sábado, 18 de julio de 2015

Nilo Gastón Fernández Montini-San Salvador de Jujuy, Argentina/Julio de 2015



HOSTILIUS, EL PRETOR


Hostilius era un hombre al cual su bondad y su humildad le precedían. Sus edictos eran siempre considerados los más justos y los más acertados a la realidad social, y su forma de tomar decisiones se erigía como la más plena manifestación de la equidad. Tan sabio y noble, todos acudían a él por sus consejos, y él no dudaba en extender su mano hacia los afligidos y oprimidos. La gente confiaba en él, pues no era como otros magistrados, que tenían la razón nublada por improductivos aires de grandeza. Sin embargo, últimamente no era el mismo. Hacía ya varios días que no hablaba con la gente y que descuidaba cada vez más sus obligaciones de magistrado. Los mendigos comentaban que le habían visto varias veces por las noches, que solía abandonar su morada sigilosamente y, como si estuviese sumido en un inquebrantable trance, vagaba, al parecer sin rumbo alguno, por las calles de la ciudad, bañado por la tétrica luz de la luna, su única cómplice. También le vieron internarse en callejones oscuros y hediondos, donde las sombras se arremolinaban dando vida a criaturas olvidadas. Y con ojos desorbitados miraba hacia aquél disco plateado en el cielo, mientras recitaba frases horribles e incomprensibles que parecían invocar seres de las ignotas profundidades del miedo mismo.
Pero, al despertar por la mañana, Hostilus no recordaba nada acerca de sus caminatas nocturnas; sólo recordaba haber tenido sueños muy extraños, sueños acerca de otras épocas y de terrores inimaginables. Y, con el tiempo, Hostilius ya casi no dormía; no quería sumirse en los elíxires de la ensoñación, pues estos traían consigo pesadillas que perturbaban su mente y quebraban su espíritu, pesadillas que de seguro fulminarían a cualquier persona de espíritu más débil, pues, si bien él las resistía, aun así significaban una paulatina merma de sus energías. De seguro al final sucumbiría ante el cansancio, y sus fuerzas se escurrirían por cada poro de su cuerpo, dejándole a merced del sueño eterno y vacuo.
Pasaron días, meses, años, y nadie vio nunca más Hostilius, que ya no abandonaba su casa sobre la loma más alta de la ciudad, rodeada ésta por árboles que habían perdido todas sus hojas y que se habían teñido de un color alquitrán, árboles cuyas ramas se contorsionaban en tétricos ángulos que daban la impresión de ser posturas humanas sumidas en una inexorable rigidez post mórtem. Ya no era Hostilus el bondadoso, el humilde, el justo; ahora era Hostilius el loco, el ermitaño, el maldito. Nadie se atrevía a aventurarse por los senderos que conducían a su morada, pues se había esparcido la voz de que estaba poseído por un demonio, el cual cernía su maldición sobre toda la colina.
Pero un buen día, un escéptico y afamado aventurero llamado Tarpeius Gratius, comunicó que se atrevería a visitar al viejo Hostilius y a descubrir que temores le aquejaban. A cambio de eso, la ciudad debería erigir un monumento en su nombre, honrándole por su inigualable valentía al enfrentarse a peligros desconocidos. Las autoridades de la ciudad accedieron, y el joven emprendió su marcha.
Dos semanas pasaron, y nadie tenía noticias de Tarpeius Gratius. A la tercera semana, todos concluyeron en que de seguro habría muerto en aquella loma maldita, o que fuerzas demoníacas lo mantenían captivo en la casa de Hostilius. Pero el último día de esa semana vieron a Tarpeius, de semblante perturbado, aparecer al pie de la colina, por el sinuoso senderito que conducía directamente a la casa del viejo pretor. La primera reacción de las gentes fue de pavor, porque no sabían si Tarpeius traía consigo la maldición. Al final, dos guardias le llevaron a la plaza principal, en donde la gente se reunió para escuchar lo que había descubierto. También el Cónsul se había presentado para oír el relato. Cuando el tumulto de gentes alcanzó una dimensión considerable, Tarpeius, ubicado sobre una tarima, miró al Cónsul, y éste asintió dándole la palabra. Entonces, alzó los brazos, y la muchedumbre hizo silencio.
Tarpeius contó que durante su ascenso por el sendero sufrió incontables miedos. Que durante todo el trayecto había escuchado sonidos guturales provenientes de detrás de árboles podridos, y que el viento le susurraba obscenidades al oído. Un par de veces cayó sentado del susto, al divisar, cruzando el sendero, imágenes traslúcidas de hombres vestidos con ropas extrañas, que hablaban para sí mismos en un idioma enigmático y grotesco. En aquél momento comprendió que un terrible mal se había apoderado de todo el lugar.
