LA CASA DE ENFRENTE
Las
noches de Eugenia comenzaron a poblarse de voces. La nombraban. Le pedían que
fuera.
Eran
suaves y claras. Insistentes.
Primero
no les prestó atención. Pensaba que pertenecían a sus sueños. Pero al advertir
que estaba despierta, el terror la enloqueció. Solo ella oía las voces.
Continuamente la llamaban. Y con el transcurrir del tiempo se pusieron más
seductoras, más imperativas, más apremiantes.
-¡Eugenia,
te queremos!
-¡Eugenia,
te necesitamos!
-¡Eugenia,
tenés que venir!
-¡Eugenia,
apurate!
Ella
se aferraba a la cama con los dedos crispados. Muda. Al lado, su madre velaba
los agotadores insomnios y el obstinado silencio.
Eugenia
tenía futuro, ilusiones, planes. De repente, todo dejó de importarle. Supo que
iba a morir.
Poco
a poco su mundo se fue achicando. Antes estaba la vida. Luego, el dormitorio le
fue quedando enorme a su debilidad. Cuando no pudo caminar más, solamente tuvo
la ventana.
Ese
atardecer la brisa le acercó extraños sonidos. Desaparecieron los ruidos
cotidianos y el olor a medicamentos.
Fue
entonces cuando se sintió atraída por la casa de enfrente. Fascinada, contempló
el trozo de pasado en medio de la monótona edificación moderna. El abandono y
los años la habían castigado duramente.
De
pronto, Eugenia comprendió. Las voces venían de ese lugar. Ellos la esperaban
adentro. Encerrados en el siglo anterior.
La
revelación la trastornó. Se hizo aún más pequeña en la cama. Y su voz fue un
susurro.
-Mamá.
Su
madre acarició la carita afiebrada.
-¿Qué
pasa?
Eugenia
se abrazó a ella llorando.
-¡Estoy
asustada!
-Quedate
tranquila. Pronto te vas a mejorar.
-¿Qué
tengo que hacer?
-Luchar,
querida.
Eugenia
repitió:
-Luchar,
luchar…
Llena
de ansiedad se dispuso a esperarlas. Las voces no tardarían.
Y
llegaron. Livianas… como soplos de aire.
-Eugenia…
Eugenia…
Ella
no pudo evitar un estremecimiento. Su madre dormía vencida por el cansancio. No
quiso despertarla. Incorporada a medias miró hacia fuera.
Las
sombras de la noche desdibujaban la realidad. El tenue resplandor de la luna
caía sobre la casa de enfrente.
-Eugenia,
¿nos escuchás?
-Sí.
-¡Estamos
aquí!
-¿Qué
quieren?
-¿Cuándo
vas a venir?
-¡Nunca!
Las
voces se quebraron.
-¿Cuándo?
-¡Nunca!
Las
voces empezaron a retroceder.
-¿Cuándo?
-¡Nunca!
¡Nunca!
Las
voces callaron.
Aliviada,
Eugenia se recostó. Enseguida regresaron los ruidos cotidianos y el olor a
medicamentos.
Al
día siguiente se pudo levantar. No recordaba lo sucedido la noche anterior ni
las otras…
Pero
jamás volvió a mirar la casa de enfrente.
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