EL RELICARIO
CANDIDA
GALIA, pacata neopatricia venida a menos por el cepo al dólar, liberal hasta el tuétano, haciendo el mayor de
los esfuerzos salió a Cabildo y Juramento, aunque no era una actitud común de
su clase, como la de tantos otros, a gritar piquete y cacerola la lucha es una
sola. Enardecida e injuriosa en ese momento, archivó su estado una vez
regresada a su edificio. Antifaz colocado sin esfuerzo en su cara con señales
del paso del tiempo, sonrió al ver que entraba en su espacioso departamento-
lejos por fin- de lo que ella
acostumbraba a llamar la mugre de la calle, refiriéndose a cierta gente y de
ninguna manera a los desperdicios esparcidos por las veredas rotas.
Ante el asombro de su marido, en los últimos meses, presentaba estados
de éxtasis. Ellos, se circunscribían a las mañanas de los domingos, después de
un desayuno apurado, donde engullía las tostadas sin respetar las normas del
protocolo comestible que había aprendido de la condesa de Chicof, eso sí, por
televisión y cuidadosamente vestida como si fuera a escuchar a Donizzetti en el
Colón.
Presurosa
y besando en la mejilla tostada a Ernesto, su marido, se encerraba en su
dormitorio de ese cuarto piso de una zona paqueta de Belgrano.
Al
principio, Ernesto no le daba mucha importancia. Hacía unos meses apenas que
Cándida había iniciado - para apurar su tiempo libre- técnicas de relajación que iban desde la
eutonía, el shiatsu hasta la terapia de vidas pasadas, sin abandonar el
ejercicio de la meditación y algún taller del árbol genealógico. No obstante,
le llamaba la atención un ruido sordo que seguía al cierre de la puerta, que
atribuía al correr de la tranquera del balcón. Sólo se le ocurría pensar que
ese irse de su compañía, le permitía a ella disfrutar de la vista de los
canteros llenos de alegría del hogar y nomeolvides de la galería, haraganeando,
echada en su cama, movida por su menopausia. De ahí en más, él se concentraba en la
rigurosa lectura del diario. Después, se apoltronaba con un vaso lleno de wisky
y escuchaba música, ABBA, Bee Gees, Charlie, Fito, Lenon, Spinetta…
Como
a la hora, aparecía Cándida restaurada y vivaracha y lo rebosaba de mimos y
caricias que la mayoría de las veces no tenía ganas de responder. Entendé,
estoy cansado, con ese ritmo infernal de trabajo que tengo. Cándida consentía a
su sacrificado hombre que estaba ausente
todo el día e inclusive algunas noches.
Sabés que el domingo es mi día de descanso, aclaraba Ernesto, estirándose en la
hamaca paraguaya cuan largo era. El almuerzo ligero, la sagrada siesta, los partidos de fútbol frente
al televisor, las cenas rutinarias y un hasta mañana, cerraban automáticamente
el día.
En
la semana era distinto. La tenía adaptada con el beso del buen día y el hola, el
qué tal cómo te fue del regreso al hogar
y el sentarse frente a frente sin hablar durante las cenas como si de ambos
lados estuvieron con un muerto en el medio. Claro, éstas no eran muy seguidas
ya que Ernesto era un trabajador fulltime que tenía obligaciones permanentes como
lobista, asistente a desfiles, conferencias, en síntesis, compromisos que lo
distanciaban de su casa y lo llevaban a otros lados.
Pasó el tiempo. Y estos ritos,
como los otros de la familia que sólo sumaba una hija ausente, quedaron
instaurados.
Parecían
muñecos con hilos que se desplazaban por el loft, donde el piso flotante, los
azulejos romanos, la yacuzzi, misturados con el moblaje country representaban
un desierto de su vida amorosa.
Con el paso de
los días, Cándida aumentó las salidas y sus recogimientos de los domingos.
