jueves, 15 de febrero de 2018

Fausto Zuliani-Argentina/Enero de 2018



JOSÉ

Fausto Zuliani

Había crecido salvaje y obstinado como los yuyos que bordean la cuneta al costado del camino que lleva a la escuela.
Era grandulón para sus once años y a su lado los compañeros parecían raquíticos o, tal vez, lo fueran.
Descalzo y con los pantalones a media asta por debajo de las percudidas rodillas, denunciaba su indolencia con un andar perezoso y una permanente sonrisa picarona.
Con grandes esfuerzos había llegado hasta tercer grado, pero era evidente que de allí no pasaría.
Ya era casi una costumbre de la señorita maestra preguntarle:
-¿Para qué venís a la escuela si no estudiás, José?
Y él, con la cabeza gacha, invariablemente respondía:
-Para aprender a escribir, señorita.
Otra respuesta no tenía, pero eso sí, a clase no faltaba nunca. Ni con la más fea de las tormentas, ni con la nariz hecha un tomate por el resfrío.
Fue José quien el domingo anterior trepó como un gato hasta el techo de la escuela para tapar con bolsas y brea unos agujeros en las chapas de zinc por donde se colaba el agua de las lluvias, justo dentro de su aula. Ese día, además, paleó la tierra para que la maestra plantara unos bulbos de jacintos en el frente del humilde edificio, con su esperanza de joven, tratando de alegrarla un poco.
A José casi se le escapa una palabrota cuando las  dos maestras que completaban el personal del establecimiento, murmuraron socarronamente mirando a la maestrita que tenía las manos sucias de tierra
_ Pobre, mirá cómo trabaja, ya se cansará como nosotras.
Pero, verdaderamente,  la maestra nueva era infatigable, y José era capaz de palear todo el patio de la escuela si ella se lo pedía.
La maestra, todos los fines de semana hacía una escapada hasta el pueblo cercano.
Desde allí no regresaba sin traer una lata de pintura o un vidrio para las ventanas; algún cuaderno o ropa para los más pobrecitos –aunque todos lo eran por igual-, golosinas y juguetes para premiar a los ganadores de los juegos durante los festejos escolares.
Y todo esto acarreaba siempre, con enorme y mal disimulado orgullo, José, su inseparable compañero.
Y así fue que José pasó a ser como la sombra de la maestra nueva.
Todos los días se las ingeniaba para hacer alguna cosa por ella o para la escuela, menos estudiar, por supuesto.
Nunca se sintió tan feliz como aquella vez que se puso colorado hasta las orejas cuando la maestra, enternecida,  le dio un sonoro beso delante de todo el grado por haberle traído de regalo un pichón de zorzal  en su sombrero de paja.
Esa tarde llegó la inspección a la escuela alborotando la rutinaria jornada de enseñanza.
Los nervios de las tres maestras no eran menores que la expectativa del alumnado.
La recorrida del señor Inspector comenzó por el primer grado, continuó por el segundo y al fin llegó al aula de José.
Al ingresar, todos de pie lo saludaron a una sola voz:
-¡Buenas tardes, señor Inspector!
Como se acostumbra, el Inspector quiso saber cómo andaban los conocimientos del curso y comenzó amablemente a hacer preguntas bajo la tensa atención de la maestra y el miedo respetuoso de los chicos.
Entre bien, más o menos y muy mal, cada alumno iba respondiendo, hasta que llegó el turno de José.
A cada pregunta que el Inspector le hacía, José contestaba sin vacilar:
-No lo sé, señor.
Por fin,  buenamente, le hizo entonces la pregunta que tantas veces le había formulado su maestra:
-¿Para qué venís a la escuela?
-Y... para aprender a escribir... –volvió a decir José mientras miraba la punta de los dedos que asomaban por las rotas alpargatas.
- ¿Y, se puede saber qué querés escribir? –dijo un tanto risueño el Inspector ante la turbación de su interrogado.
Tartamudeando, con las mejillas encendidas, y sin dejar de mirarse los dedos de los pies que movía nerviosamente, José alcanzó a decir con voz pesada y baja:
-... Y... yo quiero... quiero... escribir versos.
Después del asombro, el Inspector fue mostrando una amplia sonrisa bonachona que animó poco a poco para que todos se echaran a reír.
Los ojos de José, nublados por dos lagrimones, buscaron la figura de su maestra que estaba en el fondo del aula.
Ella se acercó, acarició el renegrido pelo de José y dijo:
-Señor Inspector, yo estoy segura de que muy pronto José será el mejor alumno.

Desde su casa, que está en el potrero entre los maizales, José viene por el polvoriento camino pateando cascotes de tierra y castigando con una rama el yuyal.
En una de sus manos trae un ramito de flores silvestres para su maestra. Silba como un zorzal.


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