Era una oscura mañana, el cielo
estaba ennegrecido y el sol todavía no había osado aparecer, con su
deslumbrante figura redonda, que unas horas después encandilaría a cualquier
persona que se atreva a mirarle. Sin embargo, dentro de poco, un cúmulo de materia
gaseosa soltaría litros de agua sobre el incrustado hielo en las rocas del
suelo. El terreno que en ese lugar se pisaba era propiedad de un gobernador, y
éste mismo había enfermado tras una peligrosa cruzada en el monte. El río
corría, y el jilguero entonaba hermosos cantares. Los árboles esperaban
pacientes la llegada de un ave cuya intención sea proseguir con su melodía. Los
pinos esperaban un tenor para acompañar unos minutos de su vida. Un claro
ejemplo de una perfecta relación simbiótica, ya que el árbol daba cobijo al
ave. Pero al rey no le iban tan bien las cosas como a los pinos: Un corte en la
espalda le ocasionó una preocupante infección. La anatomía era un asunto poco
estudiado e inaudito en aquella época. El curandero le recetó al rey la sabia y
las hojas del eucalipto, pero este árbol no existía en sus tierras. Sin contar
que no podía mandar a un esclavo a dominios ajenos, el rey era poco poderoso y
él tendría que viajar a por la savia y las hojas del eucalipto. Aquello que
hizo era algo completamente admirable. Pero murió, en el peligroso viaje hacia
las tierras que cumplen los requisitos para que el árbol crezca, las tierras
mediterráneas. Tenía treinta y dos años, y se había desmayado al cruzar Los
Pirineos. Era una tarde helada, y su gran corte no mejoraba. Bajo la sosegante
mirada de un gran ave, que posteriormente se alimentó de su cadáver, el pobre
rey murió. También, bajo la sombra de un eucalipto. Quizás de varios. Sólo las
personas de alma noble pueden convertirse en fantasma.
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