lunes, 11 de febrero de 2019

Ascensión Reyes (Cuento)-Chile/Enero de 2019


MEMORIAS DE UN CONDUCTOR            


            Trato de leer el periódico del día, pero me distraigo al sentir el traqueteo de mi mujer en la cocina, junto a las conversaciones con mis hijas, que están de visita – sólo dos – los otros dos varones están en el extranjero. El tema de siempre, preguntando a su madre por los últimos acontecimientos de nuestro grupo de familiares y amigos – que ya son menos – de aquel tiempo cuando ellas eran pequeñas. Esa “cháchara” me distrae y no puedo concentrarme. Las noticias desde la última vez que vinieron a visitarnos son variadas. Y cómo la fecha lo justifica, en mi mente se cruzan aquellos recuerdos de cuando estaba al volante del bus 55. Tiempos en que también se les decía microbuses y en el hablar común “micro” y antes “góndolas”. En mis primeros tiempos de labor, los conductores teníamos que valernos de un ayudante – generalmente un muchacho que necesitaba algunos dineros para sus gustos – para que pusiera una cuña en la rueda trasera. Eso ocurría cuando la máquina iba por los cerros - en subida - y se detenía para dejar pasajeros. Se corría el riesgo que la máquina se fuera para atrás, porque los frenos generalmente no eran muy de fiar, considerando que el vehículo iba con una carga de pasajeros que casi doblaban la cuota aconsejada.
            Aunque quien mira ésto a la distancia, pensaría que fue una irresponsabilidad de nuestra parte, pero en ese momento como conductor, uno no se podía negar a transportar los innumerables alumnos que nos esperaban en los paraderos cercanos a sus colegios. Niñas y niños de todas las edades, esperando ansiosos el vehículo, sus estómagos reclamaban el almuerzo que los esperaba en sus casas. También eran nuestra preocupación, las señoras, cargando bolsas llenas de verduras o provisiones para alimentar a su familia. ¿Cómo íbamos a ser tan indiferentes para pasar de largo y no llevarlos?
            Eran tiempos en que muy pocas eran las personas afortunadas que contaban con un vehículo propio. Los buses de transporte escolar, tampoco existían. Taxis, generalmente los usaban las personas que viajaban lejos de la ciudad y tenían el suficiente dinero como para costear un pasaje hasta su domicilio. Tampoco se habría pensado transformar autos en colectivos.
            Las calles eran estrechas, pasaban solamente dos vehículos con cierta holgura y el pavimento generalmente estaba bastante accidentado, porque en invierno la gravilla alquitranada se resquebrajaba con la lluvia, y en verano el sol derretía los bordes. Estas callejuelas llenas de hoyos eran el terror de los que manejábamos vehículos de locomoción colectiva. Cuando se transformaban en un peligro público, las municipalidades mandaban sus cuadrillas de hombres y maquinarias, para taparlos con un parche. Y así, año tras año sucedía el mismo fenómeno. De tal manera que cada conductor debía tener la suficiente astucia para esquivar baches y hoyos - de todos tamaños - si queríamos conservar en buenas condiciones nuestra fuente de trabajo.
            Para mí, esta ocupación, resultó ser parte de mi destino. Por ese entonces, venía de otra ciudad y con un gran dolor a cuestas. Mi noviecita de juventud, que a los veinte años fue mi esposa, un día cualquiera a la vuelta de mi trabajo, en una minera, me informó que lo nuestro se terminaba. Mi matrimonio había durado solamente seis meses.
            Los motivos, sólo y simplemente, se había enamorado de otra persona al sentirse abandonada por mi trabajo. Yo debía ausentarme por largas temporadas. Y en esa oportunidad, demoré cerca de un mes, para poder ganar más dinero para los planes que teníamos; alhajar nuestra casa con las mejores comodidades. Creo que también esperaba un hijo del otro personaje.
            Con esta noticia aberrante, se me produjo una desmoralización total. Hice mi maleta, antes que la violencia se hiciera presente y tomé el primer bus que me trasladó a la quinta región. A casa de una tía con quien siempre estuve muy cercano.
            Generalmente en verano vacacionaba en su casa, con mis primos, siempre tenía un panorama entretenido. En ese momento todos estaban casados y cada uno había formado su hogar lejos de la tía. Mi llegada, para ella, fue como rescatar a un hijo y ésto me ayudó a sobreponerme del dolor y la rabia por mi desastre familiar. Así pude gozar de sabrosos guisos, postres deliciosos, galletas caseras para acompañar el mate nocturno, escuchando la radio y algunos radioteatros entretenidos.
