FALDUR, EL ARCHIMAGO
—Con todo respeto, Canciller, su decisión no me parece acertada.
—Ya hemos hablado de esto. ¿Acaso no es el Archimago Fáldur el más
avezado en el manejo de hechizos necrománticos de alto nivel?
—Sí, claro. De eso no hay dudas.
—¿Cuál es el problema, entonces? ¿Acaso no ha visto el currículum de ese
hombre?
—No es su experiencia en la materia la que me preocupa, Canciller. Sus
numerosos títulos, posgrados y credenciales dan plena fe de su excelso
conocimiento en el arte de la reanimación. Pero usted no ha conocido a Fáldur
personalmente, y déjeme decirle que es un hombre muy excéntrico. Sus discursos
carecen de la coherencia estilística a la que están acostumbrados los
honorables hechiceros y magos que usted ha convocado el día de hoy. Y sus
demostraciones prácticas carecen de tacto; se podría decir que a veces hasta
son ofensivas.
—Bueno, no creo que sea para tanto. Además, muchos de nuestros magos más
exitosos son personas bastante peculiares. ¿Acaso niega que la excentricidad
sea una característica común entre hombres como nosotros?
—No, claro que no.
—¿Acaso no se ha hecho famoso usted mismo por creer que la ropa de color
rojo le ayuda a estabilizar sus hechizos a base de fuego? Por eso anda siempre
con ese dichoso pañuelito colorado colgando del bolsillo superior de su túnica.
El Ministro Mualar frotó su pañuelo colorado con las yemas de sus dedos,
esbozando una sonrisa socarrona.
—Bueno, es cierto que yo también tengo mis mañas. ¿No las tenemos todos?
—Pues, a eso mismo me refiero —respondió el Canciller, mientras ambos
tomaban asiento en la primera fila del auditórium.
—No, usted se refiere a algo muy distinto. Porque, créame cuando le
digo, que el problema de Fáldur va mucho más allá de lo que usted piensa. Nada
tiene que ver con mañas o malos hábitos, sino que se trata más bien de una
interpretación demasiado novedosa de la magia; tan novedosa que, como ya le he
comentado, a veces suele ofender a mucha gente.
En ese momento
se apagaron las
luces del auditorio.
Los hechiceros, druidas, brujas y
magos que colmaban
el lugar comenzaron
a hacer silencio
poco a poco, mientras una música extraña, quizá de
origen celta, comenzaba a surgir de los parlantes. Y luego de un par de minutos
al son de esa música alegre e hipnótica, a través de los altavoces sonó la
impostada voz del presentador, anunciando la llegada del personaje que todos
aguardaban con suma expectación: el Archimago Fáldur.
Fáldur apareció de
la nada sobre
el escenario. Explicar
cómo lo hizo
no es tarea fácil; fue cómo si se
tratase de una centella, una luz
cegadora que pronto se materializó adquiriendo las dimensiones antropomórficas
necesarias para dar origen a la
existencia corpórea del
Archimago. Y en
el momento en que éste
apareció por completo frente a
todos, en algún lugar no muy lejano un edificio entero se quedaba sin luz.
—Toda la magia es,
en sí misma,
un oxímoron perfecto,
una contradicción de
energías, cuyos orígenes
son en gran
parte ignotos, cuya
aplicación supone la sustracción, cuya concreción supone una
consecuente destrucción, cuya voz supone el inmediato y temporario silencio de
un agente diferente al ejecutor mágico —comenzó diciendo Fáldur a modo de
introducción a su tesis—. Por lo tanto, la magia disruptiva de leyes inmanentes
de la naturaleza sólo debe ser ejecutada por quienes tengan absoluto control sobre
la posterior reacción mágica.
El Canciller, asintiendo satisfecho, echó una mirada sonriente al
Ministro, que estaba sentado a su derecha. Hasta ahora, la presentación del
Archimago era impecable, lo cual probaba su acierto al haberle invitado como primer
orador para el Segundo Congreso
sobre Artes Mágicas
Disruptivas. El Ministro
Mualar tendría que
tragarse todas sus advertencias.
—Pero, lo que usted manifiesta implica aceptar ciegamente la teoría de
la reacción mágica —dijo un venerable Archimago local llamado Sardenias, pues
estaba permitido hacer preguntas y breves acotaciones—. Y esa teoría es sólo
eso, una hipótesis más que todavía no ha podido comprobarse.
Fáldur se sorprendió, pues no esperaba que las objeciones comenzaran tan
pronto.
—Toda acción tiene una reacción, y con la magia no es diferente.
—Pero ¿puede probarlo?
Fáldur meditó unos momentos.
