El espejo
Hoy el espejo me devolvió
una imagen distinta, descolorida.
Me quedé mirándola, mucho
rato, como queriendo encontrar las siete diferencias que propone el diario. En
el cabello varias canas nuevas. Una arruga horizontal en la frente y varias arruguitas
finas alrededor de los ojos. Las pupilas opacas. La piel reseca.
Por detrás del azogue una
muchachita sonreía con risa franca y plena. Los cabellos ondulados se mecían
con la brisa primaveral. Su piel tersa y morena tenía aroma a jazmines de noviembre.
Sus ojos destellaban fulgores y corría vida por sus venas.
¿Dónde te quedaste? le
pregunté. ¿En qué recodo del camino cargaste a tu mochila las penas? ¿En qué
sendero perdiste el rumbo? ¿En qué noche se apagó tu estrella? ¿Qué brazos se
llevaron tu ternura? ¿Qué boca despojó tus labios de la dulzura trocándola por
ajenjo y tinieblas? ¿En las aguas de qué arroyo se ahogó tu alegría? ¿En qué
abismo nació tu espera?
Preguntas... y más
preguntas. La muchacha del espejo me miró con ternura, sonrió, y estirando sus
manos hacia mí me dijo: "Ven, busquemos las respuestas".
Crucé el espejo. Todo era
más nuevo, más límpido, sin el hollín que deja el tiempo. Recorrí mi infancia,
los amigos, los juegos. En una vuelta de esquina sentí el penetrante aroma del
jazminero de Doña Severina: había llegado a mi adolescencia, a sus brazos
largos, a sus ojos azules, a su cariño limpio e inocente. Ella me miraba como
preguntándome: "¿Te acordás?" Llegamos a la bifurcación de caminos:
uno se presentaba llano, liso, despejado; el otro estaba envuelto en selvas,
una gran roca le cerraba la entrada y yo... yo no quise moverla.
En la frontera del espejo
miré a mi compañera. Sus pupilas se habían vuelto opacas, y su piel reseca.
Tenía varias canas nuevas y en la boca un rictus de cansancio y pena.
Sabes, hoy mirándome al
espejo, me sentí vieja. Vejez del alma sin ilusiones, vacía y seca. Vejez del
espíritu, sin metas. Sin nuevos caminos que me lleven -ya no importa dónde-
pero que no me permitan quedarme quieta.
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