            Sin embargo, debía trabajar y de buenas a primera, no era tan fácil. De tal manera que como sabía conducir vehículos desde hacía años - en el norte había manejado camiones - di una prueba para conducir cualquier tipo de locomoción. Antes de ello, estudié bastante la topografía de la ciudad, sobre todo las subidas empinadas. Una vez aprobado el examen postulé en una línea de microbuses que hacían largos recorridos por los cerros de Valparaíso.  
            Un día cualquiera me encontré conduciendo una de esas máquinas. Poco a poco, los recuerdos tristes y las añoranzas fueron dando paso a encariñarme con la gente que a diario transportaba. Aún no tenía la experiencia de ser padre, pero el desorden de los pequeños que subían a mi máquina nunca me molestaron, es más, los fines de semana los echaba de menos. Y a la señora Chepita, la Ramona, al Pascual, y así a muchas personas que por una u otra razón -a veces- entablábamos conversación sobre diversos temas, cuando el bus iba casi desocupado. Terminé llegando por las noches con alguna cosa rica, regalo de mis pasajeros. ¡Eran otros tiempos!
            Un buen día, a través del espejo retrovisor, divisé unos ojos que me miraban con interés. Era una niña que me pareció que el año anterior había dejado el uniforme de colegio. Ahora calzaba tacones y su cara iba levemente maquillada. Supuse que estaba trabajando. Le devolví la mirada y ella se puso tan nerviosa que creí ver rubor en su carita de niña.
            Se hizo costumbre fijarme en ella y ponerla nerviosa. Lo tomé como un juego infantil, sabiendo que yo era ya un hombre experimentado y ella venía saliendo de la adolescencia –eran otros tiempos en que la mayoría de edad era a los veintiún años. Por tal razón, nunca me imaginé mirarla con ojos interesados.
            Descubrí que tomaba el bus en determinado paradero y a cierta hora. Su casa quedaba cercana al lugar donde se bajaba. Un día la vi en compañía de un matrimonio mayor, supuse que eran sus padres. Los fines de semana se me hacían largos esperando verla los días lunes. Conseguí que me saludara, en la subida y bajada, cuando tomaba el bus. Los días festivos pasaba por su casa tocando un bocinazo para que supiera que me acordaba de ella.
            En las noches empezó a aparecer en mi pensamiento, ya no como la jovencita a quien me gustaba hacerla ruborizar, sino como una mujer joven que embelezaba mi mente. Descubrí con horror que me estaba enamorando nuevamente. Me dije –honorablemente- que la chica estaba fuera de mi alcance. Era muy jovencita, seguramente sin experiencia en lides románticas porque en el año de viajar en mi bus, nunca la vi con algún amigo.
            Un día lunes no apareció, y el martes tampoco. Pensé que estaba de vacaciones y me hice a la idea que por varios días, seguramente quince, no la vería. Pero una semana después la vi en una silla de ruedas con una pierna enyesada por donde aparecían varias varillas. Ese día no estuve tranquilo pensando en lo serio del accidente que podría haberle ocurrido. Mis primeras intenciones fueron de ir a su casa a reconfortarla, Realmente fue un día de sufrimiento, y por primera vez estuve de mal humor, no encontrando respuesta a mi inquietud.
            Por la tarde guardé mi bus y no pude contenerme, hasta que me encontré golpeando la puerta por donde siempre la había visto entrar. Antes que me arrepintiera y diera la media vuelta a mi casa, la puerta se abrió y apareció la señora que me pareció su madre. Ella estaba vestida de negro y su aspecto triste era de interrogación. Creo recordar que dije lo siguiente: - Buenas tardes señora, soy el chofer de la micro que lleva y trae a la jovencita que creo es su hija. Mucho me extrañó verla en una silla de ruedas y enyesada, me preocupé y pasaba a saludarla.
            Ella me respondió – Gracias por su gentileza. Creo que le hará bien su visita porque estamos muy mal, con el resultado del accidente en que mi marido perdió la vida y casi se lleva a mi hija. Añoramos mucho al papá... Pero así es la vida. Ya pasó lo peor para mi hija y es cosa de tiempo que vuelva a caminar con sus dos piernas. ¡Pero pase, por favor!, tome asiento. Le avisaré que usted la viene a saludar.
