MEMORIAS DE UN CONDUCTOR
Trato de leer el
periódico del día, pero me distraigo al sentir el traqueteo de mi mujer en la
cocina, junto a las conversaciones con mis hijas, que están de visita – sólo
dos – los otros dos varones están en el extranjero. El tema de siempre,
preguntando a su madre por los últimos acontecimientos de nuestro grupo de
familiares y amigos – que ya son menos – de aquel tiempo cuando ellas eran
pequeñas. Esa “cháchara” me distrae y no puedo concentrarme. Las noticias desde
la última vez que vinieron a visitarnos son variadas. Y cómo la fecha lo
justifica, en mi mente se cruzan aquellos recuerdos de cuando estaba al volante
del bus 55. Tiempos en que también se les decía microbuses y en el hablar común
“micro” y antes “góndolas”. En mis primeros tiempos de labor, los conductores
teníamos que valernos de un ayudante – generalmente un muchacho que necesitaba
algunos dineros para sus gustos – para que pusiera una cuña en la rueda
trasera. Eso ocurría cuando la máquina iba por los cerros - en subida - y se
detenía para dejar pasajeros. Se corría el riesgo que la máquina se fuera para
atrás, porque los frenos generalmente no eran muy de fiar, considerando que el
vehículo iba con una carga de pasajeros que casi doblaban la cuota aconsejada.
Aunque quien mira ésto a
la distancia, pensaría que fue una irresponsabilidad de nuestra parte, pero en
ese momento como conductor, uno no se podía negar a transportar los
innumerables alumnos que nos esperaban en los paraderos cercanos a sus colegios.
Niñas y niños de todas las edades, esperando ansiosos el vehículo, sus
estómagos reclamaban el almuerzo que los esperaba en sus casas. También eran
nuestra preocupación, las señoras, cargando bolsas llenas de verduras o
provisiones para alimentar a su familia. ¿Cómo íbamos a ser tan indiferentes para
pasar de largo y no llevarlos?
Eran tiempos en que muy
pocas eran las personas afortunadas que contaban con un vehículo propio. Los
buses de transporte escolar, tampoco existían. Taxis, generalmente los usaban
las personas que viajaban lejos de la ciudad y tenían el suficiente dinero como
para costear un pasaje hasta su domicilio. Tampoco se habría pensado
transformar autos en colectivos.
Las calles eran
estrechas, pasaban solamente dos vehículos con cierta holgura y el pavimento
generalmente estaba bastante accidentado, porque en invierno la gravilla
alquitranada se resquebrajaba con la lluvia, y en verano el sol derretía los
bordes. Estas callejuelas llenas de hoyos eran el terror de los que manejábamos
vehículos de locomoción colectiva. Cuando se transformaban en un peligro público,
las municipalidades mandaban sus cuadrillas de hombres y maquinarias, para
taparlos con un parche. Y así, año tras año sucedía el mismo fenómeno. De tal
manera que cada conductor debía tener la suficiente astucia para esquivar
baches y hoyos - de todos tamaños - si queríamos conservar en buenas
condiciones nuestra fuente de trabajo.
Para mí, esta ocupación,
resultó ser parte de mi destino. Por ese entonces, venía de otra ciudad y con
un gran dolor a cuestas. Mi noviecita de juventud, que a los veinte años fue mi
esposa, un día cualquiera a la vuelta de mi trabajo, en una minera, me informó
que lo nuestro se terminaba. Mi matrimonio había durado solamente seis meses.
Los motivos, sólo y
simplemente, se había enamorado de otra persona al sentirse abandonada por mi
trabajo. Yo debía ausentarme por largas temporadas. Y en esa oportunidad,
demoré cerca de un mes, para poder ganar más dinero para los planes que
teníamos; alhajar nuestra casa con las mejores comodidades. Creo que también esperaba
un hijo del otro personaje.
Con esta noticia
aberrante, se me produjo una desmoralización total. Hice mi maleta, antes que
la violencia se hiciera presente y tomé el primer bus que me trasladó a la
quinta región. A casa de una tía con quien siempre estuve muy cercano.
Generalmente en verano vacacionaba
en su casa, con mis primos, siempre tenía un panorama entretenido. En ese
momento todos estaban casados y cada uno había formado su hogar lejos de la
tía. Mi llegada, para ella, fue como rescatar a un hijo y ésto me ayudó a
sobreponerme del dolor y la rabia por mi desastre familiar. Así pude gozar de
sabrosos guisos, postres deliciosos, galletas caseras para acompañar el mate
nocturno, escuchando la radio y algunos radioteatros entretenidos.