Al llegar al jardín de Hostilius, sintió que una gran congoja le invadía el corazón. La casa se encontraba como encogida hacia su epicentro, como si la a palpable pesadumbre que ranciaba el aire hubiese depositado todo su peso sobre los tejados, haciendo ceder los cimientos. La luna llena se erigía imponente en el cielo, y sus cráteres asemejaban la peculiar imagen de una calavera, que sonreía diabólicamente ante la llegada del infortunado aventurero. Aunque no había viento alguno, los árboles que rodeaban la casa se contorsionaban y estiraban sus ramas hacia Tarpeius, como huesudas manos ansiosas por rodearle el blanquecino pescuezo.
La casa de Hostilius era bastante grande, y para llegar hasta la entrada principal había que cruzar una extensa galería de columnas talladas. Y las tallas no eran para nada agradables: un sinnúmero de misteriosos rostros esculpidos sobre la piedra, rostros de antiguos magistrados tan célebres como lo había sido Hostilius. Y mientras Tarpeius cruzaba silenciosamente la galería, los rayos lunares otorgaban a ciertos rostros un semblante tétrico: algunos parecían gesticular, sonreír, o mover sus mandíbulas, emitiendo quejidos lastimeros que se fusionaban con el espeluznante silbido del aire helado.
La puerta estaba entreabierta, y una tenue luz provenía del interior. Unos cuantas velas, prácticamente derretidas, eran las encargadas de alumbrar la estancia, y daban vida a sombras danzantes que, sobre las paredes, mutaban adoptando formas antropomórficas. Unos gemidos roncos provenían de una habitación contigua. En ella, Tarpeius encontró al viejo Hostilius postrado en su cama. El pobre saco de huesos gimoteaba y se retorcía constantemente, como si algún intenso dolor estuviese abrasándole las entrañas. Tarpeius se acercó al viejo, y, de repente, éste despertó de su vívida pesadilla y le tomó por el cuello. La fuerza del anciano era inigualable. Entonces, Hostilius le contó que él mismo ya no debía existir, que hacía mucho tiempo que su corazón había dejado de latir, pero que la maldición no le dejaría morir sin antes contar lo que había visto. Sólo después de hacerlo podría desvanecerse plácidamente hacia la nada, hacia el placentero abrazo del olvido, donde los temores ya no le acosarían.
Hostilius contó que una mañana, hace muchos años, cuando todavía era un personaje respetado, se encontraba trabajando en su jardín, regando sus flores preferidas y podando ciertos arbustos. En ese momento, el sol comenzó a oscurecerse hasta quedar prácticamente oculto tras un velo mortecino. Durante los minutos que duró el espectáculo astrológico, cosas extrañas sucedieron: Hostilius escuchó voces, bufidos y carcajadas misteriosas, y todo se oía tan cerca que por un momento creyó estar rodeado de personas, personas que no podía ver. Al cabo, una extraña roca se materializó de la nada en el jardín; era extraña, pues si bien se notaba que era una roca, podía verse a través de ella. Así, sucesivamente, ante Hostilius aparecían diversas imágenes traslúcidas que luego se esfumaban, imágenes de árboles grotescos, de cavernas oscuras, de edificaciones horripilantes, de seres de otra realidad. Y estos objetos traslúcidos afloraban sobre los objetos circundantes de su misma índole, como si quisiesen desplazarlos, como si quisiesen adueñarse de ellos para constituirse en los únicos moradores de ese específico lugar en el distorsionado espacio-tiempo.
Cuando el sol recobró todo su esplendor, ya no aparecieron nuevas imágenes. Sin embargo, algunas de ellas se habían materializado por completo, decididas a permanecer de ahora en más en este plano de la realidad, una realidad tan familiar y, a la vez, tan extraña. Allí, sobre el pasto, donde antes no había nada, yacía ahora una roca. Y los árboles ya no eran los mismos, ahora eran negros, raquíticos y deformes. A un costado de la colina, una caverna, que por cierto, antes no estaba allí, abría sus amenazantes fauces, como invitando a explorar los terribles secretos de sus abismos.
Perplejo ante tal descomunal fenómeno, Hostilius corrió hacia la seguridad de su morada. Quería ir colina abajo, hacia la ciudad, para contarles a todos lo que había visto, pero todavía estaba tan asustado, tan absorto ante ese horror sobrenatural, que las piernas apenas le respondían, y el corazón le galopaba frenéticamente amenazando con despedazarle el pecho. Necesitaba tranquilizarse, exorcizar el pavor de sus entumecidos músculos.
Para calmar su temor se dirigió a su habitación, con la intención de acurrucarse bajo las tibias mantas de su camastro. Pero algo YA ESTABA ALLÍ… bajo las mantas, un bulto se movía lentamente, gemía. Hostilius se aproximó a paso silencioso, conteniendo la respiración, y de un rápido tirón hizo a un lado las mantas, y contempló algo que haría orinarse al más corajudo de los gladiadores: un niño completamente deforme, desde su rostro hasta sus pies, gemía y sangraba por sus cavidades oculares, por su nariz y oídos. Al percatarse de la presencia de Hostilius, profirió el alarido más terrorífico que pudiera salir de la garganta de un niño, y luego murió.
