sábado, 24 de noviembre de 2018

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Noviembre de 2018


LA PUERTA DEL AGUA

       Una límpida y fría mañana, un auto atravesó toda la ciudad. Un magnífico coche, grande, de un azul oscuro brillante, con sus cromados relucientes y las ruedas de anchas bandas blancas, impecables. Su dueño, o quien conducía, evidenciaba una esmerada cautela en el manejo de aquel vehículo y evitaba los tropiezos, grietas o irregularidades que pudiesen dañar la flamante  carrocería. También su pasajera era una dama de distinguido aspecto, blanco cabello y una notoria palidez.
            Siguieron los caminos urbanos, enfilaron hacia la carretera interprovincial y doblaron por un camino rural hacia un pueblito totalmente desconocido en todos los mapas.
            Al final de ese polvoriento poblado, saliendo nuevamente hacia los cerros  y al otro lado de un esterillo que se cruzaba solamente por un puentecito, se hallaba ubicada la residencia del doctor Michurin, un excéntrico viajecillo, junto al pie del cerro.
            Como el coche no podía avanzar ya por tales desfiladeros, la señora decidió seguir a pie, dejando a su acompañante a cargo del carro. Atravesó solitarios parajes hasta enfrentar el puentecito que la hizo titubear, dudando de su estabilidad. Pero, se adelantó valientemente y franqueó una desvencijada puerta de madera que estaba a medio cerrar.
            El panorama en los faldeos de la loma era alegre y simpático esa mañana. Multitud de flores, árboles, colmenares, naranjos en flor, hortalizas, aves, un soñoliento gato y un pacífico y viejo perro.
            Al fondo de esa floresta estaba la pequeña casa, modesta y algo destartalada, pero absolutamente silenciosa.
            La señora golpeó y  llamó, pero no obtuvo respuesta.
            Algo desorientada, se internó por los desconocidos senderos del jardín. Estaban agradablemente bordeados de rosas, dalias y claveles. Allá al fondo, frente a un árbol resplandeciente, estaba Michurín haciendo algún trabajo agrícola totalmente absorto en su labor.
            ¡Oh! Cuán cansada se sentía ella de llegar a pie hasta donde estaba él.
            Pero también estaba cansada, agotada y desilusionada de tantos y tan distintos remedios para su mal.  Y este era ya su último esfuerzo...
            Michurín vestía unos viejos pantalones, raídos y embarrados zapatos, y una desteñida y agujereada chomba. De edad indefinible y aspecto insignificante, se volvió al escuchar la voz de la mujer que lo saludaba.
            -¡Buenos días doctor!
            -¡Oh señora, qué magnífica mañana, ¿verdad?- dijo él, sacudiéndose las manos en los pantalones como si hubiera estado esperándola o la conociera de toda la vida..
            -Si supiera cuánto me ha costa llegar. Qué lejos está usted- gimió ella. Pero él no le dio ninguna importancia y le señaló un tronco a la sombra donde podría sentarse. La dama se sintió algo amostazada. Era bastante diferente este doctor a sus colegas más civilizados. Pensó, ella estaba familiarizada al confort de blancas clínicas, eficientes enfermeras, importantes galenos. Todo limpio. Todo aséptico. Esta era poco menos que sentarse en la tierra misma...
            -Vengo a verlo por mi enfermedad. El corazón, ¿sabe? – Comenzó por iniciar una formal conversación-. Michurín recogió una hermosa naranja que brillaba como si fuera el sol y se la ofreció sin hacer el menor caso de lo que ella decía.
            -Mire que preciosidad- exclamó entusiasmado-. Aspire esta fragancia, le hará bien. Se ha producido este fruto después de múltiples injertos, cuidados, preocupaciones, desinfecciones y, ahora, la savia desde la tierra, los jugos del suelo, las sales minerales y los abonos naturales han empujado hacia arriba. Y el aire y la lluvia y el sol han puesto el aroma, el color y el sabor a esta naranja...
            La señora lo mirada extrañada. Pero algo en los claros y francos ojos de niño de ese doctor le infundía confianza.
