LA GRIPE NEGRA DE LYKKELAND
Lykkelland, reino de Linéal, 1431 d.c.
En estas tierras del Norte de Sumongod, en donde se respira un aire sano, frío (lógico, porque estamos en el Norte del planeta), coexisten vastas llanuras junto a colinas y montes de más de 1000 m de altitud, y en donde el mar no queda demasiado lejos (a 40 km). Sus gentes viven en una envidiosa paz y bonanza, no sólo económica, que hacen que cualquier forastero que arriba a este lugar se quede allí sin pensarlo dos veces. Perteneciente al reino de Linéal, en el que tiene el mando desde hace muchas décadas la dinastía de los Perendith, Lykkeland es una modesta localidad, no muy densificada, pero en la que sin duda la riqueza está muy bien repartida, y no escasea, como puede observar cualquiera que por allí se pase. Los hombres vestían con tanta o más elegancia que las mujeres. Curiosos eran sus zapatos alargados, puntiagudos, con cascabeles en la punta. Pantalones ceñidos, que hacían estrechas las piernas, y hombreras anchas que sin duda daban una sensación de verticalidad a la figura masculina. Las mujeres vestían con largos vestidos de cola, de diferentes colores, una ropa, en fin más cómoda que las del sexo opuesto. En cuanto las vestimentas empezaban a romperse o deteriorarse un poco por el uso, no escatimaban esfuerzos a la hora de comprar nuevos trajes, había dinero para ello.
Una época de bonanza que duraba muchos años, muchas décadas...eso hace que sus gentes vivan con una tranquilidad envidiable, con exquisitez, casi, especialmente la alta burguesía y los más poderosos. Sumongod se parecía mucho al planeta Tierra, había numerosos paralelismos con él. Pero en Sumongod la gente, los ciudadanos eran especialmente felices, y más en concreto aún en la localidad de Lykkeland. Alguien veterano de allí denominaba a esta villa como “la tierra de la sonrisa joven”. Ir paseando por sus calles era encontrarte siempre a alguien que te esbozaba su más natural y feliz sonrisa. No era fácil no responder del mismo modo, te incitaban a ello.
Pero un mal día las cosas cambiaron, trajeron la preocupación una serie de noticias que iban corriendo de boca en boca por los habitantes de la villa. “Una peste como la que contaban nuestros abuelos”, decía uno; “se ha muerto aquél viejo que estaba siempre en la calle, al lado del ciprés alto”, contaba otro. El miedo se llegó a apoderar de los lugareños, y más aún teniendo en cuenta que no estaban acostumbrados a tales vicisitudes. Nadie pensaba en emigrar, nunca se les había pasado por la cabeza. Pero cuando el doctor Augustin Riot colocó en la puerta de su consulta un cartel de: “Peligro de nuevo virus en la región: la gripe negra empieza a hacer estragos” la gente ya estaba empezando a concienciarse de lo peor. Un cartel del que se hicieron copias a mano y se fueron colocando en lugares estratégicos de la villa. En la iglesia de Sant Clement eran numerosas las personas que acudían cada mañana a rezar por el fin de la recién nacida epidemia. Los medios locales se hacían eco de forma vivaz de lo que sucedía nuevo, cada día.
No tardaron, con el paso de los días, en llegar las peores calamidades. En apenas tres meses, el número de muertos en la villa ya llegaba a cien (y Lykkeland tiene unos 3000 habitantes). Lo más preocupante era que la enfermedad era muy contagiosa, un simple contacto con alguien que la tuviera era suficiente para contraerla. Además, con los estornudos había mucho peligro, se había demostrado que también se cogía por vía aérea.
Uno de los primeros que cayó enfermo fue el gobernador de la villa, Austin Röder, que tuvo que ser sustituido por su hermano menor, llamado Carlos. El señor Austin dispuso de los mejores médicos de la región, y eso parece que fue clave para el posterior desarrollo favorable de su salud. En cuanto se recuperó, al cabo de varios meses, volvió al cargo que ocupaba.
La gente tenía verdadero temor de salir a la calle, pues la villa era pequeña, aunque no muy densa, pero quieras o no, casi siempre te encontrabas a alguien conocido por sus calles. Así que sobre todo los niños aprovechaban para salir del pueblo e ir a los montes y riachuelos cercanos, a divertirse un rato. “Te voy a pegar la gripe negra”, le decía algún niño a otro cuando le hacía rabiar. Y es que pronto en la región se conoció a la enfermedad como “gripe negra”, por lo terrible de sus consecuencias y porque realmente era muy letal. “Negra como la muerte”, decía la más anciana del pueblo, que no tardó tiempo en caer fulminada por la infección.
En Sumongod se hacía todo lo posible por encontrar una salvadora vacuna para la gripe. Pero en la época había pocos adelantos, y los médicos y mejores investigadores (que eran contados) dedicaban jornadas interminables a intentar dar con la “fórmula infalible”. A los dos meses de surgir el primer caso de gripe negra, el famoso doctor Von Kampf estuvo a punto de descubrir un compuesto que acabase con el virus, pero resulta que solamente era efectivo por unos días. Había que afinar más. Y mientras se llegaba a descubrir el remedio en forma de vacuna, la gente fue descubriendo por sus propios medios y pericia qué alimentos y plantas daban un resultado mejor para el alivio de los síntomas de la infección. Se vio que la planta de regaliz era muy efectiva y su consumo hacía durar más tiempo al que se había contagiado. Los medios de comunicación se hicieron eco de ello y también daban toda serie de consejos para que la población enferma aguantara lo mejor que podía.
