miércoles, 23 de mayo de 2012

Lilia Elena Durand-Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2012


El viento me robó…


            Todos la recuerdan. Empezó un domingo a la tarde. Cuentan los vecinos que vieron a lo lejos la figura que, inclinada sobre un ramo de flores, se acercaba con paso cansado mirando la nada. Ellos esperaban alguna pregunta, algún comentario, pero ella pasó sin verlos. De sus manos brotaba el ramo de flores. Sus pies cansados apenas si se levantaban del suelo barroso, llevaba pantalones doblados en bocamanga que denunciaban hilachas impúdicas y algún que otro frunce solapando agujeros. Alguien comentó que seguramente iba al cementerio pues había tomado el camino obligado a ese destino.
            Domingo por medio, se repetía este ritual, hasta que dejó de aparecer y todos olvidaron el episodio.

          Es hoy, otro atardecer de domingo. El día lluvioso, no invita a la tertulia callejera. Algo se mueve en  estático silencio. Se oye distinto el tamborileo de la lluvia sobre el alero. Un rumor a mensaje ronda entre los paraísos. El río corre suave, transportando moribundos camalotes. Veo sus caricias mojadas deslizándose sobre matas pegajosas a las que hunde en una extremaunción sin ritos.

          Entonces aparece. Una esquelética figura oculta detrás de una mata de flores y hojas marchitándose. Camina lento, paso tras paso, ajena a la demanda de su cuerpo mojado. Pétalos huérfanos remolinean al capricho del viento.         
 Mira sus manos vacías, sus largos, descarnados dedos intentan preservar esas flores que se deshojan al compás de las ráfagas frías. Indecisa detiene sus pasos, extiende la vista, observa como el viento envuelve hojas y pétalos y se va con el crepúsculo. Sin sus flores, la asalta el desamparo. Recluida dentro de sí misma, invadida de soledad y de miedos, siente que le roban los recuerdos. Desorientada intenta escapar de su laberinto. No encuentra la salida. Todas la regresan a sí misma.
        
             El tranquilo espejo la subyuga. Se inclina. Desconoce esa imagen que la observa, inocua, sin burla, sin simpatía, que la empuja  a un espacio inexistente donde nunca podrá ser. Siempre será la otra. Condenada a momificarse  en la perpetuidad de su extravío.
        
             Círculos concéntricos diluyen la tranquilidad de las aguas.

     Una rosa deshojada, hundiéndose, bebe el goce de su propio ser.

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