martes, 20 de marzo de 2018

Emilio Manuel Palomino Santibáñez-México/Marzo de 2018


La Vida No Examinada
Mi papá se murió el día que me atropellaron a media calle. Habíamos salido temprano para caminar juntos. Yo tenía ocho años en aquel entonces. Recuerdo bien la mirada ligera que él esbozada en aquel día, como si tuviera que rogarle a cada transeúnte que reconocieran nuestra existencia al menos lo suficiente para no empujarnos mientras caminábamos. Mi papá no era un tipo difícil de empujar y, en los últimos meses, su ya escuálida figura se había deteriorado. 
Habían sido tiempos difíciles para papá. Llevábamos ya varios meses viviendo en la casa del tío Jorge. No era mi tío, pero supongo que mi papá me dijo que así lo llamara para que me sintiera más cómodo con él. Era un buen tipo; gordo, lento y con un constante tono de voz como si se acabara de levantar. Recuerdo que él era bueno conmigo, a diferencia de su esposa quien, según tengo entendido, estaba embarazada en aquellos tiempos. En retrospectiva, no culpo a la esposa por cómo me trataba y, siendo objetivos, admiro la dedicación que le dio por hacer que yo me mantuviera quieto. Supongo que creía que le estaba haciendo un favor a mi papá al gritarme cuando me portaba mal y dejaba las cosas tiradas o gritaba mientras jugaba. Y tal vez así era, pero a mi papá no le gustaba. Quería que yo pudiera jugar como yo quisiera y que tuviera la libertad que él no tuvo de niño. Esa era parcialmente la razón por la que estaba tan desesperado por sacarnos de esa casa. Esa urgencia por sacarnos de ahí era lo único en lo que él y la esposa de su amigo estaban de acuerdo
Papá siempre me repetía que ya pronto íbamos a poder vivir en nuestra propia casa y que yo iba a tener mi propio cuarto, donde podría colgar todos los posters que yo quisiera y podría jugar con mis soldados y hacer todo el desorden que se me antojara y que él no me iba a decir nada al respecto. Ya habíamos tenido una casa para nosotros solos, hace algunos años. Era la misma casa donde papá creció, y su papá antes que él. Era enorme, y recuerdo que él jugaba conmigo a las escondidas entre los largos pasillos y los muchos cuartos vacíos que alguna vez habían pertenecido a sus tíos. Mi abuelo, según decía papá, había peleado contra todos ellos para quedarse con la casa él. Luego se la había legado a papá, quien a su vez debía de dejármela a mí. 
Pero papá, a diferencia de mi abuelo, no era un hombre fuerte e implacable dispuesto a todo para lograr sus objetivos. En lugar de eso, terminó siendo papá soltero a los veintidós años y nunca pudo dedicarle el tiempo al trabajo que era necesario. Fue por eso que fue de la primera tanda de despedidos durante la crisis del dos mil ocho. 
Él nunca me dijo mucho de mi mamá, y cuando le preguntaba, sólo ponía una expresión sombría y salía por algunas horas de la casa. Cuando volvía, se ponía agresivo con toda persona que le hablara. Eso fue lo que pasó la noche anterior a su muerte.
No tengo los detalles muy en claro, y fue sólo hace unas semanas, tras un encuentro fortuito con el tío Jorge en un supermercado que me enteré de esto. Pero aparentemente la noche anterior, mientras cenábamos, yo le pregunté a mi papá algo sobre mamá y él se puso a llorar sobre la mesa. Luego se fue al baño y, cuando regresó, estaba muy “intenso”. Creo, por el lenguaje vago que el tío Jorge usó al narrarme la historia, que papá se estaba metiendo cocaína en el baño y que atacó a su esposa. El tío Jorge entonces decidió que ya no podía tenernos a mí y a mi papá en su casa. 
La mañana siguiente cuando mi papá me llevó a caminar, fue supuestamente para decirme que teníamos que mudarnos otra vez. No sé a dónde pensaba llevarnos; probablemente él tampoco lo sabía. 
Recuerdo que él estaba particularmente distraído en ese día, endeble como un esqueleto colgando en un laboratorio. Fue esa distracción la que me permitió cruzar esa calle sin mirar a ambos lados al mismo tiempo que ese coche iba pasando. 
Creo que papá creyó que yo estaba muerto y, en ese momento, fue que su cuerpo se rindió y tuvo aquel fatal ataque cardiaco el cual fue opacado por mi cuerpo lastimado que yacía a media calle. Él murió solo, como un punto singular y pequeño al lado de la conglomeración de gente que me rodeaba para darme atención. 
Ése era mi papá: un hombre nada excepcional, débil, inútil y no digno de confianza. Su mejor acto en vida fue cuidarme durante los años que tuvo que hacerlo. Y, con algo de amor, supongo, le agradezco por todo su esfuerzo. Realmente creo que hizo todo lo que fue capaz de hacer. Es una lástima que no fuera lo necesario, pero lo intentó, eso ha de contar para algo. A pesar de que a veces quisiera hacerlo, no puedo ignorar que él fue mi papá. Estoy seguro que me enseñó alguna lección de vida importante a través de su cuidado. Espero algún día saber cuál fue. Mi psiquiatra dice que debo de intentar buscarle más sentido a su muerte, que así llenaré algo dentro de mí, tal vez tenga razón. Mientras tanto seguiré repitiendo la versión de la historia que a la gente le gusta escuchar: que mi papá tenía un gran corazón y, en el fondo, fue una gran persona que simplemente nadie supo apreciar pero que yo siempre amaré, o alguna otra basura de esas.

 

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