—Que les parece esto —dijo con renovada resolución—. Supongamos que
deseo cambiar mi vestuario por arte de magia. Se me ocurre una bonita chaqueta
de cuero. ¿Alguien sabe cuál es el hechizo que debería utilizar para
conseguirla?
¡Metatéxtilum! —respondieron al unísono todos los magos, brujas,
hechiceros y druidas presentes. Es
que todos los
ejecutores mágicos son,
en general, personas engreídas y soberbias, y siempre
quieren demostrar lo mucho que saben.
Entonces, por arte de magia, todos esos magos, brujas, hechiceros y
druidas presentes, se encontraron de repente vistiendo chaquetas de cuero. Y
cabe aquí mencionar, que en el preciso instante en que esas prendas de cuero
aparecían de la nada sobre los cuerpos de los burlados espectadores, en algún
lugar, un peón rural de nombre incierto
se agarraba el
pecho, infartado, pues
había visto a
todo el ganado
caer fulminado debido a un inexplicable despellejamiento espontáneo.
—Está bien, nos
ha engañado —admitió
el venerable Sardenias.
Y mientras hablaba, el cuero de
su campera friccionaba con el tapizado de la butaca, produciendo un sonido como
de flatulencias—. Pero esto no prueba nada.
—Debo disentir con
usted. He probado
dos cosas, mi
venerable colega —dijo Fáldur.
—Explíquese —solicitó Sardenias.
—En primer lugar, he probado que todos ustedes son unos estúpidos.
Ante esto, el
Canciller se sobresaltó
y casi se
cae de su
silla, pálido de la
vergüenza. De inmediato se volvió hacia el Ministro Mualar,
que estaba sentado a su derecha. El Ministro se encogió de hombros e hizo una
mueca de resignación, como diciendo ¨te lo dije¨.
Se armó entonces un alboroto de voces entre los ofendidos presentes, que
pronto fue acallado a pedido del venerable Sardenias, el Archimago local. Éste
instó a Fáldur a que continuase con su patética exposición, y le dijo que al
ofenderles sólo demostraba que no tenía pruebas y que en realidad era un
fraude. Fáldur, sin hacerle demasiado caso, continuó diciendo:
—Tengo entendido que aquí hay un mago que es propietario de la
Granja del Muérdago Estrujado. ¿Es cierto esto?
El mago en cuestión dudó unos instantes, y luego se puso de pie entre la
multitud.
—Yo soy ese mago —dijo el hombre con evidente desconcierto.
—¿Ha traído usted su celular? —preguntó Fáldur.
—Sí, a-aquí lo tengo —tartajeó el propietario de la granja.
Todos los presentes observaban la disparatada escena sin comprender qué
era lo que Fáldur se traía entre manos.
—Va a recibir usted una mala noticia —dijo el Archimago—. Será por mi
culpa, así que sólo le
pido que tenga
usted paciencia. Le aseguro que
le compensaré todo el
perjuicio causado.
—¿Una mala noticia? —balbuceó el hombre, sin entender nada de lo que
estaba sucediendo. En ese momento, su celular comenzó a sonar. Entonces, ante
el silencio y la expectación de todos, el mago atendió el dichoso aparato, y a
medida que avanzaba la conversación todos pudieron ver como se le deformaba el
rostro a causa de un profundo e inesperado desasosiego. En efecto, había
recibido una mala noticia. Se desplomó entonces sobre su butaca, y, con
incipientes lágrimas en los ojos, contó que le había llamado uno de sus
empleados en la granja, para notificarle la terrible noticia de la muerte de
uno de sus peones y de todo su ganado. Al parecer, según palabras del propio
empleado, los animales habían muerto despellejados, despellejados como por arte
de magia.
Todos los presentes se volvieron hacia el Archimago Fáldur, que sonreía
y jugaba despreocupadamente, haciendo danzar pequeñas llamas por entre sus
dedos.
—He dicho que compensaré el daño causado —dijo Fáldur, al advertir las
furiosas miradas sobre su persona.
—¿Acaso quiere convencernos de que la muerte del ganado es el resultado
de un efecto controlado de reacción
mágica? —preguntó Sardenias, para que su voz fuese escuchada por sobre
los balbuceos, las
exclamaciones de sorpresa y
los sonidos de cuerina flatulencia.
—Es la pura verdad —contestó Fáldur.
—Usted es un chiflado —aseguró el Archimago local—. La reacción mágica
es, en sí misma, una hipótesis alocada que carece de pruebas respaldatorias. Se
trata de una teoría que los
odiosos y conservadores
hombres normales inventaron
en un vano intento por prohibir el uso de la magia.
