¿Se acuerda de mi sueño, Milagro?
Milagro y Segundo forjaron su historia en un pueblo de la Puna Salteña, cuando
las condiciones laborales permitían que la pujanza dibujara sonrisas en los
cerros entre la magia de un paisaje casi desdibujado, árido, lleno de subidas y bajadas ondulantes en un
terreno tan irregular, como salado.
Milagro era quien sujetaba las riendas del hogar cuando
Segundo rumbeaba hacia la mina. Rostros curtidos por los ventarrones de los
salares desparramados como tributos de acervo geológico, eran la seña de
distinción de la pareja, por cuyas venas latían rastros de una cultura
arrasadora instalada a fuerza de cruces y espadas.
Como testimonio de sus pasos por la vida quedaron cuatro
pedacitos de humanidad que serían el vivo recuerdo de su existencia. Como
indeleble sello estampado en ese paisaje agreste, llamas y zorros compartían
espacios entre el olor penetrante del azufre, sin saber que el futuro llegaría
demasiado pronto para dejar cicatrices talladas en las almas de la familia y el
vecindario.
Una mañana de esas que podría haber sido como cualquier
mañana, Segundo se levantó temprano para comenzar su día de trabajador minero.
Fue un despertar agitado. Segundo transpiraba, su
respiración jadeante indicaba que algo muy feo estaba sucediendo dentro de ese
hombre fuerte, no acostumbrado a rendirse ni cuando la adversidad golpeara
ensañándose contra él y su familia. Verlo en ese estado, desesperó a Milagro,
quien intuía que ese día no sería como todos, mientras se persignaba diciendo
–Dios mío ¿qué pasa, Segundo? Usté no se siente bien,
m’hijo.
-Espere que le preparo un matecito, agregó mientras trataba
de espantar los resabios de sueño pegados a sus ojos tan negros de mirar
profundo.
-¡Ay mujer! Viera que sueño tan feo, no sé si fue un sueño,
más bien creo que tuve una de esas cosas que usté llama ¿cómo es que le dice,
Milagro? ¡Una visión! Eso, una visión, Milagro, y usté también estaba ahí. Y
los muchachitos estaban, Milagro. Y estaba todo el pueblo.
-¡Y eso, Segundo? Si es así no es p’asutarse tanto,
puntualizó ella.
-¡Qué cosa tan fea! Sabe, soñé o viví, mejor dicho, porque
yo eso lo viví d’enserio. Vi que pasaba por el hotel de don Carlos Antúnez, pasé
también por la escuela y sentí el griterío de los niños. El más chico me
saludaba con la manito, pero lo más raro, Milagro, lo más raro me pasó cuando
bordeaba la iglesia.
-¿La iglesia? ¡Ay, Dios mío! respondió la mujer
persignándose nuevamente. ¿Usté soñando con la iglesia? Con razón se levantó
así de mal.
-Viera vieja, allí estaba al padre dando misa, yo pensaba,
qué raro, misa en día de semana y Milagro que no me dijo que iría.
-Ay Segundo, eso sería lo de menos ¿desde cuándo usté
dándole importancia a las misas si nunca pensó en la iglesia, ni siquiera para
acompañarme. Y con lo bien que uno se siente cuando va. Pero a usté
nunca le hizo gracia, y mire que venir a soñar con la
iglesia, válgame Dios y María Santísima.
-Ahí está el tema, Milagro, porque en el sueño yo me metía
como si nada. Y vi al Cristo con lágrimas rodándole por la cara de porcelana
descascarada. ¿Es así como está? ¿Descascarado?
-Sí, Segundo, sabe cuántos años lleva en ese altar,
respondió Milagro mientras con una mano preparaba mate y con la otra apretaba
un rosario heredado de la familia, cuyo cofre era el bolsillo de cualquier ropa
que usara la mujer.
-El curita decía algo como que era el final del pueblo. Y yo
que quería preguntarle cómo podía ser que dijera eso, pero ni me salía la voz
p’a preguntar.
-¡Ay Jesús, menos mal! Murmuró en voz baja, Milagro, antes
de agregar.
-¡Tan descreído que es. ¡No quiero ni pensar qué cosa
hubiera preguntado!
