La historia sigue
Jabrellas
se hospedaba en una pensión de la calle Maza. Vestíbulo, cocina, baño, retrete,
corredores, diez habitaciones, algunas pequeñas, una de las cuales, en el
tercer patio, él arrendaba. En ese último patio, en “la piecita del fondo”, que
en realidad no era más que un sucucho –al lado de “la carbonera”, habitáculo
donde no se guardaba carbón, sino trastos -, vivía Blanca, una copera a la que
el hijo de la encargada, ciclotímico de ocho años, le alcanzaba el desayuno
pasadas las dos de la tarde. En ese patio áspero había canteros, menta,
hormigas y caracoles. “La piecita” no tenía ventana, pero sí la de Jabrellas,
seborreico cuarentón tirando a gordo, empleado del subte, línea “A”. Calvo, con
cara de luna abollada y el nacimiento de la barba muy marcado. Servicial,
cuando no dormía sus once horas sagradas. Jabrellas, anticipado del estereo, en
su día de franco nos inundaba de música clásica y Dajos Bela. La encargada
solía encarecerle que le cambiara los cueritos de las canillas. La pareja de la
pieza frente a la cocina, que les pasara alguno de sus tres discos, todos
boleros, ya que ellos no disponían de
combinado. Los paraguayos, otros pensionistas, que les saliera de testigo en un
trámite ante un ministerio. Los de la habitación enorme que separaba los dos
primeros patios, lo reclamaron un domingo para jugar al truco. Las mellizas y
el padre de las mellizas lo solicitaron por asuntos de electricidad. Otra vez,
él se ofreció para entablillarle provisoriamente una pata a Mini, la
quisquillosa perrita negra de Norma, la sufrida hija de la catamarqueña.
También ayudó Jabrellas a correr muebles, a baldear, a podar la parra. En las
paredes de su cuarto exponía fotografías enmarcadas de mujeres desnudas (pubis,
aparte). Lindas fotografías: artísticas. Como del Playboy de los años
cincuenta. En su ropero, dentro de sobres marrones, había muchas otras fotos
con motivos similares. Cuando su madre y sus hermanas caían a visitarlo desde
Baradero, escondía los cuadritos . Sólo con prostitutas mantenía escaramuzas
eróticas a las que por períodos de no más de noventa minutos cada quince o
veinte días Jabrellas se entregaba. Le gustaba pagarles y jamás pichuleaba.
Parecía conforme con su régimen de veintidós, veintitrés o veinticuatro
encamadas anuales. Del bello sexo comentó en cierta expansiva oportunidad, que
observando a unas adolescentes en Gath y Chaves se le había ocurrido la
siguiente frase: “Todas las jovencitas son jóvenes”. Jabrellas tendía a
sonreír, a mostrarse correcto y mesurado. Los de la sala, el cabo de la policía
y su concubina, no lo saludaban. Abonaba el alquiler con puntualidad, usaba
trajes, cepillaba con bríos su dentadura. En Baradero, ni mientras cursaba el
secundario ni cuando trabajó en la forrajera tuvo novia. Y tampoco en la gran
ciudad. Hasta que Blanca, su vecina de patio y jardincito, se lo encuentra
detrás de una ventanilla de la estación Loria, se fija en él y algo conversan.
El caso es que Jabrellas, así, desprevenido, se sorprende el diecinueve de diciembre
de mil novecientos cincuenta y ocho, invitándola a Blanca a tomar café en un
bar por Congreso, una hora después.
La historia sigue con que ahora están
los dos en la pieza frente a la cocina, son viejos, las fotos las vendió Blanca
hace más de dos décadas al dueño de un boliche en Lanús, Jabrellas es jubilado,
en “la piecita del fondo” Blanca pinta vírgenes de plástico y abonan el alquiler,
tan módico, de la ex-pensión, en la que, con varias habitaciones clausuradas,
son sus únicos ocupantes.
Sería muy extraño no encontrarte en estos rumbos.
ResponderEliminarMe alegra compartirlo con vos y tantos buenos amigos.
Este relato ya lo había leído, muy bueno como todo lo que escribis pero sigo admirando tu poesía que cala hondo. Un beso. Vic
Muy bueno este avance en la narrativa. Cariños, Lina.
ResponderEliminar