LA TÍA TOTA
La tía Tota, no era Alicia, ni Teresa, ni Julia, ni siquiera Matilde, no era ninguna de ellas. Era todas, porque la tía Tota, era la mujer de mi tío Guillermo. Quiero decir que ser la tía Tota no correspondía necesariamente a una persona, sino a un puesto en la familia, un rol, una circunstancia, la de estar casada con el hermano menor de mi padre.
Yo, la bauticé Tota. Cuando celebraban mi cumpleaños número dos, Guillermo la presentó a la familia como su novia e inminente esposa. Por entonces habían descubierto que oírme epitetar a todo el mundo, resultaba una diversión para los mayores, entonces me despaché con un considerado ¡tonta! en el momento justo en el que ella me anunciaba que pronto seria mi tía. Tratando de atemperar mi salida, todo el mundo quiso convencer a la recién llegada de que yo la había bautizado cariñosamente en mi media lengua y de paso me convencieron a mi también, para que desde ese momento la llamara tía Tota.
Fue la única vez que vi a Alicia, pero en mi casa se hablaba constantemente de ella, por lo cual, mi mente infantil fue registrando datos tales como que era profesora de educación física, que viajaba frecuentemente a Chile, donde tenía su familia y que lo volvía loco a mi tío Guillermo con sus veleidades de niña rica.
La siguiente vez que vi a mi tía Tota, yo ya tenia cinco años y fue en su fiesta de casamiento, una reunión muy íntima, con familiares solamente.
Tuvimos que viajar a Chacabuco, porque ella tenía toda su parentela en el campo. El tano Enrico, su padre, había preparado una larga mesa bajo la galería, en la chacra de su propiedad.
Cuando la vi, lo primero fue preguntarle que se había hecho en los ojos, que recordaba o talvez imaginaba de color negro y ahora los tenía celestes. Tanta fue la sorpresa que ni siquiera notó que la trataba de tía Tota. Creo que cuando ella se dio cuenta, ya lo tenía aceptado.
El tano Enrico se desvivía por atendernos, en esa oportunidad y en las otras veces en que accediendo a sus invitaciones, pasábamos días de campo inolvidables, por eso, me resultaba difícil entender de que aquel tano bruto lo tenía amenazado a mi tío y se había tenido que casar “de apuro”.
Siguiendo mi ejemplo, todo el mundo la llamaba Tota; era más fácil que darme toda una explicación para decirme que en realidad, se llamaba Teresa.
Tampoco se ocuparon de explicarme después, que al intermitente tío Guillermo lo trasladaron a la sucursal del banco en Neuquén y que allí se olvidó de la hija del tano Enrico.
Un día en que vino a Buenos Aires, se presentó en casa con una compañera de trabajo, una chiquilina flaquita y avanzadota hasta el punto de poner en guardia a mi mamá, conocedora de las debilidades de mi padre.
La flaquita recibió divertida mi perplejo ¡hola tía Tota! Y retorciéndose en mohines, trataba de explicarme lo bien que nos íbamos a llevar. Por entonces yo tendría diez u once años.
El hermano menor de mi padre ha muerto en un accidente de aviación cerca de Tucumán. Al regresar de mis clases de la tarde, mi madre me pidió que la acompañara a recibir a Matilde y a los chicos mientras papá viajaba para ocuparse de los trámites por el accidente. Cuando pregunté ¿quién es Matilde? Ambos optaron por el camino más corto y respondieron al unísono ¡la tía Tota!
Sentado frente a esa mujer cuarentona, agradable, no muy alta ni muy baja, tirando a rellenita, que habla con voz sumisa, la miro en silencio, quiero charlar con ella, distraerla, pero no sé si preguntarle cuanto hace que no va a Chile, como está la chacra de Chacabuco o cómo anda el trabajo en el banco, allá en Neuquén.
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