JOSÉ
Fausto
Zuliani
Había
crecido salvaje y obstinado como los yuyos que bordean la cuneta al costado del
camino que lleva a la escuela.
Era
grandulón para sus once años y a su lado los compañeros parecían raquíticos o,
tal vez, lo fueran.
Descalzo
y con los pantalones a media asta por debajo de las percudidas rodillas,
denunciaba su indolencia con un andar perezoso y una permanente sonrisa
picarona.
Con
grandes esfuerzos había llegado hasta tercer grado, pero era evidente que de
allí no pasaría.
Ya
era casi una costumbre de la señorita maestra preguntarle:
-¿Para
qué venís a la escuela si no estudiás, José?
Y
él, con la cabeza gacha, invariablemente respondía:
-Para
aprender a escribir, señorita.
Otra
respuesta no tenía, pero eso sí, a clase no faltaba nunca. Ni con la más fea de
las tormentas, ni con la nariz hecha un tomate por el resfrío.
Fue
José quien el domingo anterior trepó como un gato hasta el techo de la escuela
para tapar con bolsas y brea unos agujeros en las chapas de zinc por donde se
colaba el agua de las lluvias, justo dentro de su aula. Ese día, además, paleó
la tierra para que la maestra plantara unos bulbos de jacintos en el frente del
humilde edificio, con su esperanza de joven, tratando de alegrarla un poco.
A
José casi se le escapa una palabrota cuando las
dos maestras que completaban el personal del establecimiento, murmuraron
socarronamente mirando a la maestrita que tenía las manos sucias de tierra
_
Pobre, mirá cómo trabaja, ya se cansará como nosotras.
Pero,
verdaderamente, la maestra nueva era
infatigable, y José era capaz de palear todo el patio de la escuela si ella se
lo pedía.
La
maestra, todos los fines de semana hacía una escapada hasta el pueblo cercano.
Desde
allí no regresaba sin traer una lata de pintura o un vidrio para las ventanas;
algún cuaderno o ropa para los más pobrecitos –aunque todos lo eran por igual-,
golosinas y juguetes para premiar a los ganadores de los juegos durante los
festejos escolares.
Y
todo esto acarreaba siempre, con enorme y mal disimulado orgullo, José, su
inseparable compañero.
Y
así fue que José pasó a ser como la sombra de la maestra nueva.
Todos
los días se las ingeniaba para hacer alguna cosa por ella o para la escuela,
menos estudiar, por supuesto.
Nunca
se sintió tan feliz como aquella vez que se puso colorado hasta las orejas
cuando la maestra, enternecida, le dio
un sonoro beso delante de todo el grado por haberle traído de regalo un pichón
de zorzal en su sombrero de paja.
Esa
tarde llegó la inspección a la escuela alborotando la rutinaria jornada de
enseñanza.
Los
nervios de las tres maestras no eran menores que la expectativa del alumnado.
La
recorrida del señor Inspector comenzó por el primer grado, continuó por el
segundo y al fin llegó al aula de José.
Al
ingresar, todos de pie lo saludaron a una sola voz:
-¡Buenas
tardes, señor Inspector!
Como
se acostumbra, el Inspector quiso saber cómo andaban los conocimientos del
curso y comenzó amablemente a hacer preguntas bajo la tensa atención de la
maestra y el miedo respetuoso de los chicos.
Entre
bien, más o menos y muy mal, cada alumno iba respondiendo, hasta que llegó el
turno de José.
A
cada pregunta que el Inspector le hacía, José contestaba sin vacilar:
-No
lo sé, señor.
Por
fin, buenamente, le hizo entonces la
pregunta que tantas veces le había formulado su maestra:
-¿Para
qué venís a la escuela?
-Y...
para aprender a escribir... –volvió a decir José mientras miraba la punta de
los dedos que asomaban por las rotas alpargatas.
-
¿Y, se puede saber qué querés escribir? –dijo un tanto risueño el Inspector
ante la turbación de su interrogado.
Tartamudeando,
con las mejillas encendidas, y sin dejar de mirarse los dedos de los pies que
movía nerviosamente, José alcanzó a decir con voz pesada y baja:
-...
Y... yo quiero... quiero... escribir versos.
Después
del asombro, el Inspector fue mostrando una amplia sonrisa bonachona que animó
poco a poco para que todos se echaran a reír.
Los
ojos de José, nublados por dos lagrimones, buscaron la figura de su maestra que
estaba en el fondo del aula.
Ella
se acercó, acarició el renegrido pelo de José y dijo:
-Señor
Inspector, yo estoy segura de que muy pronto José será el mejor alumno.
Desde
su casa, que está en el potrero entre los maizales, José viene por el
polvoriento camino pateando cascotes de tierra y castigando con una rama el
yuyal.
En
una de sus manos trae un ramito de flores silvestres para su maestra. Silba
como un zorzal.
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