AMELIA LA CAMARONERA
Ese
día sus pies estuvieron de fiesta; se había cortado y limado las uñas
prolijamente, después de una jabonada con bastante agua, en la única llave que
surtía a la modesta vivienda. Antes había lavado los zapatos viejos, y los tuvo
secando al cálido sol de verano, durante toda esa mañana, aunque estaba cierta
que en la calle sin pavimentar igual se le ensuciarían; Viña del Mar y sus
empinados cerros, donde llega el progreso no en la misma medida que en las
zonas turísticas, era su realidad. Como solución busco un pedazo de trapo que
guardó en una bolsa plástica y ésta en la mochila.
Este
era un momento muy importante en su vida, cambiaría los viejos por unos recién
salidos de la tienda. Eran sus primeros zapatos comprados con el primer y
esforzado sueldo quincenal. En la zapatería se los probó después de elegirlos
entre varios modelos, de los más económicos. Prefirió el color negro, así haría
juego con la cartera que su madre le había pasado, ella la usaba en contadas
ocasiones; en cambio Amelia ahora que trabajaba, era de buen tono a veces
cambiar la mochila, por una pequeña cartera de cuero. Hizo envolver los zapatos
para regalo, con un brillante papel plagado de corazones rojos, de diferentes
tamaños. Quería convencerse que ese era el primer regalo que podía hacerse a sí
misma, sin necesidad que fuera su santo, cumpleaños o Navidad. Aunque no
recordaba haber recibido un regalo igual en esas fechas. Siempre sus zapatos
fueron herencias ajenas que llegaban a sus pies por distintos medios. Algunos
muy bien lustrados y limpios, otros no tanto, pero siempre mantenían el olor
desagradable de otros pies.
Hacía
una quincena que trabajaba en una fábrica que procesaba productos del mar,
específicamente, camarones. Único trabajo que había logrado conseguir después
de egresar de cuarto medio, de un colegio subvencionado a diez cuadras de su
hogar y que por espacio de cuatro años, debió asistir haciendo el trayecto de
ida y vuelta, con lluvia, frío, viento o sol.
De
la universidad, prefirió ni siquiera considerarlo, su madre se apreciaba bastante
cansada, enferma de tanto trabajar lavando ropa ajena; del último resfriado le
había quedado una tos que por las noches la despertaba con frecuencia, a sabiendas
que había tomado cuanto jarabe le habían dado en el consultorio. A veces se
preguntaba con terror, ¿qué pasaría si su madre muriera? Y al punto de pensarlo
trataba inmediatamente de olvidarlo. No
por ella, aunque sabía que de perderla le costaría sobrellevarlo, pero aún así,
lograría sobrevivir. La inquietud era por sus cinco hermanos menores, porque de
su papá era mejor ni acordarse. Entre la droga y el alcohol había perdido
rumbos y era más fácil encontrarlo vagando por las calles del puerto, recostado
en un portal o durmiendo tapado con papeles, que llevando algún alimento a su numerosa
familia. Fue un soldado derrotado; perdió la gran batalla de poder sostener a su
familia con muchos hijos, que él mismo anheló tener. Fue superior a su carácter
abúlico y poco perseverante. Un día, cierto amigo, le dio un papelillo para
evadirse por un rato de los problemas y las deudas. Este fue el comienzo de una
adicción que se hizo permanente, más aún al perder el contacto con los suyos. Después, todo fue vender cuanto tuviera valor
en el humilde hogar para tomar y drogarse. Ni el amor que decía sentir por los
más pequeños, fue motivo suficiente, para frenar ese despeñadero moral que lo
llevó a ser, uno más, de los derrotados de la vida que esperan la muerte detrás
de los vicios. Para Amelia todo este panorama estaba claro en su mente, por lo
tanto no debía escatimar esfuerzo para ayudar a su madre y hermanos.
Una
amiga le contó que necesitaban mujeres mayores de dieciocho años para trabajar
en las conserveras. Se hizo el ánimo y partió con unas monedas para la
locomoción que le prestó una tía, que vivía en la vecindad. El olor a mariscos
que la recibió apenas abrir la pesada puerta de entrada, fue un duro golpe para
el olfato. Es cierto que su hogar no olía a jardín florido, pero aquel olor de
mar era en un primer momento, francamente apestoso. Sin embargo, al día
siguiente estaba a las ocho marcando su tarjeta como trabajadora y lista para
recibir todos los implementos necesarios. Una capa, dos tallas más grandes que
ella, un delantal de hule que casi le tapaba las piernas, un gorro y una
mascarilla, todo en blanco y unos guantes de goma que debieron quedarle justos
o de lo contrario no habría podido descascarar aquellos frutos del mar, tan
codiciados en una mesa elegante, pero detestables en su proceso. Y más aún una
jornada de ocho horas que agradecía al cielo ser delgada para poder resistir
tanto tiempo de pie. Los primeros días fueron casi insoportables. Sin embargo,
habían pasado quince días y podía darse el primer gusto, un par de zapatos
nuevos con algo de taco, para lucir más alta, de su casi metro y medio y unos
pocos centímetros más.
