La
Vida No Examinada
Mi papá se murió el día que me atropellaron
a media calle. Habíamos salido temprano para caminar juntos. Yo tenía ocho años
en aquel entonces. Recuerdo bien la mirada ligera que él esbozada en aquel día,
como si tuviera que rogarle a cada transeúnte que reconocieran nuestra
existencia al menos lo suficiente para no empujarnos mientras caminábamos. Mi
papá no era un tipo difícil de empujar y, en los últimos meses, su ya escuálida
figura se había deteriorado.
Habían sido
tiempos difíciles para papá. Llevábamos ya varios meses viviendo en la casa del
tío Jorge. No era mi tío, pero supongo que mi papá me dijo que así lo llamara
para que me sintiera más cómodo con él. Era un buen tipo; gordo, lento y con un
constante tono de voz como si se acabara de levantar. Recuerdo que él era bueno
conmigo, a diferencia de su esposa quien, según tengo entendido, estaba
embarazada en aquellos tiempos. En retrospectiva, no culpo a la esposa por cómo
me trataba y, siendo objetivos, admiro la dedicación que le dio por hacer que
yo me mantuviera quieto. Supongo que creía que le estaba haciendo un favor a mi
papá al gritarme cuando me portaba mal y dejaba las cosas tiradas o gritaba
mientras jugaba. Y tal vez así era, pero a mi papá no le gustaba. Quería que yo
pudiera jugar como yo quisiera y que tuviera la libertad que él no tuvo de
niño. Esa era parcialmente la razón por la que estaba tan desesperado por
sacarnos de esa casa. Esa urgencia por sacarnos de ahí era lo único en lo que
él y la esposa de su amigo estaban de acuerdo
Papá siempre me
repetía que ya pronto íbamos a poder vivir en nuestra propia casa y que yo iba
a tener mi propio cuarto, donde podría colgar todos los posters que yo quisiera
y podría jugar con mis soldados y hacer todo el desorden que se me antojara y
que él no me iba a decir nada al respecto. Ya habíamos tenido una casa para
nosotros solos, hace algunos años. Era la misma casa donde papá creció, y su
papá antes que él. Era enorme, y recuerdo que él jugaba conmigo a las escondidas
entre los largos pasillos y los muchos cuartos vacíos que alguna vez habían
pertenecido a sus tíos. Mi abuelo, según decía papá, había peleado contra todos
ellos para quedarse con la casa él. Luego se la había legado a papá, quien a su
vez debía de dejármela a mí.
Pero papá, a
diferencia de mi abuelo, no era un hombre fuerte e implacable dispuesto a todo
para lograr sus objetivos. En lugar de eso, terminó siendo papá soltero a los
veintidós años y nunca pudo dedicarle el tiempo al trabajo que era necesario.
Fue por eso que fue de la primera tanda de despedidos durante la crisis del dos
mil ocho.
Él nunca me
dijo mucho de mi mamá, y cuando le preguntaba, sólo ponía una expresión sombría
y salía por algunas horas de la casa. Cuando volvía, se ponía agresivo con toda
persona que le hablara. Eso fue lo que pasó la noche anterior a su muerte.
No tengo los
detalles muy en claro, y fue sólo hace unas semanas, tras un encuentro fortuito
con el tío Jorge en un supermercado que me enteré de esto. Pero aparentemente
la noche anterior, mientras cenábamos, yo le pregunté a mi papá algo sobre mamá
y él se puso a llorar sobre la mesa. Luego se fue al baño y, cuando regresó,
estaba muy “intenso”. Creo, por el lenguaje vago que el tío Jorge usó al
narrarme la historia, que papá se estaba metiendo cocaína en el baño y que
atacó a su esposa. El tío Jorge entonces decidió que ya no podía tenernos a mí
y a mi papá en su casa.
La mañana
siguiente cuando mi papá me llevó a caminar, fue supuestamente para decirme que
teníamos que mudarnos otra vez. No sé a dónde pensaba llevarnos; probablemente
él tampoco lo sabía.
Recuerdo que él
estaba particularmente distraído en ese día, endeble como un esqueleto colgando
en un laboratorio. Fue esa distracción la que me permitió cruzar esa calle sin
mirar a ambos lados al mismo tiempo que ese coche iba pasando.
Creo que papá
creyó que yo estaba muerto y, en ese momento, fue que su cuerpo se rindió y
tuvo aquel fatal ataque cardiaco el cual fue opacado por mi cuerpo lastimado
que yacía a media calle. Él murió solo, como un punto singular y pequeño al
lado de la conglomeración de gente que me rodeaba para darme atención.
Ése era mi
papá: un hombre nada excepcional, débil, inútil y no digno de confianza. Su
mejor acto en vida fue cuidarme durante los años que tuvo que hacerlo. Y, con
algo de amor, supongo, le agradezco por todo su esfuerzo. Realmente creo que
hizo todo lo que fue capaz de hacer. Es una lástima que no fuera lo necesario,
pero lo intentó, eso ha de contar para algo. A pesar de que a veces quisiera
hacerlo, no puedo ignorar que él fue mi papá. Estoy seguro que me enseñó alguna
lección de vida importante a través de su cuidado. Espero algún día saber cuál
fue. Mi psiquiatra dice que debo de intentar buscarle más sentido a su muerte,
que así llenaré algo dentro de mí, tal vez tenga razón. Mientras tanto seguiré
repitiendo la versión de la historia que a la gente le gusta escuchar: que mi
papá tenía un gran corazón y, en el fondo, fue una gran persona que simplemente
nadie supo apreciar pero que yo siempre amaré, o alguna otra basura de esas.
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