
año más, quedaban embelesadas con esas piernas que terminaban en dos
protuberancias enormes que se asomaban ingenuas a través de los shorts
henchidos. Después se despedían contentas cuando el juego terminaba e Hipólito
no llegaba a darse cuenta porqué el beso de despedida era algo tan esperado y
caliente.
Llegó la
escuela secundaria. En ella, siempre se destacaba por sus buenas notas y su
comportamiento y era puesto como ejemplo por los profesores, hecho que no era
del agrado de todos. Pero las chicas lo buscaban más que a otros y simpatizaban
extasiadas hasta que llegó la época de los acercamientos y el sexo le explotó
causando sensación no sólo en él, sino en las compañeras que se disputaban su
elección. Hipólito sonreía en su adolescencia y a veces se miraba en el espejo
metido en su narcisismo. Agradecía a
Dios de haberlo provisto de semejantes testículos porque era muy creyente. Esta situación hacía que todas las noches
tuviera la necesidad de rezar con sus manos adolescentes adosadas al pijama, un
padre nuestro, agradeciendo al Seños, y rogándole que nunca lo abandonara en
esa gracia concedida.
En el
último año, apareció en el Colegio una monjita hermosa y suave, para colaborar
en las tareas catequísticas, dado que se trataba de una Institución privada y
católica de los Hermanos del Sagrado Verbo, y verla y volverse loco fue sólo
uno. Por las noches, soñaba con esa carita blanquecina de oscuros ojos que lo
miraban con cariño y en su cabeza empezaron a cruzarse los pensamientos. Nunca
fue tan religioso como desde ese momento. Había cambiado el ruego del
agradecimiento por sus virtudes físicas por el de que Nuria, la monja,
accediera a sus reclamos. El día lo encontraba con los ojos abiertos, llenos de
sueño y debajo de ellos, no tardaron en dibujarse unas sombras violáceas.
A todo
esto, tanto el ecónomo como el provincial de la orden no podían explicarse qué
sucedía con ese ángel que habían mandado a la casa para instruir a los alumnos
en catequesis. Ella se escurría por los pasillos con su voz cantora, con una
agilidad felina, moviendo acompasadamente
las caderas debajo del manto, bajo la mirada de todos. En esos momentos,
a aquéllos se les esparcía por el cuerpo un simple temblor, que se les
duplicaba cuando tenían que sostener la mirada. Ellos pasaban la noche
divagando y perdiéndose en esa figura cubierta por el hábito, durmiéndose con
la cara enrojecida de pensamientos lujuriosos pero reales. A Hipólito, le
sucedía lo mismo, salvo que ninguno de ellos se animaba a comentar el infierno
al que habían penetrado. Hipólito, joven y decidido, se acercó en una tarde de
primavera que siempre todo lo resuelve, y susurró palabras al oído de Nuria. Su
rostro generalmente pálido empezó a tomar color como si hubiera incorporado una
gran dosis vitamínica y apretó la mano de él, en señal de asentimiento. Esa
noche, el cielo y la tierra estuvieron de fiesta y las estrellas brillaron como
nunca. Hipólito durmió sosegado desde la madrugada en su cama, de regreso del
paseo que había hecho entre recovecos hasta el humilde camastro, donde Nuria
había dicho adiós a su virginidad. La historia llevó meses y cuando ya estaban
por empezar el tránsito a una huída conjunta, Hipólito se encontró una noche
que a la muchachita mística pero con sexo como corresponde a una mujer, la
habían enviado a Roma. Llanto y tristeza inundaron su mente y sus gestos.
Había nacido signado.
Al poco tiempo, otra adolescente
empezó a acorralarlo con arrumacos y mimos y se enlazó de tal manera que
terminó en casamiento. La felicidad duró un tiempo, pero como el amor no se
vende ni se compra en ninguna empresa, un día reconoció que se le había acabado
cuando otra muchachita rubia, ganada por sus encantos lo volteó en un jardín de
espumoso pasto.
La fama de
Hipólito siguió creciendo. Hubo una seriada de mujeres enloquecidas que rugían
como leonas cuando lo encontraban y él volvió a agradecer a Dios el haberlo
dotado con semejantes dones. Con tanto ejercicio erótico, aumentó el desarrollo
de los genitales, habiéndose corrido de tal forma la voz en el pueblo que
empezaron a visitarlo de localidades
vecinas, algunas mujeres hambrientas de sensualidad. Fue allí, donde Hipólito
empezó a sentirse un fuera de serie, pero tanta dedicación a su figura le generó cansancio.
Decidió viajar hasta otros
lugares donde fuera un desconocido y así llegó a un país de América Central,
donde el calor aumentaba la temperatura de los cuerpos. Si bien había aprendido
a funcionar con perfil bajo, pronto ante algunas escapadas empezó su casa a
llenarse de flores, en señal de agradecimiento
por los servicios prestados. Y fueron caléndulas, gladiolos, rosas de todos
colores, rojas, amarillas, violetas que llegaban sin descanso a la cabaña,
desde la que todas las mañanas partía hacia su trabajo. Las mujeres de la zona guatemaltca
estaban acostumbradas ancestralmente a agradecer a los hombres que les habían
dado aunque fuera unos segundos de felicidad, de esa manera…
Y un buen
día, llegó ella. Lo miró y se le plantó erguida y contoneándose con una sonrisa
y una mirada dulce, llena de palabras. Algo se le nubló en su cordura. Su
confusión fue en aumento cuando la mujer no respondía a insinuaciones, si bien
en algunos momentos acercaba y le jugaba con su cuerpo, apretadito a él, pero
retirándolo al instante, dejándolo como clavado en el piso con sus dos piernas
y ese miembro que se aferraba a la tierra, mientras ella, le daba un radiante
adiós. Enterados de sus complicaciones, sus amigos no tardaron en apodarlo
Trípode, hasta que se unió a esa mujer que lo volvía loco y que le prohibió
religiosamente que después de ella, hubiera otras. Él lamiró largamente a los
ojos, ella sostuvo la mirada, se tomaron de las manos
y como eran muy
creyentes dijeron amén.
Con el paso
de los años, parece haber cumplido la promesa. Regresado de aquél otro país, se lo ve caminar por las calles de Santiago
colgado de su matrona o tomado de la mano.
Lo que no
se entiende es cuál es la razón por la que siguen llegando del Valle del Elqui,
de Barcelona, de Suiza, de los mismos Alpes, de Miami, ramos floridos que
transforman su oficina de los barrios altos en un colorido paisaje. Incluso,
ahora, desde Croacia.
Él no
contesta a esas preguntas. Entra en silencio. Sonríe y une sus manos en un
saludo zem, bajando los ojos hacia el suelo. Cuando los alza, se encuentra con
un cuadro de Rembrant del señor estampado en la cruz.
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