LA PUERTA DEL AGUA
Una límpida y fría mañana, un auto
atravesó toda la ciudad. Un magnífico coche, grande, de un azul oscuro
brillante, con sus cromados relucientes y las ruedas de anchas bandas blancas,
impecables. Su dueño, o quien conducía, evidenciaba una esmerada cautela en el
manejo de aquel vehículo y evitaba los tropiezos, grietas o irregularidades que
pudiesen dañar la flamante carrocería.
También su pasajera era una dama de distinguido aspecto, blanco cabello y una
notoria palidez.
Siguieron los
caminos urbanos, enfilaron hacia la carretera interprovincial y doblaron por un
camino rural hacia un pueblito totalmente desconocido en todos los mapas.
Al final de
ese polvoriento poblado, saliendo nuevamente hacia los cerros y al otro lado de un esterillo que se cruzaba
solamente por un puentecito, se hallaba ubicada la residencia del doctor
Michurin, un excéntrico viajecillo, junto al pie del cerro.
Como el coche
no podía avanzar ya por tales desfiladeros, la señora decidió seguir a pie,
dejando a su acompañante a cargo del carro. Atravesó solitarios parajes hasta
enfrentar el puentecito que la hizo titubear, dudando de su estabilidad. Pero,
se adelantó valientemente y franqueó una desvencijada puerta de madera que
estaba a medio cerrar.
El panorama
en los faldeos de la loma era alegre y simpático esa mañana. Multitud de
flores, árboles, colmenares, naranjos en flor, hortalizas, aves, un soñoliento
gato y un pacífico y viejo perro.
Al fondo de
esa floresta estaba la pequeña casa, modesta y algo destartalada, pero
absolutamente silenciosa.
La señora
golpeó y llamó, pero no obtuvo
respuesta.
Algo
desorientada, se internó por los desconocidos senderos del jardín. Estaban
agradablemente bordeados de rosas, dalias y claveles. Allá al fondo, frente a
un árbol resplandeciente, estaba Michurín haciendo algún trabajo agrícola
totalmente absorto en su labor.
¡Oh! Cuán
cansada se sentía ella de llegar a pie hasta donde estaba él.
Pero también
estaba cansada, agotada y desilusionada de tantos y tan distintos remedios para
su mal. Y este era ya su último
esfuerzo...
Michurín
vestía unos viejos pantalones, raídos y embarrados zapatos, y una desteñida y
agujereada chomba. De edad indefinible y aspecto insignificante, se volvió al
escuchar la voz de la mujer que lo saludaba.
-¡Buenos días
doctor!
-¡Oh señora,
qué magnífica mañana, ¿verdad?- dijo él, sacudiéndose las manos en los
pantalones como si hubiera estado esperándola o la conociera de toda la vida..
-Si supiera
cuánto me ha costa llegar. Qué lejos está usted- gimió ella. Pero él no le dio
ninguna importancia y le señaló un tronco a la sombra donde podría sentarse. La
dama se sintió algo amostazada. Era bastante diferente este doctor a sus
colegas más civilizados. Pensó, ella estaba familiarizada al confort de blancas
clínicas, eficientes enfermeras, importantes galenos. Todo limpio. Todo
aséptico. Esta era poco menos que sentarse en la tierra misma...
-Vengo a
verlo por mi enfermedad. El corazón, ¿sabe? – Comenzó por iniciar una formal
conversación-. Michurín recogió una hermosa naranja que brillaba como si fuera
el sol y se la ofreció sin hacer el menor caso de lo que ella decía.
-Mire que
preciosidad- exclamó entusiasmado-. Aspire esta fragancia, le hará bien. Se ha
producido este fruto después de múltiples injertos, cuidados, preocupaciones,
desinfecciones y, ahora, la savia desde la tierra, los jugos del suelo, las
sales minerales y los abonos naturales han empujado hacia arriba. Y el aire y
la lluvia y el sol han puesto el aroma, el color y el sabor a esta naranja...
La señora lo
mirada extrañada. Pero algo en los claros y francos ojos de niño de ese doctor
le infundía confianza.
Había oído
decir que el sistema de Michurín era diferente, pero no sabía cuándo comenzaría
a interesarse por su salud.
