La iglesia de campo
En las aguas del río
se escucha el murmullo
de las ramas que penden sobre las aguas,
verdes y cargadas de flores.
Una cabaña, es eso, con una humilde cruz
en ese campo tan áspero y solitario;
cabaña de maderas modestas
talladas por las manos cristianas.
Y allí en la iglesia está rezando un cura, rural y agreste,
con sus viejas manos nudosas y apretadas,
su rostro lleno de añosos surcos,
y detrás una altiva y nevada montaña, fría, canosa,
con auras de niebla,
de donde nunca vienen los campesinos a rezar.
El río se retuerce en su lecho,
llevando frescos diamantes derretidos:
así es como brilla ese río, y el párroco
se inclina y bebe del agua de los diamantes destilados.
Sopla el viento, y yo me introduzco en su iglesia,
a la vigilia de la escasa cruz,
allí clavada en el piadoso techo.
Los bancos de madera recrujen carcomidos
en las tinieblas campesinas y en el altar rudimentario.
Y el párroco está sentado junto a mí,
urdiendo los rezos de sus manos nudosas.
Yo pienso que, juntos, rezaremos mejor,
que las almas de ese pacífico río,
de las piadosas maderas y de la escasa cruz
viajarán hasta mi cuerpo, desde su espíritu.
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