HOSTILIUS, EL PRETOR
Hostilius era
un hombre al cual su bondad y su humildad le precedían. Sus edictos eran
siempre considerados los más justos y los más acertados a la realidad social, y
su forma de tomar decisiones se erigía como la más plena manifestación de la
equidad. Tan sabio y noble, todos acudían a él por sus consejos, y él no dudaba
en extender su mano hacia los afligidos y oprimidos. La gente confiaba en él,
pues no era como otros magistrados, que tenían la razón nublada por
improductivos aires de grandeza. Sin embargo, últimamente no era el mismo.
Hacía ya varios días que no hablaba con la gente y que descuidaba cada vez más
sus obligaciones de magistrado. Los mendigos comentaban que le habían visto
varias veces por las noches, que solía abandonar su morada sigilosamente y,
como si estuviese sumido en un inquebrantable trance, vagaba, al parecer sin
rumbo alguno, por las calles de la ciudad, bañado por la tétrica luz de la
luna, su única cómplice. También le vieron internarse en callejones oscuros y
hediondos, donde las sombras se arremolinaban dando vida a criaturas olvidadas.
Y con ojos desorbitados miraba hacia aquél disco plateado en el cielo, mientras
recitaba frases horribles e incomprensibles que parecían invocar seres de las
ignotas profundidades del miedo mismo.
Pero, al despertar por la mañana, Hostilus no recordaba nada acerca de
sus caminatas nocturnas; sólo recordaba haber tenido sueños muy extraños,
sueños acerca de otras épocas y de terrores inimaginables. Y, con el tiempo,
Hostilius ya casi no dormía; no quería sumirse en los elíxires de la
ensoñación, pues estos traían consigo pesadillas que perturbaban su mente y
quebraban su espíritu, pesadillas que de seguro fulminarían a cualquier persona
de espíritu más débil, pues, si bien él las resistía, aun así significaban una
paulatina merma de sus energías. De seguro al final sucumbiría ante el
cansancio, y sus fuerzas se escurrirían por cada poro de su cuerpo, dejándole a
merced del sueño eterno y vacuo.
Pasaron días, meses, años, y nadie vio nunca más Hostilius, que ya no
abandonaba su casa sobre la loma más alta de la ciudad, rodeada ésta por
árboles que habían perdido todas sus hojas y que se habían teñido de un color
alquitrán, árboles cuyas ramas se contorsionaban en tétricos ángulos que daban
la impresión de ser posturas humanas sumidas en una inexorable rigidez post
mórtem. Ya no era Hostilus el bondadoso, el humilde, el justo; ahora era
Hostilius el loco, el ermitaño, el maldito. Nadie se atrevía a aventurarse por
los senderos que conducían a su morada, pues se había esparcido la voz de que
estaba poseído por un demonio, el cual cernía su maldición sobre toda la
colina.
Pero un buen día, un escéptico y afamado aventurero llamado Tarpeius
Gratius, comunicó que se atrevería a visitar al viejo Hostilius y a descubrir
que temores le aquejaban. A cambio de eso, la ciudad debería erigir un
monumento en su nombre, honrándole por su inigualable valentía al enfrentarse a
peligros desconocidos. Las autoridades de la ciudad accedieron, y el joven
emprendió su marcha.
Dos semanas pasaron, y nadie tenía noticias de Tarpeius Gratius. A la
tercera semana, todos concluyeron en que de seguro habría muerto en aquella
loma maldita, o que fuerzas demoníacas lo mantenían captivo en la casa de
Hostilius. Pero el último día de esa semana vieron a Tarpeius, de semblante
perturbado, aparecer al pie de la colina, por el sinuoso senderito que conducía
directamente a la casa del viejo pretor. La primera reacción de las gentes fue
de pavor, porque no sabían si Tarpeius traía consigo la maldición. Al final, dos
guardias le llevaron a la plaza principal, en donde la gente se reunió para
escuchar lo que había descubierto. También el Cónsul se había presentado para
oír el relato. Cuando el tumulto de gentes alcanzó una dimensión considerable,
Tarpeius, ubicado sobre una tarima, miró al Cónsul, y éste asintió dándole la
palabra. Entonces, alzó los brazos, y la muchedumbre hizo silencio.
Tarpeius contó que durante su ascenso por el sendero sufrió incontables
miedos. Que durante todo el trayecto había escuchado sonidos guturales
provenientes de detrás de árboles podridos, y que el viento le susurraba
obscenidades al oído. Un par de veces cayó sentado del susto, al divisar,
cruzando el sendero, imágenes traslúcidas de hombres vestidos con ropas
extrañas, que hablaban para sí mismos en un idioma enigmático y grotesco. En
aquél momento comprendió que un terrible mal se había apoderado de todo el
lugar.
Al llegar al jardín de Hostilius, sintió que una gran congoja le invadía
el corazón. La casa se encontraba como encogida hacia su epicentro, como si la
a palpable pesadumbre que ranciaba el aire hubiese depositado todo su peso
sobre los tejados, haciendo ceder los cimientos. La luna llena se erigía
imponente en el cielo, y sus cráteres asemejaban la peculiar imagen de una calavera,
que sonreía diabólicamente ante la llegada del infortunado aventurero. Aunque
no había viento alguno, los árboles que rodeaban la casa se contorsionaban y
estiraban sus ramas hacia Tarpeius, como huesudas manos ansiosas por rodearle
el blanquecino pescuezo.
