1.
-
No te comas las uñas
– me codea mamá. “Cómo de costumbre diciéndome que hacer o no”. A ella la
espera no parece molestarla. A mí me mata.
-
Son mis uñas, me las
tragaré todas si quiero – respondo en tanto
miro a la mujer sentada en la hilera de adelante. Se la ha pasado
arrancándole la boca a su pareja a besos.
Ella
parece ser su madre, con las arrugas del cuello ocultas tras un polvo arena,
que no ayuda mucho, cabello tinturado de un amarillo chillón, ojos claros,
protuberantes senos y un tonto moño de colegiala en la cabeza. Él, un joven
delgado de cabello desordenado, las uñas pintadas de negro, tez pálida, pómulos
sobresalientes, dientes amarillos con adornos plateados, cubierto de tatuajes
de “Guns and Roses” y con la
inscripción de “Die for a Cause”
escrita en el respaldo de su chaqueta sin mangas, la acaricia lascivamente. En
un momento ambos están riendo a carcajadas.
Han
de pertenecer a la clínica de fertilidad que queda en el piso de abajo. Ellos
ni se dan cuenta dónde están “un motel” eso sin duda es lo que deberían buscar,
o un parque, o un callejón oculto en las sombras. Podrían pensar que estoy
celosa. Y sí lo estoy.
-
Turno 133 – grita la
recepcionista desde su escritorio con el teléfono en las manos. Arrugo el papel
en el que señala que quedan 152 personas más para que sea mí turno.
-
Tranquila Madison
será rápido.
-
Tranquila mamá ya lo
sé.
Me
concentro en otra cosa que no sea la agobiante charla de mamá sobre el episodio
de theVoice en el que su concursante
favorito fue eliminado. Odio la música y los realities en los que jóvenes
alcanzan la fama tras un concierto, me parece absurdo cómo el público los
vitorea y estúpido cuando lloran por quedar eliminados. Todo eso está planeado.
Cualquiera lo sabe.
Me
quito de la espalda la maleta azul que siempre cargo a todos lados. Es de un
tono celeste con bolsillos a los lados y lo mejor estrellas que pinté con un
marcador negro en todo el contorno. Descorro la cremallera y coloco sobre mis
piernas mí cuaderno, yo misma lo decoré
con brillantina dorada. En él plasmo lo que más amo en el mundo: Estrellas,
planetas, nebulosas, cometas, meteoritos, galaxias, constelaciones, pero
sobretodo, El cinturón de Orión. El cúmulo estelar que veo cada noche antes de
dormir. Al que planeo regresar muy pronto.
A
medida que el lápiz rasga la blancura de las páginas recuerdo un día en clase
de ciencias de quinto grado, cuando la señora Johnson nos llevó al Observatorio
Nacional. Un hombre con una bata blanca, lentes gruesos y cabello color helado
de vainilla nos dejó mirar a través del telescopio y entonces lo vi: El
cinturón de Orión. No supe de inmediato que ese era su nombre, por supuesto,
más sí entendí que pertenecía a ese lugar. Desde ahí mí amor por el universo
estelar se ha vuelto casi una obsesión ¿y quién necesita amigos o novio cuando
tienes las estrellas con su belleza de tú lado?
Realizo
un dibujo bastante exacto de la constelación del Arquero, trato de no olvidar
ningún detalle en lo absoluto. Es así como conservo la calma. “Una chica de 15
años en el hospital un viernes por la tarde ¡que divertido!”. El hospital se ha
vuelto más un segundo hogar que otra cosa.
-
No es tan malo hija.
Solo será una revisión de rutina.
-
Pues prueba
desnudarte ante un médico y dejar que te toque toda, de seguro pensarás
distinto.
-
Yo he ido al médico
“Madi”, cuando te tuve a ti y a Brandon, cuando me torcí la muñeca o cuando me
quemé con la sartén, sé cómo es.
-
Entonces no finjas
que es bueno, apesta.