¡Y encima de eso, usted quiere convencernos de que dicha
reacción puede ser
prevista y controlada
por el ejecutor
mágico! ¡Es imposible! ¿Me oye?
¡Imposible!
Fáldur miró al cielo, harto ya de tanta oposición a sus teorías bien
probadas.
—Bueno, vamos con otro ejemplo más —dijo con cierto desgano—. No me
avergüenza decir que, debido a una lesión sufrida en mi rodilla izquierda hace
tres veranos, cuando participaba de la cacería de un troll de las nieves,
terminé por volverme adicto a ciertos medicamentos para el dolor, así como de
otros medicamentos antidepresivos.
—Por favor, honorable Archimago —intervino el Canciller, que a este
punto ya quería esconderse debajo de su butaca—. No hace falta que ventile
detalles tan privados.
—No hay problema, estimado Canciller. Lo hago para probar mi siguiente
punto —Fáldur esbozó una
amarillenta sonrisa—. Digamos
que deseo purificar
mi cuerpo, aunque sólo sea por un
corto tiempo, de estos venenos que ahora corren por mi sangre —alzó de repente
una mano, ordenando silencio—. Ya sé que todos saben cuál es el hechizo
necesario para esto, pero preferiría que no lo nombrasen. No queremos que se
produzca un acontecimiento tan desafortunado como el de recién.
Al cabo, luego de cerciorarse de que todos guardaban el debido silencio,
Fáldur se dispuso a conjurar el hechizo:
—¡Saludábilum! —dijo con énfasis. Y ni bien hubo pronunciado estas
palabras, su cuerpo pareció rejuvenecer un poco. Su amarillenta y machada tez
se tornó de una tonalidad más rosada, y algunas de esas manchas parecieron
desaparecer. Su postura también mejoró, y ahora se le veía caminar más erguido.
—No nos asombra
con ese hechizo
tan básico —se burló desde
su sitio el venerable Sardenias.
Fáldur no le hizo caso y continuó diciendo:
—Tengo entendido que entre nosotros se encuentra el mago Ganuman,
entrenador del equipo de balones mágicos de la Universidad Astral.
¿Estoy en lo cierto?
—Ese soy yo —dijo Ganuman, incorporándose. Entonces, todos los presentes
se volvieron hacia él.
—¿Ha traído usted su celular? —le preguntó Fáldur.
—En realidad, no. —contestó el mago—. Pero ahora mismo lo conjuraré.
En un santiamén, el equipo celular se materializó en las manos de
Ganuman.
—Pues bien, temo decirle que recibirá usted una mala noticia —advirtió
Fáldur—. Pero, no se preocupe, también le compensaré cualquier perjuicio
causado.
En ese momento, el celular del mago comenzó a sonar. Ganuman atendió
entonces, y a medida que se desarrollaba la conversación, todos pudieron ver
como su rostro se desfiguraba en una mueca sombría y lastimera. Al finalizar la
comunicación, el mago se desplomó sobre su asiento, y entre sollozos contó que
todo su equipo estudiantil de balones
mágicos había sido
descalificado del campeonato
local, pues todos
habían fallado los análisis de anti-doping.
—¡No nos engaña, Fáldur! —exclamó Sardenias—. ¡Esto no es más que otra
farsa ideada de antemano! Esto es…
—Antes de que diga algo más, mi estimado Archimago —le interrumpió
Fáldur—, déjeme hacerle esta pregunta. ¿De verdad no cree en mi capacidad para
controlar a gusto la reacción mágica? ¿O sólo está celoso porque usted no puede
hacerlo?
—¿Qué dice? ¡Un gran mago como yo nunca estaría celoso de alguien como
usted! —contestó Sardenias con altanería—. Simplemente no lo creo. Para mí,
usted no es más que un fraude, un embustero.
—En ese caso, le presentaré a una buena amiga mía, que me acompañará
ahora en el escenario. De seguro todos se acordarán de ella, y de seguro todos
se sorprenderán al verla, pues ha estado muerta desde hace una semana. Pero
ahora mismo la he revivido mediante un arcano hechizo de reanimación, y la he
transportado hasta aquí.
Apareció ante todos la reconocida hechicera Ulfred, quien había
fallecido en su laboratorio debido a un fallido intento de alquimia. Todos se
sorprendieron y murmuraron entre sí, pues el hechizo necromántico había probado
ser muy efectivo: Fáldur había logrado contrarrestar la putrefacción del cuerpo
de la joven. Sin embargo, lo que más alarmó a los presentes, sobre todo al
Archimago local, fueron las siguientes palabras de Fáldur:
—Dígame, estimado Sardenias, ¿ha traído usted su celular? Temo decirle
que hoy recibirá mañas noticias…
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