Musicales
Y después pareció como si ella
asumiera el control de repente: con las paredes del coño se convirtió en un
exprime limones por dentro, extrayendo y apretando a voluntad, casi como si le
hubiese crecido una mano invisible. ¿De quién sería inevitable que me
acordara cuando leí esto? (Henry Miller, Sexus”, Seis Barral, pág. 183): de
Fortuna.
Más en su departamento de dos ambientes que en el mío de tres y a pocas
cuadras de distancia el uno del otro, más sin planearlo que determinándolo por
anticipado, más comenzando en desmayadas trasnoches que en horarios “convencionales”,
extensas encamadas.
Ambos, músicos: Fortuna, teclados; yo, cuerdas.
Me sorprendo ahora alucinando tu vibradora jugosa. Te invoco,
incorregible Fortuna, al borde del suicidio o de la inercia, con tus mismos
aires de siempre de princesa desasosegada.
Me casé con una cantante. No me quiere. Me hostiga, me acompleja. Iniciose
en fase adúltera con un barítono, ornamentándome con tentaculitos, con
cuernecillos de caracol. Hasta que otros conocí: de cabra de los Alpes, de
búfalo, de jirafa, cuernos de gamo, de ciervo, de gamuza, de reno,
protuberancias puntiagudas o imponentes de yack, de órix, de verraco del Pamir,
de cabra del Tíbet, de toro de lidia, de rinoceronte: a cambio de sus
trapisondas con exponentes líricos y pentagramáticos. Mientras, decido cómo
concluir con ella, próximo al límite de dificultad. Con la música a otra parte
me iré, apenas logre seducir, desentrenado como estoy, a una bailarina.
Sé en quién pensar, afortunadamente, en cuanto a lo que se refiere Henry.
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