Era ya
mediodía y el viejecillo, liviano y ágil, trajo de la casa un vaso rebosante de
leche con miel. Ella lo rechazó cortésmente.
-Leche no,
doctor. Me sentiría más hinchada y se me comprimiría el corazón. Michurín
sonrió afablemente.
-Entonces, no
me rechazará esta deliciosa manzana- dijo, pasándole una de embriagadora
fragancia. –También quiero que aprecie usted estas magníficas lechugas-
expresó, arrancando y sacudiéndoles la tierra a dos suculentos ejemplares de
corazón suavemente amarillo.
-Se las
servirá en su casa esta noche, en una sabrosa ensalada y le harán muchísimo
bien.
La señora
estaba impaciente. Sólo llegar hasta él, subiendo por esos infelices caminos,
le había agotado. Pero cuando recordaba sus noches en vela, cuando se ahogaba,
cuando todos los alimentos la enfermaban. Y sus nervios, y su acelerado pulso,
su tensión, su angustia, sus sienes latiendo a reventar, hasta caer
inconsciente. Y los diferentes diagnósticos, medicinas y hospitalizaciones para
sentirse cada vez peor... ¡Ah, no! Ya había experimentado bastante y, como
extremo recurso, había decidido ponerse en manos de Michurín, a quien no
conocía, pero de quién había oído en anteriores épocas, sobre sus
extraordinarias facultades curativas. Ahora estaba anciano y retirado de las
actividades médicas, aunque seguía siendo naturalista, pero nadie sabía ya, ni
tan siquiera su dirección. Por todo ésto, encontró tantas dificultades para ubicarlo,
sólo le quedaba esperar pacientemente que él accediera a interesarse en su
caso.
El doctor la
contempló risueñamente, pero sus penetrantes ojos adivinaron las tribulaciones
de la visitante.
-No hay por
qué preocuparse, señora mía. Su tratamiento ya ha comenzado. Le traeré un vaso
del agua más maravillosamente benéfica que haya llegado a su organismo.
Diciendo ésto partió nuevamente hacia la casa y regresó por el fondo del jardín
con un jarro y un vaso.
Le dio a
beber y ella tomó de aquella agua y tuvo
que reconocer que, por vez primera, bebía algo tan extraordinariamente fresco y
puro. Verdaderamente tenía sed, porque volvió a llenar su vaso y ella a
refrescarse. Era como el fresco y alegre verdor de la pradera en la mañana,
deslizándose por sus cansadas venas...
-Por hoy es
suficiente, mañana la necesito. Almorzaremos juntos aquí en el campo y
tendremos mucho que hacer. Venga sola. Pierda, ante todo, sus temores. Es un
buen consejo, ¿sabe? ¡Ah! No coma más que la ensalada esta noche – díjole Michurín,
acompañándola hasta la puerta y sin hacer ninguna pregunta ni comentario, se
despidieron como dos buenos amigos. Ella volvió hasta su auto con una expresión
diferente, saturada de cordialidad.
Al día
siguiente fue puntual. Venía plena de confianza. Había pasado la noche sin
sobresaltos. Temprano había despertado deseando que fuese ya de día para
levantarse e iniciar el largo viaje.
El médico la
esperaba con una alegre acogida. No le preguntó absolutamente por su salud,
sino que puso un canasto en sus manos.
-Iremos a
sacar los huevos al corral, recogeremos miel y llevaremos fruta para almorzar-
exclamó gozoso, como quien invita a una excursión.
La enferma ya
no se extrañó y lo siguió obedientemente.
Ahora venía
sencillamente ataviada y sin afeites, de acuerdo al medio ambiente imperante.
La casita de tres piezas tenía a su entrada estanterías hasta el techo,
repletas de libros, algunas sillas, un viejo escritorio de cortina y una
lámpara, ese era todo el mobiliario. En otra pieza, un cajón de madera para baños de vapor y contigua, una cocina a
leña. En el corredor, bajo techo, se deshidrataban hierbas y frutas: peras,
duraznos, nueces, almendras, higos, ciruelas y uvas.