Sin embargo, debía
trabajar y de buenas a primera, no era tan fácil. De tal manera que como sabía
conducir vehículos desde hacía años - en el norte había manejado camiones - di
una prueba para conducir cualquier tipo de locomoción. Antes de ello, estudié
bastante la topografía de la ciudad, sobre todo las subidas empinadas. Una vez
aprobado el examen postulé en una línea de microbuses que hacían largos
recorridos por los cerros de Valparaíso.
Un día cualquiera me
encontré conduciendo una de esas máquinas. Poco a poco, los recuerdos tristes y
las añoranzas fueron dando paso a encariñarme con la gente que a diario
transportaba. Aún no tenía la experiencia de ser padre, pero el desorden de los
pequeños que subían a mi máquina nunca me molestaron, es más, los fines de
semana los echaba de menos. Y a la señora Chepita, la Ramona, al Pascual, y así a
muchas personas que por una u otra razón -a veces- entablábamos conversación
sobre diversos temas, cuando el bus iba casi desocupado. Terminé llegando por
las noches con alguna cosa rica, regalo de mis pasajeros. ¡Eran otros tiempos!
Un buen día, a través
del espejo retrovisor, divisé unos ojos que me miraban con interés. Era una
niña que me pareció que el año anterior había dejado el uniforme de colegio.
Ahora calzaba tacones y su cara iba levemente maquillada. Supuse que estaba
trabajando. Le devolví la mirada y ella se puso tan nerviosa que creí ver rubor
en su carita de niña.
Se hizo costumbre fijarme
en ella y ponerla nerviosa. Lo tomé como un juego infantil, sabiendo que yo era
ya un hombre experimentado y ella venía saliendo de la adolescencia –eran otros
tiempos en que la mayoría de edad era a los veintiún años. Por tal razón, nunca
me imaginé mirarla con ojos interesados.
Descubrí que tomaba el
bus en determinado paradero y a cierta hora. Su casa quedaba cercana al lugar
donde se bajaba. Un día la vi en compañía de un matrimonio mayor, supuse que
eran sus padres. Los fines de semana se me hacían largos esperando verla los
días lunes. Conseguí que me saludara, en la subida y bajada, cuando tomaba el
bus. Los días festivos pasaba por su casa tocando un bocinazo para que supiera
que me acordaba de ella.
En las noches empezó a
aparecer en mi pensamiento, ya no como la jovencita a quien me gustaba hacerla
ruborizar, sino como una mujer joven que embelezaba mi mente. Descubrí con
horror que me estaba enamorando nuevamente. Me dije –honorablemente- que la
chica estaba fuera de mi alcance. Era muy jovencita, seguramente sin
experiencia en lides románticas porque en el año de viajar en mi bus, nunca la
vi con algún amigo.
Un día lunes no
apareció, y el martes tampoco. Pensé que estaba de vacaciones y me hice a la
idea que por varios días, seguramente quince, no la vería. Pero una semana
después la vi en una silla de ruedas con una pierna enyesada por donde
aparecían varias varillas. Ese día no estuve tranquilo pensando en lo serio del
accidente que podría haberle ocurrido. Mis primeras intenciones fueron de ir a su
casa a reconfortarla, Realmente fue un día de sufrimiento, y por primera vez
estuve de mal humor, no encontrando respuesta a mi inquietud.
Por la tarde guardé mi
bus y no pude contenerme, hasta que me encontré golpeando la puerta por donde
siempre la había visto entrar. Antes que me arrepintiera y diera la media
vuelta a mi casa, la puerta se abrió y apareció la señora que me pareció su
madre. Ella estaba vestida de negro y su aspecto triste era de interrogación.
Creo recordar que dije lo siguiente: - Buenas tardes señora, soy el chofer de
la micro que lleva y trae a la jovencita que creo es su hija. Mucho me extrañó
verla en una silla de ruedas y enyesada, me preocupé y pasaba a saludarla.
Ella me respondió –
Gracias por su gentileza. Creo que le hará bien su visita porque estamos muy
mal, con el resultado del accidente en que mi marido perdió la vida y casi se
lleva a mi hija. Añoramos mucho al papá... Pero así es la vida. Ya pasó lo peor
para mi hija y es cosa de tiempo que vuelva a caminar con sus dos piernas. ¡Pero
pase, por favor!, tome asiento. Le avisaré que usted la viene a saludar.
