No es ciudad para pobres
Llegué a la ciudad,
anduve por sus plazas calurosas,
bajo el brillante cielo del sur,
el mar relamía tiernamente
la arena de la playa.
Todo parecía bueno y barato:
los edificios descartables,
las aceras provisorias,
las palmeras arraigadamente improvisadas,
y anduve por las calles,
de café en café,
buscando algo de dinero.
Todos me sonrieron.
Sonrisas de dientes bronceados por el sol,
oficinas públicas
donde me desatendieron amablemente.
Y mi pobre café de la tarde,
café fuerte y caluroso,
rodeado de clientes murmurantes,
del humo del tabaco
como si todo fuera un sueño.
Buscaba entre los árboles,
en las aguas verdes de la mar,
algún amigo condescendiente.
Pero no es ciudad para pobres, pensé.
Me tendía en la cama,
en mi parco apartamento,
leo viejos e ilusionados libros,
una y otra vez.
Pero allí, a la cama,
me aferran esas oficinistas sonrientes,
y no lejos la recargada silueta
de los edificios públicos
se destaca por entre las palmeras.
Allí se ve algún mendigo,
pidiendo su simbólico sueldo,
y los mendigos tienen para mí
algo así como una mirada fraternal.
Pero todavía no les doy nada.
Todavía.
Me voy al café.
Allí dono mi dinero,
a la silueta creciente del ayuntamiento,
a las playas llenas de gente,
a los concejales que departen
amigablemente en las mesas del café.
Salgo. Llego a la playa solitaria,
y me dejo abrazar por esas olas
y esas arenas condescendientes,
bajo un sol, quizá, todavía gratis.
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