Michurín la
obsequió con quesillo, ensalada, frutas y pan negro. Aunque a ella le pareció
que había almorzado frugalmente, se sintió completamente satisfecha. Además, él
tenía una conversación amena, alternada con temas sobre arte, viajes y poesía,
por lo que decidió dejar para otra vez su enfermedad.
Más tarde, en
el huerto, la hizo observar el árbol resplandeciente bajo el cual estaba la
primera vez que ella lo vio.
Necesito su
colaboración. Tengo que hacer mis injertos y no tengo quién me ayude – le pidió
el doctor y ella no pudo negarse.
El árbol
auranciáceo, era un compendio de injertos de diversas variedades de la misma
familia. Estallaban en una explosión de alegría los pomelos, limones,
mandarinas, toronjas, naranjas, y zamboas. Brotaban los azahares y su aroma se
esparcía endulzando hasta el alma...
-Pero, yo no
sé injertar- opuso débilmente la enferma.
-No tiene
importancia. Nadie nace sabiendo y usted está naciendo recién-fue la bondadosa
y conformadora respuesta.
Pudo
enterarse así que dirigidos por Michurín, varios pacientes habían efectuado
otros tantos injertos. A través de los años, se había logrado una prodigiosa
variedad de frutos en el mismo árbol, brillando
como radiantes luces de varias tonalidades. Cada injerto que brotaba era
también el reverdecer del esfuerzo y la salud de una persona.
Aprendió,
cómo una insignificante agujilla de cierta parte del tronco podía encajar
perfectamente en una incisión hecha a la
exacta medida en otra parte del mismo tronco. Luego había que forrar con barro
la herida y dejar que el aire hiciera el resto...
Al caer la
tarde, bebieron el agua maravillosa, que ahora, después del esfuerzo realizado,
la restauraba estimulantemente. Y volvió a despedirse hasta el día siguiente.
Y así, un día
y otro, como perlas de un collar, transcurrieron varios meses hasta terminar el
estío. Cada vez, él le tenía asignado un trabajo distinto. Podar las rosas,
regar las hortalizas, ver los polluelos. Ella iba distrayendo su atención hacia
otras preocupaciones que iban arrinconando sus achaques. Volvía a la ciudad con
otro color, otro brillo, otra forma de sentir. En su casa copiaba el sistema
alimentario que Michurín le había hecho conocer.
Ya no
encontraba extravagante al viejo doctor y apreciaba su amistad. Se percataba de
cuánta sabiduría se había estado perdiendo de conocer, a través de su existencia
y cómo ese hombrecillo que jamás hablaba de su persona, que ni siquiera le
había preguntado su nombre o su edad, emanaba entusiasmo, luminosidad y
esperanza.
Además,
estaba esa bebida que tanto bien le hacía. Era como la gloria fresca del rocío
llevando hasta su espíritu un haz de luz a su aflicción. Era como flotar en una
paz serena, liberadora de angustias.
Hasta que un
día él le dijo: - Mí querida señora, usted ya está sanada. Estaba enferma
cuando vino hasta mí, pero su mal no era
del cuerpo. Yo solamente le he hecho interesarse por otras actividades. Le he
proporcionado otras motivaciones. He orientado sus pensamientos hacia otros
cauces fuera de usted misma. La he traído hacia la naturaleza y ella ha hecho todo. A mí nada me debe.
-¡Pero,
doctor...! – Exclamó ella. - Sin usted y esa agua curativa que me ha dado
diariamente a beber, ¿cómo podría haber mejorado?
El sonrió con
aquella risa que ella tan bien conocía.
Perdone
señora. Nunca le hablé en términos médicos, porque jamás he sido médico. El
doctor Michurín falleció hace muchos años. Yo era su jardinero, su ayudante y
su única compañía. Me dejó esta casa y todos sus libros...
Ella lo miró
asombrada, estupefacta...
-¡Cómo! Y ese
remedio. ¿Esa agua que me mejoró...?
-Es solamente
agua de la noria- respondió serenamente.- Está detrás de la puerta, al fondo
del jardín. Es el agua de la Vida. Esa
es la puerta hacia la nueva vida que encuentra el que posee la Fe...
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