-No, Milagro, esta vez le juro que no. Yo quería decirle
¿cómo qué el final del pueblo? ¿Cómo puede decir eso? Vea como llora el Cristo.
¿Y entonces p’a qué están usté y los vecinos del pueblo? Siempre fueron tan
amigos y ahora lo dejan llorando d’esa manera.
-¡No digo yo! Menos mal que no le salió la voz, dijo
Milagro, mientras chasqueaba las manos sobre su falda. Por enésima vez dibujaba
sobre su pecho la señal de la cruz, casi como en un acto mecánico irreflexivo.
-Fíjese que hasta soñando es un irrespetuoso, protestó la
mujer frunciendo el ceño.
-Ya le dije, Milagro, continuó explicando el hombre, aún
agitado. La cuestión es que el cura empezó a decir que vendría al pueblo el
asesino del tren y nadie podía creerlo. De repente lo único que vi, fueron
ojos, toda la iglesia se llenó de ojos. Ojos sin cara, sin nariz, sin boca, sin
nada. Ojosojosojos, repetía casi desesperado como volviendo a vivir ese sueño
perturbador.
-Y todos los ojos lloraban y lo pior es que yo también me
puse a llorar.
-¿A llorar, Segundo? ¿Usté llorando? Tiene razón hombre, eso
no fue un sueño, usté lo que tuvo fue una pesadilla. Tómese un mate calentito a
ver si se calma un poco, ofreció Milagro.
-La cuestión, Milagro, es que de pronto empezó a sonar el
bocinón del tren, todos los ojos se cerraban. Parecía que estaba pegando un
aullido, era como si algo grande lo estuviera apuñalando y el pidiendo socorro
y los ojos se cerraban y yo los quería abrir y no podía y más ojos y más ojos y
yo escuchaba su grito en cada bocinazo y siempre pidiendo socorro, contaba el
hombre desordenada, desesperadamente.
-Los ojos se salían de la iglesia, el único que estaba
completo era yo. Salieron la
Virgen, ese santo que tiene una bata marrón que usté menciona
siempre.
-San Antonio, respondió Milagro exhalando un suspiro de
resignación.
-Sería, dijo Segundo.
-Y se escapaban los ángeles corriendo y el tren que seguía
aullando y los ojos volvían a abrirse y a cerrarse y yo empecé a sentir olor a
muerte, Milagro, olor a muerte.
Milagro se santiguaba continuamente, su rostro empalidecía y
sólo atinaba a repetir –Usté tuvo una pesadilla, Segundo.
-Yo corría hasta el tren, me daba cuenta que se estaba
muriendo, quería salvarlo, sacarle el puñal que tenía en la espalda pero no
había nadie p’ayudarme. Todos los ojos volvían a cerrarse y usté ya sabe, los
ojos cerrados parece que fueran ciegos.
-Y el cura tampoco ayudaba, Milagro. Creo que se fue
primero, salió como disparado y los ojos lo siguieron.
-La voz no me salía, Cristo seguía llorando, los angelitos
corrían p’a cualquier lado tropezándose entre ellos y el tren que aullaba cada
vez más fuerte y seguía saliendo sangre de su espalda apuñalada.
Segundo seguía agitado, nervioso, preso de un terror que no
podía contener. Milagro dejó de cebar mate pero no de santiguarse.
De pronto, la bocina del tren se escuchó como todas las
mañanas a esa misma hora. Milagro dejó el mate sobre la mesa y se acercó a
Segundo tratando de calmarlo.
-Tranquilo viejo ¿No le dije que tuvo una pesadilla? Allá
viene, no hay quien pueda apuñalarlo, Mire que ver al tren sangrando y
apuñalado, sueño de locos fue ese, murmuró bajito, Milagro, mientras cambiaba
la yerba al mate.
-Segundo, vaya tranquilo p’a la mina que Dios lo protegerá
como siempre, dijo la mujer con tono de preocupación.
-Menos cuando duermo, Milagro, respondió el hombre antes de
partir hacia la mina, aún todo transpirado.