-
Sabes que no me gusta
que digas esas cosas.
-
Apesta, apesta,
apesta – repito regresando a mí dibujo.
No
me gustan las clínicas, hospitales ni médicos porque siento que me arrancan
cada célula de vida en cuanto cruzo por la puerta. Solo los enfermos van a esos
lugares, y los gérmenes, virus y amantes que buscan cualquier método de
planificación para continuar con su frenesí de pasión y deseo.
-
Podrían irse a un
motel si quieren estar juntos – exclamo a la pareja que prácticamente se
expresa su amor muy efusivamente delante de todos. La mujer se prepara para
decirme algo realmente insultante. Más en cuanto me ve se silencia. Un efecto
de estar enferma es que tengo asegurada la lástima de las personas.
-
Turno 134.
-
Se fue – responde
alguien.
-
135, 136 y 137 – anuncia la recepcionista que
camina hacia mamá. Tan pronto se acerca noto el olor que emanan sus axilas bajo
ese ajustado delantal blanco con una mancha enorme de tinta roja en uno de los
bolsillos – en un momento el doctor Sanders la atenderá.
“Maravilloso.
Al fin podré marcharme de aquí”. Quiero ir a casa. Específicamente a mí cuarto:
Encerrarme a dibujar, a pintarme las uñas, a encender un cigarro, a estar horas
conectada a la red, a lo que sea que pueda hacer pero sola, sin madres
entrometidas, molestos amantes o
recepcionistas que huelen a sudor…comienzo de nuevo a comerme las uñas porque
es la forma más rápida de molestar a mamá y de igual manera manifestar mí
descontento.
Miro
el reloj, el segundero no avanza tan rápido como quisiera. Con cada minuto
transcurrido me pregunto: ¿cuántas personas habrán muerto ya? algunas quizá ni
supieron que lo que rozó sus helados labios fue la muerte, otras quizá la
buscaron. Antes solía juzgar a los suicidas, ahora, los comprendo
perfectamente. Al menos ellos tuvieron el control de sus destinos, de su vida y
también eligieron cómo querían pasar sus últimos instantes. Si no fuera porque
soy una cobarde sin remedio hubiera elegido el cortarme las venas a aguantar
horas de radioterapia que en mí no surtieron efecto alguno más que secarme la
piel y el cabello.
Me ajusto la gorra
negra de lana con florecillas que mamá compró especialmente para mí. Estamos a
puertas del invierno y mí cabeza permanece fría. Desearía tener al menos
cabello largo, abundante, brillante. Alguna vez fue así. Ahora es corto cómo el
de un muchacho, de color marrón, opaco y sin vida, soy muy pálida, lo único que
parece darme cierta gracia son mis pecas, todo mí cuerpo es delgado. Suelo
decirle a mamá que yo no uso la ropa sino ésta a mí.
No seré la más bella
pero si testaruda desde pequeña. Al principio lo llamaron “brotes tempranos de
adolescencia”. Ahora Leucemia promielocítica aguda.
-
Madison Reynolds –
anuncia la voz de la recepcionista. De inmediato siento una punzada en la
garganta.
-
Ve tú – exclamo
estúpidamente a mamá. Me aferro a mí cuaderno que para entonces se ha vuelto mí
amigo y confidente.
-
“Madi” es solo
rutinario. No te asustes.
“No
te asustes”, ella chilla y se sube a la mesa cada vez que ve una araña y yo
debo matarla y ahora me dice que no me asuste. No tengo miedo: Estoy aterrada, he
visto tantas agujas en mí vida que no comprendo como a los drogadictos les
agrada meterse cualquier cosa en las venas. Me ajusto el pantalón de algodón
mientras me levanto de la silla. Los amantes se quedan mirándome cómo si fuera
una alienígena. Les hago un gesto obsceno.
