Siempre
el mar
Lo vio en la orilla. De bruces contra la
arena. Suaves ondas acariciaban sus pies descalzos. El cabello revuelto olía a
sal. La de los besos del reencuentro, la de los cuerpos entre las olas, la sal
que permanecería aún cuando él se marchase.
De rodillas, absorta, no podía llorar.
Cada átomo de su cuerpo era un grito ahogado. El mar rozó sus piernas.
El mar que se va y vuelve, como
su amor. El mar que da y quita. La bruma
del mar al verlo partir. La felicidad efímera al verlo volver.
Una vida de ficción. Y otra vida
paralela. Dos puertos. Ausencias como agonías. Alma de gaviota que en la orilla
recoge migajas.
El cansancio que horada el corazón, como
el mar carcome las piedras.
Esa noche, la del regreso, cuando él
ancló en su pasión, ella estaba vacía. Vacía de esperanza, de ilusión. La luna
alumbraba sus cuerpos entrelazados entre las sábanas complacientes. Y lo amó,
como nunca, por última vez.
Dijo adiós en el suspiro final de
placer. Y lo vio enloquecer. Lo vio correr maldiciendo. Lo vio entrar al mar,
sin barco, sin cordura, sin consuelo. Con espanto. El mar se lo quitaba
definitivamente.
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