LINAJE
El otrora Secretario de la
Biblioteca de la calle Córdoba, camina lentamente hacia la
noche pampeana. No evita pensar en su muerte, inminente, soñada o elegida.
Un pobre farol ilumina el patio de tierra en el que se desarrollará el
duelo que no buscó y que tampoco quiso o se animó a evitarlo.
El retador, camina en zigzag, se ubica debajo del farol. El Secretario
de la Biblioteca,
frente a él, distante un par de metros.
¡Qué curioso! Su hipotético matador se expone a toda luz, él, en la
tiniebla, sólo iluminado por las estrellas que por esos parajes, brillan
intensamente y que, casi están al alcance de las manos.
El de la cara achinada no acierta con su buscado equilibrio, no
obstante, hace unos minutos, hizo una demostración de su habilidad, arrojó el
cuchillo al aire y en el aire lo atajó; pero cuando quiso repetir la cabriola,
el arma se le perdió de vista. Con los ojos entornados, haciendo pantalla con
sus manos temblorosas, oteó a su alrededor y por fin la encontró. Con ella
despenaría al pueblero cajetilla.
El desafiado deja sus pensamientos mortuorios para otro momento. La
falta de estabilidad de su retador, la convicción de que está muy borracho, le
da pie para empezar a convencerse de la ventaja que le lleva. Él es un hombre
culto, el otro, seguro un analfabeto; él está sobrio, el chino muy mamado. (Se
disculpa por el término, pero no le llega a su mente otro mejor)
Entonces, se ve sentado a su escritorio de la Biblioteca, frente al
de Jorge, su colega y tocayo, nunca “compañero”. Jamás le aceptaría que lo
tratara de tal, sus principios políticos lo habían barrido de su vocabulario,
más allá de que reconociera el origen latino de la palabra.
-.Vea, amigo,
le dice el Secretario-. “ Todos transitamos por un laberinto; la ofuscación, el
miedo, nos hace perder de vista el hilo de Ariadna. Difícil salir de él”
En ese momento,
el gaucho mal entretenido que tiene en frente, vuelve a pronunciar palabras
incultas, avanza hacia él, tambalea por milésima vez, parece que se enreda en sus propios pies y
cae al piso. Ahí queda, brazos en cruz, cara en el polvo.
El Secretario
de la Biblioteca
queda paralizado, los ojos desorbitados; él que ya se veía atravesado por el
cuchillo, asiste a la caída estrepitosa
de su ocasional rival. En la mano derecha todavía empuña la daga que le
arrojara uno de los presentes en el boliche.
El silencio se
adueña de la escena, el hombre culto vuelve a pensar en su muerte, se ve
transitando hacia la eternidad, no le conmueve el hecho de haber sido muerto a
manos de un delincuente, de un harapiento, un vago que nada ha hecho por la Patria.
Añora la lucha
encarnizada con los crenchudos de Catriel, es su abuelo, barbado y corajudo. Se
enorgullece de su linaje, de su cultura. Él es la civilización, el gaucho
pendenciero, la barbarie.
Se desprende del puñal, tal vez el gaucho malo
se lo arroje a traición, pero el hombre está quieto.
Una voz
sentencia-.¡Está finao!-. El Minotauro pampeano fue derrotado por el “hombre
que se sentía hondamente argentino”* Se
retira del lugar, entra en el espacio que le es propio, atrás
deja el laberinto. “Su casa está esperándolo en un sitio preciso de la llanura.
Solo esgrimió su linaje.
* Jorge Luis Borges. Ficciones. El Sur 1944
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