Camino
a paso lento detrás de mamá hacia el consultorio 204 en donde el doctor
Sanders: Un caballero obeso, calvo y con marcas de acné que le ocupan la mayor
parte de su cara aguarda. Es el único hombre que me ha visto desnuda, pero para
mí es más como un cachorro asustado por su vocecita delicada y tonta.
El
consultorio no es más grande que la recepción, todo pintado de color hueso, con
un escritorio junto a una ventana que siempre permanece abierta, una camilla y
una esquina oculta tras una cortina verde. Al sentarme noto que tiene mí
historia clínica sobre la mesa. Veo la fotografía al lado del nombre de aquella
chica con cabello largo marrón, ojos claros y piel rosa. Era yo a los once
años. Era yo antes del cáncer. ¿Cómo
llegué a ser una criatura llena de pena y dolor? ¿Cómo pasó?
2.
Al
llegar a la pre adolescencia mí cuerpo comenzó a cambiar: Sangrados
interminables por mí nariz, agotamiento extremo, caída de cabello, piel
amarillenta, petequias bajo la piel, dificultad para retener el aire en mis
pulmones, pérdida de peso. Todo empeoró en verano al comenzar la secundaria. Un
jueves en clase de Ciencias, tras escuchar una alabanza más a favor de Hannah
Christopher, la chica más aplicada, popular y perfecta del mundo, sentí algo
espeso bajando por mí nariz acompañado de un dolor punzante en el cuello. Me
levanté para ir al baño de la escuela, más tras dar unos dos pasos todo se hizo
negro.
Tengo
algunos recuerdos nítidos míos sobre una camilla, conectada a una mascarilla de
oxígeno.
–
Resiste pequeña. No
te rindas ya casi llegamos – un chico pelirrojo vestido de uniforme me sostenía
la máscara contra el rostro presionando con fuerza.
–
No está saturando
oxígeno, debemos entubar – añadió otro cuyo aspecto escapa a mis recuerdos.
–
Hay que llevarla a un
hospital o se morirá aquí mismo.
¿Muerte?
A los once años creía que eso solo les pasaba a los viejos y a los soldados que
eran enviados a la guerra. No a una chica como yo, común, corriente, pésima
escribiendo y con un gusto enfermizo por las estrellas, que soñaba con ir a la
NASA para ser astronauta. Me asusté, lo que obviamente impidió que respirara
con comodidad, luchaba por no gritar, por no moverme, por no sentir. Todo fue
en vano.
Para
cuando llegué a manos del doctor Sanders ya estaba colapsada, él pidió calma a
todo el mundo, luego ordenó al residente de ese día que me hiciera todo tipo de
análisis. Mamá y papá se acercaron a mí cuando él les permitió verme: Ella
lloraba, él la sostenía en sus brazos con su rostro blanco, mi hermano menor
hacia una pataleta en la recepción porque quería irse a casa, sus gritos
alertaron a medio hospital.
–
Leucemia
promielocítica aguda– Sanders se acomodaba las gafas a medida que daba su
diagnóstico dos horas después. Miré a mis padres en busca de respuestas, me
sentía fatal y ahí estaba un tipo que parecía un títere escupiendo palabras que
yo no entendía.
–
¿Cáncer? – Papá fue
el primero en pronunciar aquello – Pero ¿cómo? Es tan solo una niña tiene once
años. Maldita sea.
Supe
que era grave en cuanto lo oí maldecir. Solo lo había oído hacerlo una vez,
cuando su hermano Fred chocó en su auto contra un poste tras discutir con su
novia, al tío no le pasó nada, mamá dice que es un “hueso duro de roer”. El
auto, un Convertible color negro quedó hecho pedazos.
–
Debemos comenzar con
la quimioterapia de inmediato señores Roberts.
–
Reynolds – Aclaré con
voz débil. – van a pincharme más ¿no es así?
–
No dolerá mucho. Solo
arde un poco y nada más. Debes ser fuerte.
–
Ella ES fuerte –
intervino mamá abrazándome, o mejor dicho, asfixiándome entre sus pechos.
