sábado, 23 de junio de 2018

Leo Belmonte Faranna, 10 años-España/Junio de 2018


Era una oscura mañana, el cielo estaba ennegrecido y el sol todavía no había osado aparecer, con su deslumbrante figura redonda, que unas horas después encandilaría a cualquier persona que se atreva a mirarle. Sin embargo, dentro de poco, un cúmulo de materia gaseosa soltaría litros de agua sobre el incrustado hielo en las rocas del suelo. El terreno que en ese lugar se pisaba era propiedad de un gobernador, y éste mismo había enfermado tras una peligrosa cruzada en el monte. El río corría, y el jilguero entonaba hermosos cantares. Los árboles esperaban pacientes la llegada de un ave cuya intención sea proseguir con su melodía. Los pinos esperaban un tenor para acompañar unos minutos de su vida. Un claro ejemplo de una perfecta relación simbiótica, ya que el árbol daba cobijo al ave. Pero al rey no le iban tan bien las cosas como a los pinos: Un corte en la espalda le ocasionó una preocupante infección. La anatomía era un asunto poco estudiado e inaudito en aquella época. El curandero le recetó al rey la sabia y las hojas del eucalipto, pero este árbol no existía en sus tierras. Sin contar que no podía mandar a un esclavo a dominios ajenos, el rey era poco poderoso y él tendría que viajar a por la savia y las hojas del eucalipto. Aquello que hizo era algo completamente admirable. Pero murió, en el peligroso viaje hacia las tierras que cumplen los requisitos para que el árbol crezca, las tierras mediterráneas. Tenía treinta y dos años, y se había desmayado al cruzar Los Pirineos. Era una tarde helada, y su gran corte no mejoraba. Bajo la sosegante mirada de un gran ave, que posteriormente se alimentó de su cadáver, el pobre rey murió. También, bajo la sombra de un eucalipto. Quizás de varios. Sólo las personas de alma noble pueden convertirse en fantasma.

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