Hostilius se quedó inmóvil, petrificado ante aquel horror inimaginable. Y cuando se llevó una mano a la boca tratando de apaciguar las náuseas, el niño, lentamente, se desvaneció. Ni un sólo rastro de su presencia quedó sobre las sábanas, tan blancas y pulcras como de costumbre.
Tarpeius escuchaba, sumido en el pavor más intenso, el relato del viejo, que todavía le tenía sujeto por el cuello. Hostilius sonrió y le soltó de repente. Tarpeius tuvo la intención de salir corriendo de ese lugar maldito, pero había algo, como una fuerza proveniente de los místicos ojos del viejo, que le retenía en la habitación. Tarpeius gritó y trató en vano de zafarse de esa atracción supernatural. Sin prestarle demasiada atención, Hostilius continuó su relato.
Dijo que, desde aquel día del eclipse, no había vuelto a ser el mismo hombre. Hubo varias mañanas en las cuales había despertado con los pies adoloridos y cubiertos de fango. Evidentemente, salía durante las noches, pero él no lo recordaba. Algo había cambiado en él, algo se había metido en él. Luego comenzaron las pesadillas, las más horribles que un hombre pudiese soportar. Le acosaban constantemente, hasta que llegó al extremo de no querer dormirse. Y cada vez que el sueño vencía la batalla, Hostilius moría un poco, pues su corazón, estrujado asiduamente por el miedo, se debilitaba cada día más. En sus sueños veía extraños personajes que hablaban consigo mismo en una lengua apócrifa, y una vez que terminaban de invocar quien sabe qué demonios de las abisales profundidades del Infierno, enormes explosiones estallaban en todas direcciones, desmembrándolos. Pero los restos corporales cobraban vida, y se arrastraban con dificultad para unirse a los cercenados pedazos de algún cuerpo ajeno. Así se unían las carnes foráneas, formando grotescos seres heterogéneos que se incorporaban tambaleantes, y que miraban al cielo profiriendo espasmódicos gruñidos.
En el cielo aparecieron enormes aves desconocidas que escupían fuego. Entonces, los seres malformados corrieron torpemente para guarecerse entre las ruinas de una ciudad devastada. Una de las aves lanzó un huevo enorme, el cual, al impactar sobre la tierra, estalló liberando un gas verdoso que se escurrió por entre las ruinas de la ciudad, alcanzando a los humanoides, quienes, como consecuencia del contacto, comenzaron a desintegrarse, pues de sus carnes surgían llagas que al reventarse dejaban orificios pestilentes. No conforme todavía con el morboso espectáculo, una segunda ave, de un tamaño mucho mayor, emitió un alarido desquiciado y lanzó otro huevo. Éste cayó en el centro de la ciudad, estallando en un infierno de fuego que se elevó hacia el cosmos y que se extendió por la Tierra, devorando todo a su paso
Tarpeius, con los ojos humedecidos y el semblante pálido, miró a las gentes a su alrededor, que a su vez lo observaban boquiabiertas, aterrorizadas debido al relato horrible y descabellado. Por un momento se detuvo, como si estuviese pensando en algo. Finalmente les dijo que el viejo Hostilius, una vez terminado su relato, cerró sus ojos y se tendió sobre su cama para no despertar jamás. En sus sueños había visto el Infierno, y este fue un peso que su alma no pudo soportar.
Tarpeius miró al Cónsul, que estaba acurrucado en su silla, y tras una respetuosa reverencia bajó de la tarima y se alejó hacia la colina maldita.
Estaba atardeciendo. Tarpeius se encontraba sentado sobre el tronco caído de un viejo árbol, ubicado en una de las salientes de la colina. Desde allí podía ver la ciudad a sus pies, y más allá, en lo alto, estaba la tétrica casa de Hostilius. Pensó que tal vez había hecho lo correcto, que lo mejor había sido no develar la verdadera naturaleza de las pesadillas del viejo. Después de haber visto los semblantes de las gentes en la plaza, comprendió que lo mejor había sido dejar que creyeran que Hostilius había visto el Infierno, y que eso le había causado un temor tan grande que le había convertido en alguien loco y enfermo. Si hubiese contado la verdad, la cual era mucho más terrible, muchas personas se hubiesen desquiciado, y hubiesen perdido el amor por la vida, al igual que Hostilius. Sucede que, segundos antes de morir, Hostilius le había confesado lo que verdaderamente había visto: las imágenes que poblaban sus pesadillas no eran del Infierno. El viejo pretor había comprendido, luego de haber sufrido aquellos sueños incontables veces, que lo que había visto eran imágenes del futuro de la civilización humana, un futuro tan grotesco que competía con el Infierno mismo.
Tarpeius se recostó sobre la yerba. Estaba sumamente pálido y sufría un dolor inmenso en sus entrañas; el mal que había aquejado a Hostilius ahora también le apresaba. Las pesadillas ahora también poblaban sus sueños. Entonces, Tarpeius supo que ya no debía existir; pero, aunque hacía varios días que su corazón había dejado de latir, la maldición no le dejaría morir, no sin antes contarle a alguien el verdadero significado aquellas visiones malditas.

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