martes, 23 de julio de 2013

Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2013

EL RELICARIO



            CANDIDA GALIA, pacata neopatricia venida a menos por el cepo al dólar,  liberal hasta el tuétano, haciendo el mayor de los esfuerzos salió a Cabildo y Juramento, aunque no era una actitud común de su clase, como la de tantos otros, a gritar piquete y cacerola la lucha es una sola. Enardecida e injuriosa en ese momento, archivó su estado una vez regresada a su edificio. Antifaz colocado sin esfuerzo en su cara con señales del paso del tiempo, sonrió al ver que entraba en su espacioso departamento- lejos por fin-  de lo que ella acostumbraba a llamar la mugre de la calle, refiriéndose a cierta gente y de ninguna manera a los desperdicios esparcidos por las veredas rotas.
           Ante el asombro de su marido, en los últimos meses, presentaba estados de éxtasis. Ellos, se circunscribían a las mañanas de los domingos, después de un desayuno apurado, donde engullía las tostadas sin respetar las normas del protocolo comestible que había aprendido de la condesa de Chicof, eso sí, por televisión y cuidadosamente vestida como si fuera a escuchar a Donizzetti en el Colón.
            Presurosa y besando en la mejilla tostada a Ernesto, su marido, se encerraba en su dormitorio de ese cuarto piso de una zona paqueta de Belgrano.
            Al principio, Ernesto no le daba mucha importancia. Hacía unos meses apenas que Cándida había iniciado - para apurar su tiempo libre-  técnicas de relajación que iban desde la eutonía, el shiatsu hasta la terapia de vidas pasadas, sin abandonar el ejercicio de la meditación y algún taller del árbol genealógico. No obstante, le llamaba la atención un ruido sordo que seguía al cierre de la puerta, que atribuía al correr de la tranquera del balcón. Sólo se le ocurría pensar que ese irse de su compañía, le permitía a ella disfrutar de la vista de los canteros llenos de alegría del hogar y nomeolvides de la galería, haraganeando, echada en su cama, movida por su menopausia.  De ahí en más, él se concentraba en la rigurosa lectura del diario. Después, se apoltronaba con un vaso lleno de wisky y escuchaba música, ABBA, Bee Gees, Charlie, Fito, Lenon, Spinetta…
            Como a la hora, aparecía Cándida restaurada y vivaracha y lo rebosaba de mimos y caricias que la mayoría de las veces no tenía ganas de responder. Entendé, estoy cansado, con ese ritmo infernal de trabajo que tengo. Cándida consentía a  su sacrificado hombre que estaba ausente todo el  día e inclusive algunas noches. Sabés que el domingo es mi día de descanso, aclaraba Ernesto, estirándose en la hamaca paraguaya cuan largo era. El almuerzo ligero, la  sagrada siesta, los partidos de fútbol frente al televisor, las cenas rutinarias y un hasta mañana, cerraban automáticamente el día.
            En la semana era distinto. La tenía adaptada con el beso del buen día y el hola, el qué tal cómo te fue  del regreso al hogar y el sentarse frente a frente sin hablar durante las cenas como si de ambos lados estuvieron con un muerto en el medio. Claro, éstas no eran muy seguidas ya que Ernesto era un trabajador fulltime que tenía obligaciones permanentes como lobista, asistente a desfiles, conferencias, en síntesis, compromisos que lo distanciaban de su casa y lo llevaban a otros lados.
           



          


             Pasó el tiempo. Y estos ritos, como los otros de la familia que sólo sumaba una hija ausente, quedaron instaurados.
            Parecían muñecos con hilos que se desplazaban por el loft, donde el piso flotante, los azulejos romanos, la yacuzzi, misturados con el moblaje country representaban un desierto de su vida amorosa.
Con el paso de los días, Cándida aumentó las salidas y sus recogimientos de los domingos. Varias veces,  Ernesto la encontró hablando animada con los vecinos del piso de abajo, a los que nunca les había dirigido un simple saludo, ni cuando compartían el viaje en el ascensor. Esto ensanchó su intriga, hasta que una mañana de domingo, acercó
con cuidado su oreja a la puerta del dormitorio para escuchar qué era lo que la llevaba a encerrarse el mismo día de la semana, en similar horario. Lucubró que haría algún tipo  de ejercicio o por qué no, hablara por teléfono con ese tropel de amistades muy particulares, y hasta se convenció. Fue entonces que alcanzó a escuchar un fuerte jadeo mezclado con otros y voces que repetían palabras exoneradas de su código con ella y ayes alargados que no se atrevía a explicar dentro de su ámbito recoleto.
            De un manotón abrió la puerta.
           La vio con los ojos en blanco, subiendo y bajando las caderas y los glúteos rítmicamente, emitiendo unos aullidos a lo loba. Creyó enloquecerse porque al mismo tiempo, otros rugidos se sumaban a los de ella. Con las manos en la cabeza, salió al balcón del que la puerta ventana estaba corrida. Fue allí que descubrió que los alaridos- sin descanso- subían desde el piso de abajo.
            Descubierta, Cándida se enfureció y enfrentó a Ernesto quien malherido, vencido en su machismo,  no se explicaba cómo su mujer, suu- mu-jerr, podía cabalgar el sexo, excitada por los vecinos del tercero.
            Salió de la habitación, cuerpeando lo que tenía enfrente, atropellando al pobre chiwawa semejante a un bonsái, que ladraba sin parar. Furioso, sin control, seguido de los insultos de Cándida que hasta ese día había desconocido.
            Tomó la botella de Chivas, se sirvió un vaso hasta el borde, mientras buscaba su agenda electrónica. Discó un número y acordó una cita. La transpiración se escurría por su cuerpo. Se metió en el baño. Salió duchado, oliendo a Givenchy, y a los gritos le anunció a su mujer la inmediata venta del departamento y la separación. Y se fue a encontrar con una de las lolitas de su colección, cerrando la puerta con un golpe que resonó en el edificio entero.
            Ella juntó estampas de la Virgen del Coro,  Ochoom y Sai Baba. Agregó un Buda en el medio, comprado en el barrio chino cercano, al que le rascó la panza en señal de ayuda. Encendió varias velas, y la música del efecto Mozart resonó en la habitación. En tanto, su angustiada voz repetía que no lo venda, que no lo venda, en posición de loto. El cuadro era perfecto.
            Una ráfaga de viento se coló por la ventana abierta y un fuego sin autorización despegado de las velas prendidas a Shiba, arrasó las sábanas y la alfombra. Desnuda, bajó gritando por las escaleras fuego...fuego..., mientras el portero intentaba cubrirla con la arpillera que usaba de alfombra para los días de lluvia.
            Los bomberos terminaron con el fuego. Cuando subió al cuarto piso, casi todo era cenizas, o chamusco y el humo bailoteaba todavía. A pesar del llanto, pudo ver algo dorado, redondo como una polvera y recordó que era un pastillero que hacía muchísimos años, le había regalado a Ernesto, en París, durante la luna de miel.
           




El calor había distendido el metal y aflojado el cierre. Por curiosidad, levantó la tapa. Vellos de distintos colores, castaños, rojizos, albinos y negros tenían atados nombres de mujeres. Los leyó: Giselle, Marie, Flor, Estrella, Leonor, María, Cascabel  ... e interrumpió la lectura. Los había largos y finos, otros resistentes y gruesos y no eran nativos de la cabeza. Un bramido bestial arrancó de su garganta que pegó contra la identidad de los pelos púbicos, que mágicamente levantaron vuelo en un jadeo ensordecedor.


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