El
estar en una sala con cortinas blancas, acompañada de pacientes sin sonrisa,
energía, ni cabello me hizo comprender rápidamente qué me esperaba.
Tan
pronto la enfermera me colocó la endovenosa y ese líquido transparente, al que
ahora puedo darle nombre: CMF comenzó ingresar a
mí cuerpo cómo un suero endemoniado conocí lo que era el dolor verdadero.
Soporté solo tres sesiones antes de sufrir otro colapso que casi me mata.
–
Es cómo si su cuerpo
se hubiera adaptado al cáncer de tal manera que cuando intentan atacarlo éste
lo defiende. Ya no hay nada por hacer – mamá hablaba con la tía Martha por el
teléfono mientras que yo fingía dormir.
–
El médico dice que la
llevemos a casa y esperemos… mí bebé se muere y yo no puedo hacer nada…”
Antes
sentía pena por mis padres. Ya era suficientemente malo tener una hija buena
para nada como para encima añadir una enfermedad catastrófica, con tratamientos
costosos y largas horas en el hospital de niños de Saint Louis. Sin embargo,
con el pasar de los años cambié de estrategia ¿Por qué siempre se hacen las
víctimas? Soy yo la que se mueren no ellos.
Decidí
vivir al límite, he mitigado el dolor en compañía del Cinturón de Orión y el
mundo que creo existe en él, que evidencio con mis dibujos.
3.
–
Madison Roberts ¿verdad?
–
Reynolds – le aclara
mamá visiblemente molesta porque aquel hombre me lleva tratando desde los 11
años y aún le cuesta saber quién fue mí padre.
–
Quítate la ropa y
colócate la bata – ordena sin reparar en lo más mínimo en mamá.
Suspiro
a medida que dejo sobre una silla mi ropa, ya ni me molesto en usar el espacio
oculto tras la cortina, le doy un vistazo a mí cuerpo marchito, la piel tiene un color amarillo claro similar a la
arena, en realidad se siente igual al tacto, ya comienzan a notárseme los huesos de la cadera y mis brazos están
cubiertos de moretones. Lo único bueno del cáncer es que ha quitado todos los
vellos de mí cuerpo.
Mientras
me recuesto en la camilla pienso tontamente en los amantes de la sala de
espera, por un momento quisiera ser ella y sentir algo distinto que no sea
guantes de látex tocándome.
Me
siento sucia en ese lugar, con frío y cansada. Tan cansada que quiero saltar
por la ventana y marcharme, mí mente de inmediato viaja al Cinturón de Orión: Imagino
una civilización entera viviendo en cada uno de los cúmulos que la conforman,
lugares sin miedo, guerra, realities, estupidez
o doctores. Pero sobretodo un mundo sin cáncer.
–
Le seguiré recetando
los medicamentos que ha tomado hasta ahora: Atra, Trióxido de arsénico, Tirenox
y Tretion Nos veremos en un mes… Hay un tratamiento experimental que quizá
pueda funcionar en ella, ya que la radioterapia…
–
Tratamiento… ¿Para
prolongar mí agonía?
–
Para salvar tú vida
Madison
–
¿Quién le dijo que
quiero ser salvada? Si quiere salvarme recéteme marihuana. Al menos estaré
drogada todo el tiempo y ya.
–
Ya basta hija. El
doctor solo intenta ayudarte.
–
Si, señora Roberts –
sé que el comentario en verdad la lastimó porque su cara se pone roja.
–
No más tratamientos
experimentales. Es mí cuerpo, al menos por una vez respeten eso.
De
salida, debo soportar dos filas más: Una para los medicamentos y otra para
retirar el auto del estacionamiento.Ya en un lugar neutral como el asiento
trasero de la van roja relajo los músculos de la cara.
Al
menos el lugar está caliente y no huele a cloroformo. Me cubro con una manta
gris, arrullada por la canción de “Hello”
Odio la música sin duda, pero Adele es fuera de éste mundo.