            Había oído decir que el sistema de Michurín era diferente, pero no sabía cuándo comenzaría a interesarse por su salud.
            Era ya mediodía y el viejecillo, liviano y ágil, trajo de la casa un vaso rebosante de leche con miel. Ella lo rechazó cortésmente. 
            -Leche no, doctor. Me sentiría más hinchada y se me comprimiría el corazón. Michurín sonrió afablemente.
            -Entonces, no me rechazará esta deliciosa manzana- dijo, pasándole una de embriagadora fragancia. –También quiero que aprecie usted estas magníficas lechugas- expresó, arrancando y sacudiéndoles la tierra a dos suculentos ejemplares de corazón suavemente amarillo.
            -Se las servirá en su casa esta noche, en una sabrosa ensalada y le harán muchísimo bien.
            La señora estaba impaciente. Sólo llegar hasta él, subiendo por esos infelices caminos, le había agotado. Pero cuando recordaba sus noches en vela, cuando se ahogaba, cuando todos los alimentos la enfermaban. Y sus nervios, y su acelerado pulso, su tensión, su angustia, sus sienes latiendo a reventar, hasta caer inconsciente. Y los diferentes diagnósticos, medicinas y hospitalizaciones para sentirse cada vez peor... ¡Ah, no! Ya había experimentado bastante y, como extremo recurso, había decidido ponerse en manos de Michurín, a quien no conocía, pero de quién había oído en anteriores épocas, sobre sus extraordinarias facultades curativas. Ahora estaba anciano y retirado de las actividades médicas, aunque seguía siendo naturalista, pero nadie sabía ya, ni tan siquiera su dirección. Por todo ésto, encontró tantas dificultades para ubicarlo, sólo le quedaba esperar pacientemente que él accediera a interesarse en su caso.
            El doctor la contempló risueñamente, pero sus penetrantes ojos adivinaron las tribulaciones de la visitante.
            -No hay por qué preocuparse, señora mía. Su tratamiento ya ha comenzado. Le traeré un vaso del agua más maravillosamente benéfica que haya llegado a su organismo. Diciendo ésto partió nuevamente hacia la casa y regresó por el fondo del jardín con un jarro y un vaso.
            Le dio a beber y ella tomó de aquella agua  y tuvo que reconocer que, por vez primera, bebía algo tan extraordinariamente fresco y puro. Verdaderamente tenía sed, porque volvió a llenar su vaso y ella a refrescarse. Era como el fresco y alegre verdor de la pradera en la mañana, deslizándose por sus cansadas venas...
            -Por hoy es suficiente, mañana la necesito. Almorzaremos juntos aquí en el campo y tendremos mucho que hacer. Venga sola. Pierda, ante todo, sus temores. Es un buen consejo, ¿sabe? ¡Ah! No coma más que la ensalada esta noche – díjole Michurín, acompañándola hasta la puerta y sin hacer ninguna pregunta ni comentario, se despidieron como dos buenos amigos. Ella volvió hasta su auto con una expresión diferente, saturada de cordialidad.
            Al día siguiente fue puntual. Venía plena de confianza. Había pasado la noche sin sobresaltos. Temprano había despertado deseando que fuese ya de día para levantarse e iniciar el largo viaje.
            El médico la esperaba con una alegre acogida. No le preguntó absolutamente por su salud, sino que puso un canasto en sus manos.
            -Iremos a sacar los huevos al corral, recogeremos miel y llevaremos fruta para almorzar- exclamó gozoso, como quien invita a una excursión.
            La enferma ya no se extrañó y lo siguió obedientemente.
            Ahora venía sencillamente ataviada y sin afeites, de acuerdo al medio ambiente imperante. La casita de tres piezas tenía a su entrada estanterías hasta el techo, repletas de libros, algunas sillas, un viejo escritorio de cortina y una lámpara, ese era todo el mobiliario. En otra pieza, un cajón de madera  para baños de vapor y contigua, una cocina a leña. En el corredor, bajo techo, se deshidrataban hierbas y frutas: peras, duraznos, nueces, almendras, higos, ciruelas y uvas.