Me senté en un sillón
de la pequeña salita. Estaba amoblada con gusto y tenía adornos que llamaban la
atención, todo limpio y ordenado. Yo me sentía un intruso, tratando de
congraciarme con la joven y su madre.
Después de unos minutos
apareció por el pasillo en su silla de ruedas. Yo me paré para saludarla de
mano y me apresuré de aclarar mi visita: -Estaba preocupado por su salud, al
verla en esa situación al pasar con el bus.
La joven me animó con
una sonrisa y la conversación sobre el accidente fue el puente que me permitió
estar más tiempo del presupuestado. Agradecida por mi visita finalmente me
invitó a pasar en otra ocasión a conversar con ellas, porque estaban muy
tristes con la pérdida del padre en tan penosas circunstancias.
Y así, al calor de la
amistad, inicié lentamente un ritmo de visitas semanales, con una conversación
entretenida para ambas mujeres y para mí, poder soñar en un futuro que sabía era
imposible. Nunca habría esperado que esa hermosa chica se fijara en mí. Pero el
tiempo a veces da sorpresas increíbles. Durante mis visitas la convencía de salir
por los alrededores, y tomar la brisa fresca del atardecer, conduciéndola en su
silla de ruedas. Estuve feliz cuando ella pudo reír espontáneamente, una vez
que le conté una anécdota divertida, una de las tantas que ocurrían en mi
recorrido. Y así fue transcurriendo el tiempo, me esmeré de halagar con regalos
a su mamá, la señora Hortencia y a Irene en mis atenciones. La sacaba a pasear
a donde ella quisiera, por cierto, que mis sentimientos nunca se los expresé,
pero a veces eran tan fuertes mis deseos de un acercamiento, que temí fuera a
cometer una indiscreción y la amistad o confianza se perdiera. Por ello, pensé
en un alejamiento, espacié mis visitas y programé una posible vuelta a mi
ciudad de origen, Iquique. Se lo hice saber un día que la invité a la matinée
del teatro Metro y luego a compartir un jugo en un salón de té. Nunca le había
visto su carita tan triste, al poco rato le vi tapársela para que no viera sus
lágrimas. Yo estaba totalmente confundido, no hallaba como calmarla, tomé sus
manos y me decidí. Le confesé que yo la amaba con desesperación, pero
comprendía, que era muy mayor para ella, le conté de mi matrimonio anterior y
de la frustración que me provocó y no quería tener que sufrir lo mismo,
pretendiendo un romance tan desigual.
Para mi sorpresa, entre
lágrimas, me confesó que ella siempre había vivido enamorada de mí, desde que
era una colegiala y subía al bus con todos los demás estudiantes. Nunca me
había visto como un hombre viejo para ella. A veces, su madre, le hablaba que
le gustaría verla casada con un hombre responsable para formar un hogar y velar
por ellas.
Si me hubieran
anticipado ésto, jamás lo habría creído. ¡La niña se había convertido en mujer
y también me amaba! Era como para pedir que alguien me pellizcara para salir de
aquel ensueño. ¡Pero sí, era real!
Esa tarde al dejarla en
su casa, al despedirme, me atreví a darle un beso en la mejilla y le dije que
tendríamos que conversarlo detenidamente el fin de semana. Eran otros tiempos,
en que todo se hacía de acuerdo a un protocolo.
Por la noche - a la
hora del mate - conversé con mi tía y le conté de todo este acontecer. Estaba
enamorado de una jovencita y ella lo estaba de mí, pero era riesgoso dar ese
paso que significaba casamiento. La tía, no me dio ninguna solución, solamente me
dijo que yo tendría que actuar de acuerdo a lo que mi razón y mi corazón me aconsejaran.
Y eso hice...
Al parecer ya el
almuerzo está en la mesa - escuché mi nombre - siento que Irene está impaciente
por comenzar a festejar un nuevo aniversario de matrimonio, con las hijas que
tenemos cerca, los ausentes ya nos han dado sus felicitaciones por el teléfono.
Creo que la familia aumenta porque siento a mis yernos llegar con mis nietos,
ya no somos tres como empezamos, ahora somos diez. Estoy pensando comprar una
mesa más grande para cuando se junten todos mis hijos y sus respectivas familias,
a festejar, un nuevo aniversario.
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