Mamá
toma el volante. No me habla en el trayecto aunque maldice a un motociclista
que se nos cruza de repente haciéndola frenar bruscamente, toda yo va hacia
adelante y el lápiz se escapa de mí control haciendo un rayón terrible en la
hoja lo que me hace soltar una
palabrota.
–
Imbécil – grita mamá al hombre que se levanta del
pavimento.
–
Fíjese al conducir,
perra – Oír que alguien la llama así es
extraño. Yo suelo hacerlo mentalmente aveces.
–
¿Perra? Eso va a
decir cuando casi me mata con mí hija, maldito estúpido.
La
discusión parece más una lucha de palabras obscenas que un simple reclamo por
pasarse una luz roja. Pego la nariz contra la ventana fría del automóvil.
Afuera, la vida parece seguir su curso normal: Dos personas corren de la nieve
junto con sus mascotas, una anciana transporta un carrito con alimentos, un
caballero mayor grita desde el extremo de la calle a un taxista que se niega a
detenerse, dos trabajadores de la energía cuelgan de un poste hábilmente, una
chica con cabello rosa canta acompañada por una pandereta, un gato escarba en un basurero y una pareja
le hace el quite al frío abrazándose.
Ellos no son como los vulgares del hospital.
El chico acaricia con ternura el cabello rizado y rubio de su novia, en tanto
que, ella le dice no sé qué cosa que lo pone en verdad feliz, se abrazan tan
afectuosamente que quisiera ser parte de ello, sus figuras se pierden entre la
tormenta de nieve que comienza a caer con más fuerza.
A
medida que desaparecen no puedo dejar de
compararlos con el mito de Niamh y Ossian, me pregunto si acaso serán su
reencarnación, de serlo, podrían ser los gobernantes de ese Cinturón de Orión
imaginario que he plasmado en mí cuaderno, ese hogar al que he de viajar un
día.
Trato
de copiar hasta el más mínimo detalle de ambos. Aliento a mamá para que siga en
su disputa, así tengo tiempo de terminar un breve bosquejo de esos dos
desconocidos, incluso me apiado del pobre gato esquelético y lo dibujo también.
En mí mundo ninguna criatura padecería hambre. Abro la portezuela del auto con
cuidado y llamo al animal que parece hacerse el desentendido por un largo rato,
hasta que chasqueo los dedos. Entonces es cómo si algo en él se activara. Pasa
la autopista como una bola negra impulsada por algún tipo de mecanismo y se
mete en el auto conmigo.
–
Saurus Tercero, ese
será tú nombre.
–
Hija ¿decías algo?
–
Nada mamá. Solo
cantaba.
–
Por Dios, apaga esa
música endemoniada. – Así como si nada, apaga a Adele y su canción “someone like you”. Si yo apagara de
pronto su equipo en el que coloca todas las canciones de Abba ni el cáncer
podría salvarme. Pero ella, puede hacer lo que se le dé la gana.
Saurus
se acomoda en uno de los asientos del auto. Ruego porque no tenga pulgas, de lo
contrario, la mujer que pelea con el motociclista ante la mirada curiosa de una
decena de personas tendrá un ataque. Odia cualquier animal, bicho o planta,
aunque sí soporta a Brandon, mí molesto hermano de 10 años, su “tesoro”, una
parte retorcida de mí cabeza supone que decidieron mimarlo al extremo cómo una especie de terapia para
cuando yo muera.
Finalmente,
un agente de tránsito es quien disipa la discusión multando al motociclista por
pasarse la luz roja, a mamá por hacer escándalo en la vía pública, a la
cantante del cabello rosa por no sé qué cosa y reprende a los curiosos. De
vuelta en la carretera, Abba taladra mí
cabeza con sus melodías, viramos a la derecha, justo en el restaurante de Burgers and Fries en el que papá nos
aguarda con Brandon.
