Aprender a esperar y a desesperar (II): la resilencia
Afortunadamente
los seres humanos podemos aprender otras cosas que a sentirnos indefensos,
también aprendemos a tener esperanza, a confiar en nosotros mismos y en los
demás, a ser optimistas y a desarrollar respuestas creativas incluso en las
condiciones más adversas. Esta capacidad de protegernos y adaptarnos
creativamente a un medio hostil se ha relacionado con un concepto de difícil
adaptación al castellano denominado resilencia. La resilencia ha sido definida
de muchas maneras. Desde el aforismo de Nietzsche: "Lo que no me mata me
hace más fuerte", hasta la definición de Luthar, uno de los promotores de
la teoría, de "un proceso dinámico que tiene por resultado la adaptación
positiva en contextos de gran adversidad". En definitiva un mal comienzo o
una mala racha no tienen por qué tener un mal final.
Trabajando
en un programa de salud con ancianas judías, Aaron Antonovski comprobó que un
grupo de ellas, que había conseguido sobrevivir a los campos de concentración
nazis, disfrutaban de un estado de salud mental extraordinario. Buscando una
explicación a por qué algunas personas son capaces de salir indemnes e incluso
reforzadas de situaciones muy desfavorables desarrolló un modelo que denominó salutogénesis
y que relacionó con determinadas características de los individuos para
recuperarse, para crecer saludablemente y para resistir las condiciones
hostiles.
Antonovski
estudió, por una parte, lo relativo a la fortaleza de los individuos, ya que no
todos tenemos la misma capacidad de resistencia ante determinadas condiciones
ambientales y, por otra, el significado que cada individuo atribuye a la
situación estresante a la que se enfrenta, ya que cuando los humanos vivimos
etapas difíciles importa mucho el modo en que las interpretamos y el sentido
que damos a nuestra conducta para resolverlas, rendirnos o adaptarnos a ellas.
Agrupó
esas características en dos tipos: la capacidad de resistencia y el sentido de
coherencia. La capacidad de resistencia la relacionó con recursos de tipo
biológicos, materiales y psicosociales y la coherencia la basó en tres
factores: 1) comprender lo que ocurre, 2) manejarse con lo que acontece y 3)
dar un sentido a lo que se hace.
Incluso
entre los animales siempre se encuentra un grupo de individuos más resistentes
a la indefensión aprendida. El mismo Seligman describió un subconjunto de
perros en sus experimentos que, a pesar de recibir descargas eléctricas
indiscriminadas, supieron sobreponerse y no caer en el abatimiento.
En el
caso de los animales habría que buscar la explicación en la primera parte de la
fórmula: la capacidad de resistencia que en ellos está muy influida genéticamente,
pero entre nosotros es la segunda la que cobra un valor diferencial. En nuestro
caso la seguridad del instinto es sustituida por la búsqueda de sentido.
¿Podemos
abordar el sentido de la vida desde un punto de vista psicológico además de
filosófico o religioso? Y en caso afirmativo, ¿cuáles serían los elementos que
determinarían la búsqueda del sentido y el desarrollo de una actitud positiva
ante las adversidades en los seres humanos?
Según
Bowlby, los seres humanos necesitamos desarrollar, sobre todo en la infancia,
lo que él llamó un apego seguro, algo que se consigue básicamente contando con
alguien que confíe en nosotros, que nos quiera incondicionalmente y que
partiendo de esa seguridad nos aliente a explorar e investigar por nuestra
cuenta. Es muy importante desarrollarse en un ambiente seguro y afectuoso, pero
no basta, también es necesario aprender a explorar. Tienen que animarnos a
investigar, o al menos no desalentarnos por miedo a los riesgos, de lo
contrario podremos llegar a ser ciudadanos adaptados, previsibles, que sigamos
los procedimientos correctos, pero no muy interesados por hacer las cosas de la
mejor manera posible aunque desafíen las convenciones, ni preparados para
encontrar alternativas donde aparentemente no las hay.
Cuando
se ha adquirido ese aprendizaje se pueden resistir con más probabilidad de
éxito las dificultades de la vida y las situaciones de alto riesgo, porque la
confianza en uno mismo y la esperanza también se aprenden y se trasmiten. En
cierto modo la confianza y la seguridad en nosotros mismos está ahí porque
alguien previamente las depositó.
Pero,
¿qué ocurre si no adquirimos esa seguridad y confianza de pequeños? ¿Estamos
condenados a la indefensión? No necesariamente, como adultos el proceso que
seguimos para adquirirlas es básicamente el mismo que de niños aunque requiere
de unas condiciones especiales. Todos los procesos terapéuticos, reeducativos o
resocializadores, orientados profesionalmente o apoyados por nuestro entorno
personal, tienen en común la necesidad de disponer de un vínculo que ofrezca la
confianza suficiente para atrevernos a experimentar nuevas alternativas
vitales. Un suelo desde el que ponernos en pie, mirar a nuestro alrededor y
probar sin sentirnos paralizados por miedos internos o por temor a la censura
social. Afortunadamente nuestro destino no se forja en los primeros cinco años
de vida como han sugerido algunas teorías psicológicas y han creído muchos
padres incautos. Los hombres y las mujeres contamos con toda nuestra vida para
realizarnos si disponemos de las condiciones mínimas, que dependen enormemente
del modelo social en que nos desarrollamos.
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