TRAS ESA PUERTA
Llegué a la
vieja casa, con dolor percibí su aspecto de abandono y pobreza. El auto del
cual me bajé era un insulto para el entorno en el que me encontraba. Pensé en
los muchos años durante los cuales olvidé concientemente este deprimente
paisaje. Sí, era imperativo que así lo hiciera pues habría sido un lastre para
mis ambiciones, en ellas no cabían de ninguna manera los sentimentalismos.
El
antejardín era una maraña de pasto seco. Recuerdo que alguna vez lució uno que
otro rosal, orgullo de su altiva dueña. Sin embargo, la hierba los había
ocupado como soporte para lucir su verdor invernal, ahora, recuerdo del verano,
amarillento y crujiente, esperando el próximo renacer. Allí, medio oculta,
estaba la piedra que traje a duras penas en mi tabla con ruedas, de camino
al río cercano. Ella se convirtió en una
especie de fetiche en colores de una vida que me esperaba en otra parte,
mientras devoraba sentado en su helada superficie, alguna exquisitez que la
Panchita sacaba del gran cofre perfumado, de la vieja
cocina.
Al abrir la
puerta del antejardín escuché el saludo rechinante de sus oxidadas bisagras, luego,
mis pasos de hombre adulto y macizo presionando la arena gruesa del
sendero, anunciaron mi presencia ante la despintada puerta de
entrada. El sonido del viento arreciaba
en esta fría y triste tarde otoñal, por
ello debí repetir los golpes. Esperé largo rato, no tenía prisa. Iba a concluir
la última página de la primera parte de mi vida.
Pregunté,
un día cualquiera jugando entretenido con el camión de madera que había
recibido por mi cumpleaños. -¿Y tú quién eres, Nina? ¿Eres mi mamá?, así como la
de Toñito.- La mujer me observó con aire pensativo, como no obtuviera
respuesta, la miré con atención. –No pequeño, soy sólo tu Nina y nada más-.
Volví a insistir- ¿Y donde está mi mamá?-, como al pasar y distraída en su
labor me contestó.- Debe estar en el cielo, supongo-. -¿Y, mi papá? -Salió como
disparo la seca respuesta.-En el infierno-. Iba a seguir indagando, pero ella
prestamente tomó su labor y sin mirarme dijo: -Niño haces muchas preguntas,
recuerda que a los niños preguntones les crece la boca y la tuya ya lo está
haciendo-, y salió al jardín.
Apenas pude
me subí a una silla para mirarme en el espejo del salón, donde Nina se
arreglaba el negro cabello al pasar a recibir a sus visitas, y pensé que esta
vez había tenido mucha suerte pues las
últimas preguntas no habían sido consideradas,
mi boca estaba igual a la última vez que me la vi.
Estudié
plácidamente en la escuela cercana a la plaza, creo que en esos tiempos era la
única y por mi relación con Nina, gozaba de ciertos privilegios en el trato. Ni
brillante ni demasiado anónima era mi presencia para la severa señorita
Micaela, una mujer mayor, muy delgada. Su piel parecía tener lustre de huesos.
Su rostro estaba enmarcado por una melena perfectamente ordenada, tanto que me
imaginé que para no despeinarse debía dormir sentada, o bien su cabeza la
dejaba guardada en el ropero mientras su cuerpo reposaba en la cama. Usaba unos
lentes que parecían esconder sus helados ojillos de un azul indefinido. La
nariz puntiaguda, pero aún así agraciada, a veces la respingaba cuando de sus
finos labios surgía esporádicamente una tibia sonrisa. Se apreciaba en su vestuario severo, como su presencia, un
cierto aire de distinción.
Increíble, pero de Micaela guardo más
recuerdo que de Nina. Pienso que voluntariamente ella se hizo transparente para
mí, solamente sabía que para salvarme de cualquier dificultad, debía estar
cerca de ella. Pero sin una razón clara y precisa. Mi afecto era, más bien, el
saberme protegido o sentir su presencia en algún lugar de la casa.
Cuando
tenía diez años o algo así, me fui al internado y ya no volví a vivir con ella,
ni pude volver a la casa. Nina, se radicó en otro país y dejó mi
responsabilidad en manos de su abogado y
esposa, quienes me proveyeron de
todo lo que fue menester, hasta graduarme en la universidad. De Nina, solamente
supe que envejecía en otro lugar y que a la distancia se preocupaba de mí.
La pesada
puerta se abrió para dar paso a la presencia de una jovencita, vestida de
plomo, con un coqueto delantal blanco, que hacía juego con el cuello del
vestido.
Mi
presencia, era de tácito conocimiento, por ello me introdujo al salón con una
inclinación de cabeza por saludo. Luego me indicó la pieza de Nina.
Di un golpe
suave, como esperando respuesta, aún cuando sabía que no la habría, presentí
que encontraría una presencia que a lo mejor ya era sólo física.
Abrí
suavemente, tratando de dilatar el momento, sintiendo por primera vez la
tibieza de ese sentimiento por tantos años guardado y no confesado ni a mí
mismo.
Me incliné
ante la anciana moribunda, le di un beso en su frente tibia que la hizo abrir
unos ojos velados por los años y por su próxima partida. Su boca de labios
secos y pálidos, insinuó una sonrisa, y muy suavemente me dijo:
-¿Eres tú? Moví la cabeza asintiendo,
pues la garganta se me paralizó, con algo parecido al dolor.
-Perdóname, traté de hacerlo bien-.
-No te agites madre, lo se todo. Si te
sirve de consuelo mi padre murió en la cárcel por otra violación.
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