            Me senté en un sillón de la pequeña salita. Estaba amoblada con gusto y tenía adornos que llamaban la atención, todo limpio y ordenado. Yo me sentía un intruso, tratando de congraciarme con la joven y su madre.
            Después de unos minutos apareció por el pasillo en su silla de ruedas. Yo me paré para saludarla de mano y me apresuré de aclarar mi visita: -Estaba preocupado por su salud, al verla en esa situación al pasar con el bus.
            La joven me animó con una sonrisa y la conversación sobre el accidente fue el puente que me permitió estar más tiempo del presupuestado. Agradecida por mi visita finalmente me invitó a pasar en otra ocasión a conversar con ellas, porque estaban muy tristes con la pérdida del padre en tan penosas circunstancias.
            Y así, al calor de la amistad, inicié lentamente un ritmo de visitas semanales, con una conversación entretenida para ambas mujeres y para mí, poder soñar en un futuro que sabía era imposible. Nunca habría esperado que esa hermosa chica se fijara en mí. Pero el tiempo a veces da sorpresas increíbles. Durante mis visitas la convencía de salir por los alrededores, y tomar la brisa fresca del atardecer, conduciéndola en su silla de ruedas. Estuve feliz cuando ella pudo reír espontáneamente, una vez que le conté una anécdota divertida, una de las tantas que ocurrían en mi recorrido. Y así fue transcurriendo el tiempo, me esmeré de halagar con regalos a su mamá, la señora Hortencia y a Irene en mis atenciones. La sacaba a pasear a donde ella quisiera, por cierto, que mis sentimientos nunca se los expresé, pero a veces eran tan fuertes mis deseos de un acercamiento, que temí fuera a cometer una indiscreción y la amistad o confianza se perdiera. Por ello, pensé en un alejamiento, espacié mis visitas y programé una posible vuelta a mi ciudad de origen, Iquique. Se lo hice saber un día que la invité a la matinée del teatro Metro y luego a compartir un jugo en un salón de té. Nunca le había visto su carita tan triste, al poco rato le vi tapársela para que no viera sus lágrimas. Yo estaba totalmente confundido, no hallaba como calmarla, tomé sus manos y me decidí. Le confesé que yo la amaba con desesperación, pero comprendía, que era muy mayor para ella, le conté de mi matrimonio anterior y de la frustración que me provocó y no quería tener que sufrir lo mismo, pretendiendo un romance tan desigual.
            Para mi sorpresa, entre lágrimas, me confesó que ella siempre había vivido enamorada de mí, desde que era una colegiala y subía al bus con todos los demás estudiantes. Nunca me había visto como un hombre viejo para ella. A veces, su madre, le hablaba que le gustaría verla casada con un hombre responsable para formar un hogar y velar por ellas.
            Si me hubieran anticipado ésto, jamás lo habría creído. ¡La niña se había convertido en mujer y también me amaba! Era como para pedir que alguien me pellizcara para salir de aquel ensueño. ¡Pero sí, era real!
            Esa tarde al dejarla en su casa, al despedirme, me atreví a darle un beso en la mejilla y le dije que tendríamos que conversarlo detenidamente el fin de semana. Eran otros tiempos, en que todo se hacía de acuerdo a un protocolo.
            Por la noche - a la hora del mate - conversé con mi tía y le conté de todo este acontecer. Estaba enamorado de una jovencita y ella lo estaba de mí, pero era riesgoso dar ese paso que significaba casamiento. La tía, no me dio ninguna solución, solamente me dijo que yo tendría que actuar de acuerdo a lo que mi razón y mi corazón me aconsejaran. Y eso hice...
           
            Al parecer ya el almuerzo está en la mesa - escuché mi nombre - siento que Irene está impaciente por comenzar a festejar un nuevo aniversario de matrimonio, con las hijas que tenemos cerca, los ausentes ya nos han dado sus felicitaciones por el teléfono. Creo que la familia aumenta porque siento a mis yernos llegar con mis nietos, ya no somos tres como empezamos, ahora somos diez. Estoy pensando comprar una mesa más grande para cuando se junten todos mis hijos y sus respectivas familias, a festejar, un nuevo aniversario.

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