Le
sobraron unos billetes de la reserva que hizo para locomoción, con ellos pasó
al supermercado y compro lo más imprescindible para apuntalar la pequeña
despensa familiar. Sabía que haría feliz a su mamá con esta pequeña ayuda.
Y
ese fue el comienzo de Amelia, la camaronera, como le pusieron sus vecinos, por
el penetrante olor que siempre la acompañaba, no obstante el baño diario y las colonias
económicas que solía comprar.
Habían
pasado cinco largos años, algunos centímetros había crecido y su cuerpo había
sufrido favorables transformaciones, convirtiéndose en una mujer de un
atractivo que no dejaba indiferente a cuanto varón se le acercaba. Aunque no
vestía elegante, siempre se la veía ordenada, limpia y con el rostro franco y
cordial.
Pero
Amelia no se dejaba tentar con piropos u ofrecimientos románticos, ella tenía
metas, sabía que su único capital era ella misma. Se lo decía ese espejo
pequeño en el que todas las mañanas ordenaba su pelo ensortijado, de un negro
azabache, haciendo contraste con su rostro aterciopelado y casi transparente,
al igual que sus manos que a pesar de su trabajo, al sacarse los guantes lucían
blancas y suaves. Desde su más tierna edad soñaba con ese mundo lindo y
fantástico que le mostraron las historias que leyó en el colegio; aquel de príncipes
encantados, y hadas que hacían posible los sueños de cualquier doncella bonita
e inteligente, y ella sabía que lo era.
Sin
embargo, después de cumplir los veinticinco años, empezó a desesperar, su príncipe
no aparecía por ninguna parte. Sólo muchachos con tantas necesidades como las
que ella tenía con su numerosa familia, que ya anunciaba aumentarse en uno más.
Su hermana menor pronto se convertiría en mamá soltera, su novio era un obrero
de la construcción, con una familia tan pobre como la de ellos. Pero igual, su
mamá no puso objeción a que se quedara en casa con el hijo que estaba por
nacer.
Cierto
día apareció a través de la pesada puerta de entrada, camino a la oficina del
Gerente, un hombre joven y desconocido. Tenía buen aspecto y se advertía que no
iba por trabajo, tanto que, entró en la oficina sin siquiera anunciarse. Al
cabo de media mañana de estar encerrados, el dueño apareció ante el personal y
les comunicó que desde ese mismo día, la empresa pasaba a otras manos. Había
sido vendida a otros capitales. Aprovechó de presentar a su nuevo dueño,
accionista mayoritario de la empresa que había comprado esta y otras empresas
pesqueras.
Dejó
la palabra al desconocido. Sin gran preámbulo y con términos simples y directos
se presentó al personal. Con un corto y preciso discurso, don Joseph Feller, se
presentó y asegurando a todos los operarios reunidos que las condiciones y
tratos serían iguales para todos, a cambio de cooperación y buen servicio.
Ofreció contestar todas las preguntas que le quisieran hacer; pero el personal
sorprendido guardó silencio, estaban alelados, temiendo de antemano cambios,
despidos o condiciones poco favorables que afectarían a todos los trabajadores
de la empresa. Sabían que las palabras se las lleva el viento. Como no hubo
preguntas, los patrones, el que se iba y el que llegaba, volvieron nuevamente a la oficina.
Al
poco rato de entrar, apareció la cabeza de Joseph solicitando una taza de café,
dirigiéndose a Amelia. Se sintió sorprendida, tanto que apenas pudo bajar desde
su nube algodonosa. Adelantándose a otras compañeras, rápidamente se sacó los
guantes y de carrera se dirigió a la cocina para preparar el pedido.
El
príncipe de sus cuentos de hadas había llegado, un arcoiris vislumbró en su
horizonte y ¿por qué no? Si había hecho méritos suficientes como para que la
vida le diera un premio más importante que un par de zapatos nuevos.
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