–
¿Qué dijo el médico?
– papá es casi un robot: Su voz pausada, su prominente estómago, su cara de
cyborg con esos ojos ocultos por bolsas color oscuro, la barba marrón
desaliñada y esa mueca inexpresiva en sus labios.
–
Que me estoy muriendo
– respondo. “Aveces la gente hace preguntas tan estúpidas”
–
Hay un tratamiento
experimental – explica mamá – el doctor Sanders va a escribir a la Universidad
de Georgia para que Madison sea aceptada como sujeto experimental.
–
Van a convertirte en
un ratón de laboratorio – interviene Brandon.
–
Y a ti no necesitan
convertirte en nada porque ya eres una molesta sabandija.
–
Ya basta ustedes dos. Vamos a comer, muero de
hambre.
Papá
es gerente de ese punto en específico de la cadena de comidas rápidas, lo cual
tiene sus ventajas: Nos ahorramos las interminables filas para pedir comida,
tenemos bonos de final de añoy recibimos un generoso descuento siempre que
vamos. Brandon obviamente se inclina por el menú infantil, mueve su cabello
rojo en tanto juega con un dispositivo que emana burbujas, mamá sonríe ante sus
travesuras, papá se engulle una Big Mac y yo juego con mis nuggets de pollo. De
vez en cuando miro hacia el auto. Saurus de seguro estará bien. O eso espero.
–
Madison tú mamá y yo
hemos estado esperando para hablar contigo de algo.
–
¿Van a tener otro
hijo y dejarán a Brandon en un refugio?
–
No es gracioso – mamá
pone esa cara de seria que me hace guardar silencio.
–
Queremos que regreses
a la escuela hija, no puedes vivir alejada del mundo exterior, vegetando en tú
cuarto, respirando y comiendo libros de estrellas y planetas. Necesitas un
cambio.
A
medida que escucho las palabras siento ese sudor gélido bajarme por la nuca.
–
Cambien ustedes yo estoy
bien. Odio la escuela.
Antes
me gustaba estudiar con personas, pero en la secundaria fue cuando todos los
síntomas de mí enfermedad afloraron, además era la rara del salón de clases,
siempre enferma o cansada, con esas molestas manchas en la piel las cuales me
hacían parecer un leopardo. Ni siquiera me invitaron a ninguna fiesta, salida o
reunión y cuando se supo que tenía cáncer recibí una patética carta de todos
mis compañeros deseándome que me mejorara. Claro que ellos no deseaban aquello.
Ni uno solo fue a visitarme al hospital. Es más, creo que hasta les alegró la
noticia.
Y
ahora, esos dos seres que me engendraron planean devolverme a ese ambiente
hostil. “Sería mejor que me empacaran en una maleta y me llevaran a zona de
guerra en el medio oriente. Incluso ahí serían más amables conmigo que en la
secundaria”.
–
Has hecho todos tus
cursos por internet. Hablamos con la escuela local y …
–
No – interrumpo a
mamá – no van a hacerme pasar por eso de nuevo.
–
Es otro año y
compañeros nuevos, Van a mantener la confidencialidad de tú estado de salud si
eso quieres… solo lo sabrán los profesores y …
–
¿Por qué me castigan?
Maldición ¿qué hice ahora?
–
Nada, hija solo
queremos que tengas una vida normal mientras…
–
Mientras me muero. Es
eso, quieren alejarse de mí porque no soportan que tenga cáncer, que esté en
estadio IV, que ningún tratamiento funcione en mí y quieren apartarme. Dejarle
a otros el problema de la pobre chica moribunda de 15 años.
–
No es eso Madison.
Respeta a tú madre queremos lo mejor para ti.
–
Pues si eso es cierto
déjenme en paz.
–
Iras a la escuela, no
se hable más. Y estás castigada.
–
No iré –Estoy calma por fuera, aunque por dentro mí
cuerpo grita una sola cosa: “Ayuda”
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