DOÑA SOLEDAD
En el
mercado, en las veredas, en la plaza y en la vuelta al perro, la soledad de Soledad era el tema de
conversación instalado para siempre en esa pequeña ciudad de Córdoba llamada
Villa Rumipal.
Doña
Soledad abría las ventanas cuando empezaba a clarear y las cerraba al salir las
primeras estrellas.
Su casa
diminuta, asemejaba una casa de muñecas, con las cortinas llenas de dibujos
multicolores y las macetas con flores azules en el alfeizar de la ventana
principal.
No hacía
compras de alimentos ni barría la vereda como el resto de las vecinas de la
cuadra.
De vez en
cuando una sombra se veía pasar detrás de los vidrios como atisbando los
movimientos de la calle.
Algunos
niños curiosos a lo largo de los años trataron de saltar la tapia, pero fue una
tarea imposible.
Una pierna
rota o un golpe en el cráneo, los fue haciendo desistir de la tarea.
-
María
¿usted recuerda cuando llegó a la ciudad Soledad? – se preguntaban las vecinas.
-
Desde
que nací, ella ya estaba. Mi abuela la
nombraba y mis tías y las primas de mi madre también…
-
¿Y
como puede ser que nunca tuvo hijos? repetía Caridad, carcomida por la
curiosidad malsana de vieja amargada.
-
Bueno,
le contestaban a coro. No es primordial tener hijos y no hay ninguna ley que lo
exija…
-
Benito:
usted que lleva tantos años en el pueblo ¿le conoció algún novio?
-
¡Anda
ya, gilipollas! ¡Qué voy a estar yo controlando los novios de las mujeres del
pueblo! ¡Faltaría más! – contestaba el español.
La cuestión
es que Soledad, tan solo salía a la vereda cuando el jacarandá estaba en flor.
Las flores
lilas se hamacaban con la brisa y todo el jacarandá parecía danzar.
Y a Soledad
le brillaban los ojos con destellos azules, misteriosos y profundos.
Esto
ocurría todos los años en plena primavera: se ponía su mejor vestido, se hacía dos rodetes trenzados arriba de las
orejas y se sentaba en una silla de enea a escuchar el aletear del ruido de las
mariposas posadas en las flores lilas del jacarandá.
Las
contemplaba por horas como si mantuviera una conversación silenciosa con ellas.
Al caer la
tarde se recluía en su casa hasta el próximo día de sol. Si este no aparecía
refulgente sobre el cielo, Soledad no
salía a la vereda.
Hasta que
un mediodía de pleno sol, ya comenzado el verano, el 19 de Enero de 1989, a las 12 del
mediodía, soltó sus rodetes trenzados que se convirtieron al momento en dos
enormes alas rosadas con filigranas plateadas y círculos azul Francia y se
dirigió volando hacia el sol seguida por sus compañeras de siempre que nunca la
dejaron vivir en soledad.
Y todos los
19 de Enero da una pasada acompañada por sus aladas amigas por la plaza, el
mercado, la escuela y por supuesto por su casa de muñecas que nunca nadie se
animó a ocupar.
Hermoso relato !!!! Felicitaciones
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