Muy sentida fue la muerte del músico más famoso de Lykkeland, Martin Sömmergod. Él se encargaba de amenizar las mañanas de las personas de allí con sus canciones populares, que las tocaba con su guitarra (una especie de mandolina moderna) de un modo muy provocativo y que sonaban realmente bien. A su entierro fue todo el pueblo y prometido fue que tendría un monumento en el centro de la plaza mayor. Para siempre quedarán sus ecos fantasmales de su épica versión del “Tierra trágame, pero suavemente”. Dicen algunos que esos ecos se oían de fondo cuando tocaban las campanas de la iglesia, a las doce de la mañana.
El ingenio tenía que dar “en el clavo” de alguna manera. Y el hambre y la vicisitud agudizan el ingenio. Ahí aparecen en escena dos jóvenes, de unos treinta años, Alexis y John. Dos hombres que no habían hecho gran carrera a nivel de estudios pero que eran considerados por sus conciudadanos como hombres listos e inteligentes. En una tarde de febrero John le comentó a su amigo: “¿Qué te parece si hacemos algo para ayudar a la gente de la gripe negra?”. Alexis asintió encantado. Le parecía bien la idea. Lo de “pedir ayuda a Dios” estaba muy visto, y ya sabían que lo hacían casi todos los habitantes del reino. Se le ocurrió a John enterrar un pájaro muerto y bendecirlo, a ver si daba sus frutos el ritual. Pero en un momento de lucidez, contemplando las estrellas que comenzaban a aparecer en el cielo, a Alexis se le ocurrió pensar en los seres de otros mundos. Y le dijo a su compañero: “¿No te parece que pidamos ayuda a seres de otras galaxias, que con su avanzada tecnología quizás nos puedan ayudar, a los de aquí?. Por probar no se pierde nada”. “¡Caramba!”, exclamó John. “Me parece una fantástica idea. Yo leí un cuento de Alexander Monre hace meses que trataba sobre algo similar. Y al final dio resultado la ayuda extraterrestre. Eso sí, a cambio de rezar cada domingo en la iglesia por el alma de los alienígenas”. Y esa tuvo su recorrido. A la mañana siguiente, a primera hora, se concentraron los dos delante de la cruz que se encontraba próxima a la iglesia (la llamada cruz de Mirakler). Cerraron los ojos, se concentraron en sus pensamientos, sin pensar en el exterior. En voz alta, dijeron al cielo unas palabras que habían ensayado minutos antes. Estaban dirigidas a seres de otro planeta que pudieran ayudarles, aquéllos que lo hicieran con amor y hubieran procedido así anteriormente. Escucharon mentalmente una voz de “eso está hecho”, y los dos amigos sonrieron, mirándose a la cara y apretándose las manos. Ahora había que espera a que los alienígenas cumplieran su palabra. Alexis y John estaban seguros que así sería.
A la mañana siguiente la gente del pueblo no hacía más que sorprenderse de lo que veía en el cielo, una serie de aeronaves con forma de cúpula, de diferentes colores, que hacían movimientos rápidos en el aire, a gran altura. Las personas que estaban en las calles o en el campo se quedaban estupefactas. No se oía nada alrededor, sólo el zumbido de las aeronaves. Un zumbido muy suave y nítido, como de una máquina muy evolucionada. Después de sonar una música casi celestial, muy bajita, como clásica, una de las naves aterrizó cerca de la iglesia de Lykkeland, donde se encontraban John y Alexis. Estaban acojonados pero a la vez felices. De una escalerilla metálica que salía de la nave y se aposentó en tierra salió un individuo alto, de unos dos metros y medio, delgado, y que iba equipado como con una especie de traje espacial y escafandra. Se acercó a Alexis y le dio una especie de botella llena de un líquido color rosado. Telepáticamente Alexis escuchó: “Esto es para vosotros. De su buen uso vendrá una época más próspera”. El alienígena dio la vuelta, subió por la escalerilla y la nave salió disparada hacia el cielo en un santiamén, muy rápido. En cuestión de segundos ya no se veían naves en el cielo.
“¿Y qué hago yo con esto?”, le preguntó Alexis a su amigo. “Pardillo, eso que te ha dado el extraterrestre es una vacuna contra la gripe negra. Hay que dársela a las autoridades para que la analicen y puedan fabricar las suficientes vacunas”. De la colleja que le dio John a Alexis casi se le cae el frasco al suelo.
Cuando las autoridades policiales recibieron el frasco con el líquido rosado, se pensaban que los dos chicos les estaban gastando una broma. Pero al decirles que había testigos del encuentro con esos seres de otro mundo, se lo tomaron más en serio, y costó, pero al final las autoridades accedieron a llevar el frasco a un prestigioso laboratorio de Linéal para que hicieran un provechoso análisis.
¡Qué razón tenían Jonh y Alexis!¡Y qué razón tenía el alienígena! En cuestión de un par de meses ya se había patentado la nueva vacuna contra la gripe negra, y todo el mundo que estaba sano se quedó tranquilo con el asunto, pues ya nunca se vería contagiada. El número de muertos en Linéal y en Lykkeland fue claramente menor que antes, a medida que iba pasando el tiempo, y el gobernador de Lykkeland no dudó en ponerles el nombre de una calle a los dos amigos que un buen día decidieron pedir ayuda a seres de otro mundo para salvar de una catástrofe no sólo a su villa, Lykkeland, sino también a toda la región de Linéal y por ende, a todo el planeta.
Como bien diría el filósofo Jonas Ritter, años después, en una de sus obras: “La imaginación es la puerta de salida a la oscura trampa en la que a veces nos vemos sumidos”.
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