La casa de Hostilius era bastante grande, y para llegar hasta la entrada
principal había que cruzar una extensa galería de columnas talladas. Y las
tallas no eran para nada agradables: un sinnúmero de misteriosos rostros
esculpidos sobre la piedra, rostros de antiguos magistrados tan célebres como
lo había sido Hostilius. Y mientras Tarpeius cruzaba silenciosamente la
galería, los rayos lunares otorgaban a ciertos rostros un semblante tétrico:
algunos parecían gesticular, sonreír, o mover sus mandíbulas, emitiendo
quejidos lastimeros que se fusionaban con el espeluznante silbido del aire
helado.
La puerta estaba entreabierta, y una tenue luz provenía del interior.
Unos cuantas velas, prácticamente derretidas, eran las encargadas de alumbrar
la estancia, y daban vida a sombras danzantes que, sobre las paredes, mutaban
adoptando formas antropomórficas. Unos gemidos roncos provenían de una
habitación contigua. En ella, Tarpeius encontró al viejo Hostilius postrado en
su cama. El pobre saco de huesos gimoteaba y se retorcía constantemente, como
si algún intenso dolor estuviese abrasándole las entrañas. Tarpeius se acercó
al viejo, y, de repente, éste despertó de su vívida pesadilla y le tomó por el
cuello. La fuerza del anciano era inigualable. Entonces, Hostilius le contó que
él mismo ya no debía existir, que hacía mucho tiempo que su corazón había
dejado de latir, pero que la maldición no le dejaría morir sin antes contar lo
que había visto. Sólo después de hacerlo podría desvanecerse plácidamente hacia
la nada, hacia el placentero abrazo del olvido, donde los temores ya no le
acosarían.
Hostilius contó que una mañana, hace muchos años, cuando todavía era un
personaje respetado, se encontraba trabajando en su jardín, regando sus flores
preferidas y podando ciertos arbustos. En ese momento, el sol comenzó a
oscurecerse hasta quedar prácticamente oculto tras un velo mortecino. Durante
los minutos que duró el espectáculo astrológico, cosas extrañas sucedieron:
Hostilius escuchó voces, bufidos y carcajadas misteriosas, y todo se oía tan
cerca que por un momento creyó estar rodeado de personas, personas que no podía
ver. Al cabo, una extraña roca se materializó de la nada en el jardín; era
extraña, pues si bien se notaba que era una roca, podía verse a través de ella.
Así, sucesivamente, ante Hostilius aparecían diversas imágenes traslúcidas que
luego se esfumaban, imágenes de árboles grotescos, de cavernas oscuras, de
edificaciones horripilantes, de seres de otra realidad. Y estos objetos
traslúcidos afloraban sobre los objetos circundantes de su misma índole, como
si quisiesen desplazarlos, como si quisiesen adueñarse de ellos para
constituirse en los únicos moradores de ese específico lugar en el
distorsionado espacio-tiempo.
Cuando el sol recobró todo su esplendor, ya no aparecieron nuevas
imágenes. Sin embargo, algunas de ellas se habían materializado por completo,
decididas a permanecer de ahora en más en este plano de la realidad, una
realidad tan familiar y, a la vez, tan extraña. Allí, sobre el pasto, donde
antes no había nada, yacía ahora una roca. Y los árboles ya no eran los mismos,
ahora eran negros, raquíticos y deformes. A un costado de la colina, una
caverna, que por cierto, antes no estaba allí, abría sus amenazantes fauces,
como invitando a explorar los terribles secretos de sus abismos.
Perplejo ante tal descomunal fenómeno, Hostilius corrió hacia la
seguridad de su morada. Quería ir colina abajo, hacia la ciudad, para contarles
a todos lo que había visto, pero todavía estaba tan asustado, tan absorto ante
ese horror sobrenatural, que las piernas apenas le respondían, y el corazón le
galopaba frenéticamente amenazando con despedazarle el pecho. Necesitaba
tranquilizarse, exorcizar el pavor de sus entumecidos músculos.
Para calmar su temor se dirigió a su habitación, con la intención de
acurrucarse bajo las tibias mantas de su camastro. Pero algo YA ESTABA ALLÍ…
bajo las mantas, un bulto se movía lentamente, gemía. Hostilius se aproximó a
paso silencioso, conteniendo la respiración, y de un rápido tirón hizo a un
lado las mantas, y contempló algo que haría orinarse al más corajudo de los
gladiadores: un niño completamente deforme, desde su rostro hasta sus pies,
gemía y sangraba por sus cavidades oculares, por su nariz y oídos. Al
percatarse de la presencia de Hostilius, profirió el alarido más terrorífico
que pudiera salir de la garganta de un niño, y luego murió.
Hostilius se quedó inmóvil, petrificado ante aquel horror inimaginable.