El azufre era transportado en cable carril desde zona vecina
hasta donde habitaba la familia. El agónico tren, según el sueño de Segundo, lo
transportaría con su serpenteante paso, imponente, desafiando al cielo separado
de la tierra por la cadena montañosa. Entre soledad y sal,
entre pueblo y pueblo, tradición y cultura enmarañada en ese
paraje lejano de mi tierra.
En la ciudad, otra formación transportaría al elemento
químico de número atómico 16 y símbolo S con destino a la capital del país. Los
pueblitos crecían, la gente vivía feliz entre fiestas patronales, himno en la
escuela, risa contagiosa de los pequeños y los perros correteando a los gatos
que huían hacia los cerros que parecían pechos maternales refugiando a los
perseguidos. Pasaron los días, Segundo no lograba olvidar su sueño al que
seguía interpretando como visión y que Milagro llamó pesadilla.
Una madrugada otoñal, cuando el sol comenzaba a perder
fuerzas dando lugar a que sombras absurdas aparecieran vestidas con mantos
corruptos, la pesadilla de Segundo fue gestándose como un feto monstruoso
parido desde el centro de cerebros malditos, tornándose realidad.
El trabajo comenzó a escasear. Alguien repetía que un
hermano del cuñado, de la mujer, del primo de su vecino de al lado, había escuchado
de boca de un viajero que en la capital se decía que ya no era negocio rentable
producir, sino traer de afuera. Segundo volvió a sentir aquel olor a muerte.
Sentía que se acercaba en silencio la sombra de la desgracia cada vez que
escuchaba noticias provenientes de la capital. Y no eran pocas.
Una tarde, bajo un cielo plomizo que descargaba una nevada
flojita sobre el lomo de las llamas y las montañas, el “dios” del yacimiento
reunió a los obreros para presentarle a una visitante inesperada, cuyo nombre,
se le ocurrió a Segundo, parecido a desgracia. Decía que por decreto, la mina
cerraría en pocos días. Segundo, revivió el sueño, pensó en Milagro y en los
niños. Volvió a sentir que todo se convertía en ojos cerrados, ojos que se
abrían, ojos que lloraban como los suyos. Y vio nuevamente a los ángeles
tropezándose unos con otros.
Regresó a la acogedora casa donde albergaran, hasta ese
mismo día, las esperanzas de un futuro que estaban asesinando. Volvía con la
espalda doblada, la mirada ausente, el corazón palpitando como cortado en
pedacitos y sin forma de unirlos nuevamente.
A pocos kilómetros de allí, sintieron un alarido igualito
que el del sueño de Segundo. Fue el último grito del tren que moría. Segundo
sabía que lo estaban apuñalando.
Abrió la puerta de la vivienda, allí estaba Milagro abrazada
a los niños, la noticia había corrido como corre la nieve por la falda tableada
de la montaña.
-Tenemos que irnos dentro de poco, Milagro, vaya preparando
las cosas que se puedan llevar. Acá ya no queda lugar p’a más nadie.
-Vio, mi viejita, lo apuñalaron nomás, dijo Segundo,
tragándose las lágrimas para que sus hijos no notaran su flojedad.
-No sé cómo haremos pa’ ir a visitar a sus hermanos, se
acabó también la familia, mi vieja.
-¿Y dónde iremos? Preguntó la mujer acariciando el rostro
entristecido de su compañero.
-Ay Milagro, mujer, ya vio que yo no sueño si no que tengo
visiones. En una de esas, quién no le dice, empiece a soñar de nuevo. Por ahí
sueñe que el gigante se recupera de esta puñalada, decía Segundo próximo a
asistir a las exequias de lo que fuera su pueblito antes de convertirse en un
fantasma insepulto entre el paisaje árido y las esperanzas despedazadas.
Algunas mañanas, cuando el sol tímidamente asoma pareciendo ensartarse en los
picos de la cordillera rasgando las sombras de la oscuridad, dicen que se
escucha el aullido del gigante que yace a lo lejos, entre la herrumbre y el
olvido. Sigue con el puñal clavado en su espalda de acero, dando desesperados
manotazos tratando de acariciar los restos de una historia derrumbada.
-Que vuelva a soñar, Segundo, se lo ruego, pide Milagro a su
Dios, todos los días. Usté sabe lo bien qu’estábamos allá…
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