            Michurín la obsequió con quesillo, ensalada, frutas y pan negro. Aunque a ella le pareció que había almorzado frugalmente, se sintió completamente satisfecha. Además, él tenía una conversación amena, alternada con temas sobre arte, viajes y poesía, por lo que decidió dejar para otra vez su enfermedad.
            Más tarde, en el huerto, la hizo observar el árbol resplandeciente bajo el cual estaba la primera vez que ella lo vio.
            Necesito su colaboración. Tengo que hacer mis injertos y no tengo quién me ayude – le pidió el doctor y ella no pudo negarse.
            El árbol auranciáceo, era un compendio de injertos de diversas variedades de la misma familia. Estallaban en una explosión de alegría los pomelos, limones, mandarinas, toronjas, naranjas, y zamboas. Brotaban los azahares y su aroma se esparcía endulzando hasta el alma...
            -Pero, yo no sé injertar- opuso débilmente la enferma.
            -No tiene importancia. Nadie nace sabiendo y usted está naciendo recién-fue la bondadosa y conformadora respuesta.
            Pudo enterarse así que dirigidos por Michurín, varios pacientes habían efectuado otros tantos injertos. A través de los años, se había logrado una prodigiosa variedad de frutos en el mismo árbol, brillando  como radiantes luces de varias tonalidades. Cada injerto que brotaba era también el reverdecer del esfuerzo y la salud de una persona.
            Aprendió, cómo una insignificante agujilla de cierta parte del tronco podía encajar perfectamente  en una incisión hecha a la exacta medida en otra parte del mismo tronco. Luego había que forrar con barro la herida y dejar que el aire hiciera el resto...
            Al caer la tarde, bebieron el agua maravillosa, que ahora, después del esfuerzo realizado, la restauraba estimulantemente. Y volvió a despedirse hasta el día siguiente.
            Y así, un día y otro, como perlas de un collar, transcurrieron varios meses hasta terminar el estío. Cada vez, él le tenía asignado un trabajo distinto. Podar las rosas, regar las hortalizas, ver los polluelos. Ella iba distrayendo su atención hacia otras preocupaciones que iban arrinconando sus achaques. Volvía a la ciudad con otro color, otro brillo, otra forma de sentir. En su casa copiaba el sistema alimentario que Michurín le había hecho conocer.
            Ya no encontraba extravagante al viejo doctor y apreciaba su amistad. Se percataba de cuánta sabiduría se había estado perdiendo de conocer, a través de su existencia y cómo ese hombrecillo que jamás hablaba de su persona, que ni siquiera le había preguntado su nombre o su edad, emanaba entusiasmo, luminosidad y esperanza.
            Además, estaba esa bebida que tanto bien le hacía. Era como la gloria fresca del rocío llevando hasta su espíritu un haz de luz a su aflicción. Era como flotar en una paz serena, liberadora de angustias.
            Hasta que un día él le dijo: - Mí querida señora, usted ya está sanada. Estaba enferma cuando  vino hasta mí, pero su mal no era del cuerpo. Yo solamente le he hecho interesarse por otras actividades. Le he proporcionado otras motivaciones. He orientado sus pensamientos hacia otros cauces fuera de usted misma. La he traído hacia la naturaleza  y ella ha hecho todo. A mí nada me debe.
            -¡Pero, doctor...! – Exclamó ella. - Sin usted y esa agua curativa que me ha dado diariamente a beber, ¿cómo podría haber mejorado?
            El sonrió con aquella risa que ella tan bien conocía.
            Perdone señora. Nunca le hablé en términos médicos, porque jamás he sido médico. El doctor Michurín falleció hace muchos años. Yo era su jardinero, su ayudante y su única compañía. Me dejó esta casa y todos sus libros...
            Ella lo miró asombrada, estupefacta...
            -¡Cómo! Y ese remedio. ¿Esa agua que me mejoró...?
            -Es solamente agua de la noria- respondió serenamente.- Está detrás de la puerta, al fondo del jardín. Es el agua de la Vida. Esa es la puerta hacia la nueva vida que encuentra el que posee la Fe...

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