Y cuando se llevó una mano a la boca tratando de apaciguar las náuseas, el
niño, lentamente, se desvaneció. Ni un sólo rastro de su presencia quedó sobre
las sábanas, tan blancas y pulcras como de costumbre.
Tarpeius escuchaba, sumido en el pavor más intenso, el relato del viejo,
que todavía le tenía sujeto por el cuello. Hostilius sonrió y le soltó de
repente. Tarpeius tuvo la intención de salir corriendo de ese lugar maldito,
pero había algo, como una fuerza proveniente de los místicos ojos del viejo,
que le retenía en la habitación. Tarpeius gritó y trató en vano de zafarse de
esa atracción supernatural. Sin prestarle demasiada atención, Hostilius
continuó su relato.
Dijo que, desde aquel día del eclipse, no había vuelto a ser el mismo
hombre. Hubo varias mañanas en las cuales había despertado con los pies
adoloridos y cubiertos de fango. Evidentemente, salía durante las noches, pero
él no lo recordaba. Algo había cambiado en él, algo se había metido en él.
Luego comenzaron las pesadillas, las más horribles que un hombre pudiese
soportar. Le acosaban constantemente, hasta que llegó al extremo de no querer
dormirse. Y cada vez que el sueño vencía la batalla, Hostilius moría un poco,
pues su corazón, estrujado asiduamente por el miedo, se debilitaba cada día
más. En sus sueños veía extraños personajes que hablaban consigo mismo en una
lengua apócrifa, y una vez que terminaban de invocar quien sabe qué demonios de
las abisales profundidades del Infierno, enormes explosiones estallaban en
todas direcciones, desmembrándolos. Pero los restos corporales cobraban vida, y
se arrastraban con dificultad para unirse a los cercenados pedazos de algún
cuerpo ajeno. Así se unían las carnes foráneas, formando grotescos seres
heterogéneos que se incorporaban tambaleantes, y que miraban al cielo
profiriendo espasmódicos gruñidos.
En el cielo aparecieron enormes aves desconocidas que escupían fuego.
Entonces, los seres malformados corrieron torpemente para guarecerse entre las
ruinas de una ciudad devastada. Una de las aves lanzó un huevo enorme, el cual,
al impactar sobre la tierra, estalló liberando un gas verdoso que se escurrió
por entre las ruinas de la ciudad, alcanzando a los humanoides, quienes, como
consecuencia del contacto, comenzaron a desintegrarse, pues de sus carnes
surgían llagas que al reventarse dejaban orificios pestilentes. No conforme
todavía con el morboso espectáculo, una segunda ave, de un tamaño mucho mayor,
emitió un alarido desquiciado y lanzó otro huevo. Éste cayó en el centro de la
ciudad, estallando en un infierno de fuego que se elevó hacia el cosmos y que
se extendió por la Tierra,
devorando todo a su paso
Tarpeius, con los ojos humedecidos y el semblante pálido, miró a las
gentes a su alrededor, que a su vez lo observaban boquiabiertas, aterrorizadas
debido al relato horrible y descabellado. Por un momento se detuvo, como si
estuviese pensando en algo. Finalmente les dijo que el viejo Hostilius, una vez
terminado su relato, cerró sus ojos y se tendió sobre su cama para no despertar
jamás. En sus sueños había visto el Infierno, y este fue un peso que su alma no
pudo soportar.
Tarpeius miró al Cónsul, que estaba acurrucado en su silla, y tras una
respetuosa reverencia bajó de la tarima y se alejó hacia la colina maldita.
Estaba atardeciendo. Tarpeius se encontraba sentado sobre el tronco
caído de un viejo árbol, ubicado en una de las salientes de la colina. Desde
allí podía ver la ciudad a sus pies, y más allá, en lo alto, estaba la tétrica
casa de Hostilius. Pensó que tal vez había hecho lo correcto, que lo mejor
había sido no develar la verdadera naturaleza de las pesadillas del viejo.
Después de haber visto los semblantes de las gentes en la plaza, comprendió que
lo mejor había sido dejar que creyeran que Hostilius había visto el Infierno, y
que eso le había causado un temor tan grande que le había convertido en alguien
loco y enfermo. Si hubiese contado la verdad, la cual era mucho más terrible,
muchas personas se hubiesen desquiciado, y hubiesen perdido el amor por la
vida, al igual que Hostilius. Sucede que, segundos antes de morir, Hostilius le
había confesado lo que verdaderamente había visto: las imágenes que poblaban
sus pesadillas no eran del Infierno. El viejo pretor había comprendido, luego
de haber sufrido aquellos sueños incontables veces, que lo que había visto eran
imágenes del futuro de la civilización humana, un futuro tan grotesco que
competía con el Infierno mismo.
Tarpeius se recostó sobre la yerba. Estaba sumamente pálido y sufría un
dolor inmenso en sus entrañas; el mal que había aquejado a Hostilius ahora
también le apresaba. Las pesadillas ahora también poblaban sus sueños.
Entonces, Tarpeius supo que ya no debía existir; pero, aunque hacía varios días
que su corazón había dejado de latir, la maldición no le dejaría morir, no sin
antes contarle a alguien el verdadero significado aquellas visiones malditas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario