Acoso
El partido terminó cerca de la
medianoche. Micaela recoge la canasta con los pocos pasteles que le quedaron
sin vender. Calza sus pies doloridos con las zapatillas que habrá de caminar
las treinta cuadras que la distancian de su casa, un rancho de paja y adobe
enclavado en la mitad de un terreno invadido por yuyales hirsutos.
Con pasos rápidos abandona la cancha.
Recorre las pocas cuadras iluminadas, acompañada por los algunos parroquianos
que se quedaron a la final.
Su cuerpo se tensa, los ojos perforan la
espesura de la niebla que lentamente enmanta árboles y animales. Ha entrado en
la solitaria zona, donde, según informados vecinos, pululan las ánimas
condenadas a deambular en eterno castigo.
Apresura el paso. Los pies heridos de
zapatos rotos se entierran en el barro.
Sin aliento, enceguecida por las lágrimas que recalan en el borde de los
párpados desfallece. ¡Corre Micaela, corre! La tierra le transmite el eco
que avanza. Se levanta, cae, se levanta,
cae, cae. Las fieras hambrientas se acercan. Siente el aliento detrás de la
nuca. A ciegas camina el borde del
arroyo. Los arbustos esconden su pequeña figura. Tal vez no la encuentren. Se
detiene. El frío del agua calma el brillo hiriente del dolor. El cansancio la
agobia.
Una lechuza vuela.
Desbocados de instintos, la rodean.
Siente el jadeo en todo su cuerpo. Se desgarra en jirones de inocencia
mancillada. Ellos, saciados, se alejan.
Queda ahí, de cara al cielo. Límpido y azul cielo.
Lilia cómo estás tanto tiempo sin vernos. Muy bueno tu cuento, fuerte doloroso, triste, muy bien narrado, como vas mostrando las acciones del personaje. Me encantó. Besosss Jóse
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