Varias veces, Ernesto la encontró
hablando animada con los vecinos del piso de abajo, a los que nunca les había
dirigido un simple saludo, ni cuando compartían el viaje en el ascensor. Esto ensanchó
su intriga, hasta que una mañana de domingo, acercó
con cuidado su oreja a la puerta
del dormitorio para escuchar qué era lo que la llevaba a encerrarse el mismo
día de la semana, en similar horario. Lucubró que haría algún tipo de ejercicio o por qué no, hablara por
teléfono con ese tropel de amistades muy particulares, y hasta se convenció. Fue
entonces que alcanzó a escuchar un fuerte jadeo mezclado con otros y voces que
repetían palabras exoneradas de su código con ella y ayes alargados que no se
atrevía a explicar dentro de su ámbito recoleto.
De
un manotón abrió la puerta.
La vio con los ojos en blanco, subiendo y
bajando las caderas y los glúteos rítmicamente, emitiendo unos aullidos a lo
loba. Creyó enloquecerse porque al mismo tiempo, otros rugidos se sumaban a los
de ella. Con las manos en la cabeza, salió al balcón del que la puerta ventana
estaba corrida. Fue allí que descubrió que los alaridos- sin descanso- subían
desde el piso de abajo.
Descubierta,
Cándida se enfureció y enfrentó a Ernesto quien malherido, vencido en su
machismo, no se explicaba cómo su mujer,
suu- mu-jerr, podía cabalgar el sexo, excitada por los vecinos del tercero.
Salió
de la habitación, cuerpeando lo que tenía enfrente, atropellando al pobre
chiwawa semejante a un bonsái, que ladraba sin parar. Furioso, sin control,
seguido de los insultos de Cándida que hasta ese día había desconocido.
Tomó
la botella de Chivas, se sirvió un vaso hasta el borde, mientras buscaba su
agenda electrónica. Discó un número y acordó una cita. La transpiración se
escurría por su cuerpo. Se metió en el baño. Salió duchado, oliendo a Givenchy,
y a los gritos le anunció a su mujer la inmediata venta del departamento y la
separación. Y se fue a encontrar con una de las lolitas de su colección,
cerrando la puerta con un golpe que resonó en el edificio entero.
Ella
juntó estampas de la Virgen
del Coro, Ochoom y Sai Baba. Agregó un
Buda en el medio, comprado en el barrio chino cercano, al que le rascó la panza
en señal de ayuda. Encendió varias velas, y la música del efecto Mozart resonó
en la habitación. En tanto, su angustiada voz repetía que no lo venda, que no
lo venda, en posición de loto. El cuadro era perfecto.
Una
ráfaga de viento se coló por la ventana abierta y un fuego sin autorización despegado
de las velas prendidas a Shiba, arrasó las sábanas y la alfombra. Desnuda, bajó
gritando por las escaleras fuego...fuego..., mientras el portero intentaba
cubrirla con la arpillera que usaba de alfombra para los días de lluvia.
Los
bomberos terminaron con el fuego. Cuando subió al cuarto piso, casi todo era
cenizas, o chamusco y el humo bailoteaba todavía. A pesar del llanto, pudo ver
algo dorado, redondo como una polvera y recordó que era un pastillero que hacía
muchísimos años, le había regalado a Ernesto, en París, durante la luna de miel.
El calor había
distendido el metal y aflojado el cierre. Por curiosidad, levantó la tapa.
Vellos de distintos colores, castaños, rojizos, albinos y negros tenían atados
nombres de mujeres. Los leyó: Giselle, Marie, Flor, Estrella, Leonor, María,
Cascabel ... e interrumpió la lectura.
Los había largos y finos, otros resistentes y gruesos y no eran nativos de la
cabeza. Un bramido bestial arrancó de su garganta que pegó contra la identidad
de los pelos púbicos, que mágicamente levantaron vuelo en un jadeo
ensordecedor.
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